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No todo está perdido: lecciones de vida que nos da la gente humilde

Yo no sé si a usted le parezca que, a pesar de todo lo que está pasando en Colombia, todavía nos queda un lugarcito para la esperanza. Para soñar con un futuro mejor, de gente decente, honrada y solidaria.

Si cree que no, y si considera que ya se perdió toda ilusión, entiendo perfectamente su desconsuelo porque yo también pensaba lo mismo hasta hace unos cuantos días. El pesimismo me estaba abatiendo. Tanta corrupción, tanto escándalo, tanto desorden. Tanta discordia. La gente furibunda, con los ojos encendidos de cólera, y los grandes líderes de la nación embarcados en semejante pelotera.

Pero, por alguna extraña razón, en las semanas más recientes comenzaron a ocurrirme unos hechos consecutivos y enlazados entre sí, que me han puesto a pensar. No son coincidencias porque, como decía el sabio Einstein, en la naturaleza no existen las coincidencias, sino la armonía del universo.

Deseo compartirlos con ustedes. Creo que son auténticas lecciones de vida. Eslabones de una misma cadena. Quiero entenderlos como lamparazos que brillan en la oscuridad. Cada vez que recuerdo estos sucesos, siento que en el fondo del alma una vocecita me dice que no todo está perdido.

Antes de comenzar, y a propósito de corrupción, ¿cómo les parece el nuevo escándalo? Mientras los muchachos de la Selección se rompían el pecho en la cancha, para clasificar al Mundial de Rusia, los dirigentes del fútbol, en la comodidad de sus escritorios, se robaban el dinero de las boletas.

Capítulo 1: el empacador

Empecemos por el principio. Se trata del episodio que me ocurrió en el supermercado Carulla. Estaba yo en la caja de ese establecimiento, disponiéndome a pagar el queso y los panes que me había encargado mi esposa, cuando la cajera me hizo una pregunta:

–¿Desea usted colaborar con unas goticas de amor?

–¿Y eso qué es?– le pregunté, entre pasmado y curioso. Me pareció un bello nombre.

–Un bono que vale dos mil pesos –explicó ella–. Esa plata se usa para llevar comida y ropa a los niños de los barrios más pobres.

–Deme dos –le dije– y agregue los cuatro mil pesos a mi cuenta.

A su lado, con una camiseta verde, estaba el señor que empaca las compras. Le dije que solo quería una bolsa, para no contribuir más a contaminar con plástico el medioambiente. Así lo hizo, con cuidado, poniendo en ella mi queso costeño, de un blanco reluciente, amasado en las prodigiosas sabanas de Córdoba, mi tierra, a mucha honra.

Al terminar, le extendí un billete de dos mil pesos porque yo sé que él vive de las propinas que le dan. Para mi perplejidad, se negó a recibirlo.

–Muchas gracias –me dijo, rechazándolo–. Déjelo así. Quiero colaborar con una gotica de amor de las que usted acaba de comprar. Usted paga una y yo la otra.
Me dieron ganas de darle un beso en la frente a aquel señor. Lo único que se me ocurrió fue tenderle la mano, en silencio. (Y pensar que, ese mismo día, un alto funcionario, muy rico y encopetado, había sido detenido por saquear el presupuesto para la comida de los escolares más pobres).

Capítulo 2: Petrona y Tomasa

Dos días después fui al centro colonial de Cartagena, donde la historia camina por la calle, a cumplir una de mis solemnes ceremonias semanales: comprar frutas tropicales para la casa. No permito que nadie lo haga por mí porque ese es el momento que aprovecho para hablar con la gente, sin prisas, y oír por dónde viene soplando el viento de la opinión pública.

Llegué a los puestos de venta que tienen mis dos amigas y vendedoras entrañables, Petrona y Tomasa. Como lo indican sus nombres, que tienen origen ancestral, son descendientes de los primeros africanos que llegaron a estas tierras del Caribe, víctimas de la más grande infamia que se le ha ocurrido a la humanidad: la esclavitud.

Son varias mujeres que se ganan la vida bajo el sol implacable, en la orilla de la calle, en carretas de madera muy pobres, derrengadas por la vejez. Allí flamea el zapote que revienta como una llamarada cuando uno lo parte, y el níspero tierno que parece piel de mujer, y el anón lleno de granos junto a la guama y el tamarindo, o la ciruela criolla, que exhibe lujuriosa su ombligo.

Cuando estaba terminando de comprarle a Petrona, extendí el brazo para agarrar unos mangos hermosos, que se reventaban de la gordura, pero ella me detuvo. Poniéndose la mano cerca de la boca, para cortar las palabras, como solo saben hacerlo las mujeres, me dijo en un susurro:

–Los mangos cómpreselos a Tomasa, que hoy no ha vendido nada…

(Cuando le conté esta historia, mi amigo Morales comentó: “Se quitó el bocado de la boca para ayudar al prójimo”. Mientras tanto, hay magistrados famosos que se enriquecen vendiendo sus sentencias como si fueran mercancía).

Capítulo 3: los estudiantes

Eran las 4 de la tarde. Yo acababa de asistir a una conferencia en la Universidad Libre, y estábamos en la cafetería, echando cuentos con profesores y alumnos. De repente se me acercan dos muchachos y, con la mayor discreción del mundo, me dicen que necesitan hablar conmigo. Pido permiso a la concurrencia y me voy con ellos a una salita cercana.

–Perdone que lo molestemos –me dice el de barba larga y camiseta deportiva–. Es que nosotros tenemos, aquí en la universidad, algunos compañeros muy pobres que son estudiantes becados pero no pueden pagar su almuerzo. Están pasando hambre.

Estos dos jóvenes se unieron con varios más para crear grupos de ayuda con el propósito de conseguirles la comida. Quieren que yo les colabore con algo.
Cuando ven que me estoy disponiendo a darles alguna platica, me detienen en el acto.

–Espérese –me dice el segundo–. Como por ahí anda tanta gente mala, y embaucadora, usted podría pensar que le estamos mintiendo. Venga con nosotros.
Vamos al mostrador de la cafetería. Allí está el encargado de atender a la clientela, con un delantal blanco. Señalándome con el dedo, los muchachos se dirigen a él:
–Este señor nos quiere ayudar.

Y luego, volviéndose hacia mí, agregan:–Este señor prepara los sándwiches para el almuerzo de nuestros compañeros. Dele el dinero directamente a él.

Capítulo 4: el hambre

Las estadísticas más confiables, que encuentro mientras ando por ahí confirmando las noticias, me indican que en este momento hay en Cartagena casi 17.000 niños que sufren de desnutrición crónica. El mismo día que me dan esos datos sale en la prensa una frase que pronunció el papa Francisco en su homilía del último domingo: “El acceso a los alimentos es un derecho de todos”.

Y, como ya les dije que en el universo no existen las coincidencias sino la armonía, a la mañana siguiente me cuentan lo que está ocurriendo con una campaña llamada ‘Al rescate de la comida’.

Es una señora cartagenera, de la cual ya he hablado en estas crónicas, de nombre Catalina Pérez, directora de la Fundación Alimentar Colombia, que en el pasado ha llevado comida a varias regiones del país. Catalina se reunió un día con Juan Felipe Camacho, un célebre cocinero ibaguereño que tiene dos restaurantes en el centro colonial de la ciudad.

Entre ambos vieron que, al cortar un pescado para cocinarlo, y quitarle cabeza y cola, se desprendían unos pedazos de carne que eran botados en la caneca.

–Empezamos a recuperar esos pedazos y también lo que sobra de la carne de res o de pollo –me cuenta Catalina–. Con ello hemos alimentado hasta ahora a niños y ancianos.

Pasacaballos es una pequeña localidad, en las orillas del canal del Dique, que es por donde el río Magdalena entra a la bahía de Cartagena. “Con lo que rescatamos de los restaurantes –agrega la señora Pérez–, hasta este momento hemos entregado 140 kilos de comida a 20 niños de Pasacaballos que sufren de desnutrición. Ahora nosotros nos encargamos de alimentarlos”.

Capítulo 5: un rayo de luz

Catalina y sus compañeros de la fundación han repartido, hasta este momento, una tonelada de comida. Recuerden que una tonelada son mil kilos.

Su empeño más reciente consiste en que están trabajando, día y noche, para convencer a todos los restaurantes y hoteles de Cartagena de que se les unan en esta campaña y ayuden, con la comida que les queda cada día, a ganar esta batalla humanitaria contra los estragos que causa el hambre. Se calcula que en esta ciudad de turistas hay alrededor de 700 restaurantes, cafeterías y hoteles en el solo centro histórico.

¿Se fijan que no todo está perdido? En medio de tanto sinvergüenza que anda suelto por ahí, todavía quedan colombianos que tienen el corazón en el pecho. Hay que meter en la cárcel a los ladrones, los saqueadores, los bandidos de todas las calañas. Sea quien sea. Pero también hay que estimular con voces de aliento a la gente que trabaja honradamente y lucha por servir a los demás.

Todavía nos queda una luz de esperanza en medio de este presente cargado de sombras y truenos. Aún brilla un rayo de calidad humana en medio de la tormenta que padece Colombia. Y no olviden que el peor cómplice de la corrupción es el silencio.

Epílogo

Siguen surgiendo señales de la concordia universal, lo que demuestra que, como en todos sus hallazgos, Einstein tenía razón: la naturaleza es armónica. Las señales lo comprueban.

Miren ustedes un nuevo ejemplo: en el preciso instante en que voy a ponerle un punto final a esta crónica, suena la campana de mi computador, indicando que ha llegado un nuevo mensaje. Es de Catalina Pérez.

–Tengo muy buenas noticias que contarte sobre nuestra tarea en la fundación –me escribe–. Gracias a Dios, ya estamos preparándonos para abrir nuestro centro de acopio, a fin de tener un sitio donde guardar los alimentos que recojamos, y luego llevárselos a las familias pobres.

¿Se fijan?

JUAN GOSSAIN
ESPECIAL PARA EL TIEMPO