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Mi suegro, Enrique Triana / Obituario

Guardaré siempre el mejor recuerdo de Enrique, mi amigo, mi suegro, el esposo, el padre, el abuelo, el gran arquitecto, el profesor, el mejor contertulio, el católico integral.

Nació Enrique el 22 de noviembre de 1929 en el hogar de Jorge Triana Echeverri y Paulina Uribe Campuzano, y fue un ser humano muy especial.

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En el año 53 contrajo matrimonio con Isabel Soto Sinisterra, con quien formó un lindo hogar, del cual lo sobreviven hoy su señora Isabel y 6 hijos. Cinco hombres: Luis Felipe, Enrique, Fernando, Álvaro y Juan Pablo, profesionales exitosos, y Claudia, mi señora, una mujer excepcional.

Trabajó y luchó por sus hijos toda su vida y sin lugar a dudas son ellos su más importante legado.

Gran caballero y un católico de una rectitud y una coherencia como no he conocido. Nunca mojigato o fanático, siempre pensando en los demás y especialmente en aquellos menos favorecidos.

Pasé con él, con Isabel, con Claudia y con mis amigos Luis Gabriel y Carmenza Marulanda múltiples Navidades y vacaciones de fin de año. Tertulias inolvidables, animadas siempre por Enrique, con esa magnífica conversación, ese gran sentido del humor y uno que otro aperitivo.

De su legado profesional no me corresponde hablar, pues es ampliamente conocido y se inmortaliza cuando, con su amigo Juan Carlos Rojas Iragorri, ganó la bienal en el año 2004, con la obra de la Manzana Cultural del Banco de la República.

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De lo que sí puedo dar fe es de su compromiso como docente en su cátedra de diseño en la Universidad Nacional, la cual mantuvo durante 50 años ininterrumpidos, y especialmente del cariño de sus alumnos para con él y de él para con ellos.

También de su ejemplo como padre y como miembro de familia. Recuerdo varias anécdotas de Enrique sobre su cátedra que describen muy bien su personalidad.

Un día, uno de sus alumnos le dijo: “Usted representa lo que yo más odio…”, a lo que Enrique le respondió: “Tiene razón, soy de clase alta, tengo dinero, me eduqué en los Estados Unidos; ahora pregúntese ¿qué hago aquí con usted? ”. Cinco años después se lo encontró en la facultad, de zapatos de gamuza y suéter de cachemir y le dijo: “Benjumea, ¡se aburguesó!”. Y este le contestó: “Maestro, ¡usted es el único que me ha enseñado algo…!”.

Estoy absolutamente convencido de que Enrique tiene hoy un puesto muy especial en el cielo, porque si existieran más seres humanos de su talla, este mundo sería mucho mejor.

Que descanse en paz con la seguridad de que lo recordamos con cariño, agradecimiento y los mejores recuerdos. ¡Mil gracias, Enrique querido!

FRANCISCO VARGAS ARANGO