Inicio Colombia Novedoso programa salva vidas en los barrios más calientes de Medellín

Novedoso programa salva vidas en los barrios más calientes de Medellín

Después de haberse ganado la enemistad de una banda callejera en un barrio marginal de Medellín, Lina Carmona memorizó un número telefónico de tres dígitos.

Su pecado fue abrir un salón de uñas en su casa sin pedirle permiso a la pandilla. Después de enterarse, el líder de esta le exigió que pagara un “impuesto” semanal. Pero el monto equivalía a las ganancias de un día haciendo manicuras, así que Carmona se rehusó. Entonces el delincuente sugirió un pago en especie, es decir, que se acostara con él.

Enfurecidos por esta resistencia en un barrio en el que prácticamente cada tendero, ferretero y vendedor de comida paga las extorsiones, los miembros de la banda comenzaron a insultar a Carmona y a su esposo en la calle. Acosaban a los hijos de la pareja cuando caminaban hacia el colegio. Incluso patearon a Kiara, la perra labrador de la familia.

Las tensiones aumentaron hasta que, una tarde, diez matones con pistolas se aparecieron frente a su puerta. El esposo de Carmona sacó su arma, decidido a morir peleando. Pero ella tomó su celular y marcó 123, la versión colombiana del 911. Se comunicó con un nuevo servicio que busca ayudar a los habitantes de Medellín que tienen altas probabilidades de ser asesinados y que, en casos extremos, los aleja del peligro.

Carmona convenció a su marido de ir hacia la parte trasera de la casa, donde se encerraron hasta que llegó la Policía. No todo salió bien: los agentes llegaron en un carro del tamaño de un Volkswagen escarabajo, así que el escape requirió de varios viajes angustiantes. Pero después de unas cuantas horas, la familia respiraba tranquila en una casa segura. Los policías incluso lograron salvar al perro.

Una oportunidad de vida

El programa, llamado Protocolo de Prevención de Potenciales Víctimas de Homicidio, ha salvado a por lo menos 58 personas desde que fue lanzado, el año pasado. Esta iniciativa, la más reciente de una ciudad que durante años ha estado a la vanguardia de las políticas de reducción de violencia en América Latina, ayuda a comprobar que incluso los lugares más mortales tienen esperanza. Desde que Pablo Escobar y sus sicarios convirtieron a Medellín en la capital mundial del homicidio, a principios de la década de 1990, con unos 380 por cada 100 mil habitantes, esa tasa se ha desplomado en un 95 %. La Ciudad de la Eterna Primavera es tan segura ahora que se ha convertido en un destino preferente para jubilados de Estados Unidos.

Pero, en realidad, incluso con los niveles actuales, de 20 por cada 100 mil personas, los homicidios siguen siendo el doble de la tasa que la Organización Mundial de la Salud (OMS) consideraría endémica y seis veces más alta que la de Nueva York. Y prácticamente no se ha movido desde el 2015. En barrios como en el que vivía Carmona, la Policía rara vez entra y las bandas siguen estando a cargo, vendiendo drogas y licor de contrabando, y repartiendo justicia por sus propias manos.

Frustrados, Camila Uribe y sus colegas de la Casa de las Estrategias, un grupo de investigación de Medellín especializado en derechos humanos, realizó un estudio detallado de una decena de asesinatos recientes cometidos por bandas para ver qué tenían en común. Encontraron que, por lo menos en nueve casos, las víctimas sabían qué se les venía encima, pues debían dinero o habían molestado a las pandillas de alguna manera. En un caso, recuerda Uribe, un adolescente estaba desesperado por irse de Medellín, pero su madre no contaba con los pocos pesos necesarios para pagar el bus. Su hijo murió poco después. “Hay una ventana de oportunidad para prevenir estas muertes –dijo Uribe–. La gente busca escapar y tenemos que descifrar cómo podemos ayudarles”.

El programa, llamado Protocolo de Prevención de Potenciales Víctimas de Homicidio, ha salvado a por lo menos 58 personas desde que fue lanzado

Así funciona el programa

Uribe y sus colegas llevaron su misión a la Alcaldía, dirigida por Federico Gutiérrez, quien considera que la reducción de la tasa de homicidios es una prioridad alta. Ambas partes crearon un proyecto piloto que ubicaría a personas en riesgo, les aconsejaría cómo escapar del peligro y, si fuera necesario, los llevaría a un lugar más seguro.

En una tarde reciente, unas dos docenas de operadores estaban sentados en un centro de atención telefónica de emergencias, recibiendo llamadas sobre temas que iban desde incendios hasta adolescentes que habían escapado de su casa y estaban buscando consejo. Pero cuando una persona que llama expresa su miedo de ser asesinada, esta persona entra al Protocolo de Prevención de Potenciales Víctimas de Homicidio y una red diferente entra en acción. Psicólogos proveen ayuda a través del teléfono y a veces se reúnen con estas personas en sus casas. Expertos legales también ofrecen consejos. Y escuadrones de evacuación especiales están a la espera, en caso de que todo salga mal.

Ya que el programa usa principalmente personal y recursos que ya existen, cuesta apenas unos 42 mil dólares al año. Desde que fue lanzado en julio del año pasado, ha recibido más de 100 llamadas. Aunque ha habido situaciones al límite, hasta ahora todos los que han llamado han salido vivos.

“Están muy angustiados por lo que les está pasando –dijo la psicóloga Ana Isabel Sánchez mientras tomaba un descanso de responder llamadas con sus auriculares–. Tienen nudos en sus gargantas. Algunos lloran horas”.

El programa tiene limitaciones evidentes: no es factible evacuar a todas las potenciales víctimas de homicidio. Quienes sí son evacuados luego tienen que arreglárselas por sí solos en sus nuevas casas, trabajos o escuelas seguras. En vez de atacar la causa del problema desalojando a los criminales, las operaciones de rescate equivalen a una purga de ciudadanos que respetan la ley, lo que implica un reconocimiento de facto de la hegemonía de las bandas.

Steven Dudley, codirector del centro de pensamiento Insight Crime, advirtió que alejar a jóvenes de sus comunidades puede hacerlos más vulnerables a ser reclutados por las bandas. Pero otros creen que el programa es innovador, especialmente en un momento en el que la tasa de homicidios está aumentando en América Latina y en el que muchos funcionarios se han vuelto fatalistas. “Me gusta su audacia”, dice Eduardo Guerrero, un consultor de la Ciudad de México que asesora a gobiernos estatales y locales en asuntos de seguridad. Las autoridades en Medellín, añadió, “no se han resignado a lo inevitable”.

Robert Muggah, cofundador del Instituto Igarapé, un centro de pensamiento brasileño enfocado en el crimen, también está impresionado. “Todos vemos a Colombia como una fuente de experimentación”, afirma.

En las últimas dos décadas, la Policía de Medellín ha trabajado duro. Ha hecho redadas en las áreas con más crímenes, ha ayudado a negociar ceses del fuego entre bandas y ha arrestado a sus líderes. Más recientemente, el acuerdo de paz firmado con las Farc ayudó a reducir los niveles de violencia del país.

Además de vigilar, las autoridades han construido bibliotecas, parques y clínicas en los barrios marginales, además de un sistema de teleféricos que conecta a sus habitantes con el resto de la ciudad. El propósito de estas obras públicas es animar a la gente a que se enorgullezca de sus comunidades y comience a reclamarlas como suyas y no de las bandas.

El cambio puede ser sorprendente para quienes han vivido allí por mucho tiempo o para quienes visitan la ciudad con regularidad. Fui a la comuna 13 por primera vez en el 2002, cuando las bandas estaban desaforadas. Este barrio está compuesto por casas humildes hechas de ladrillos y con techos de lata, puestas sobre una colina que es demasiado empinada para que transiten carros o buses. Durante una de las entrevistas, un líder de una banda enmascarado se ausentó abruptamente. Pocos momentos después se escucharon disparos. Luego, varios pandilleros salieron corriendo empujando una carretilla. En ella iba el cuerpo de un hombre que acababan de ejecutar.

Hoy, visitantes estadounidenses y europeos toman las modernas escaleras eléctricas de la comuna 13 para ver grafitis, poetas callejeros y artistas del ‘breakdance’. Compran pinturas y camisetas de recuerdo. Toman fotos y se relajan en bares de jugos con vistas panorámicas de la ciudad.

Pero Medellín todavía tiene un camino largo por recorrer. Usando un marcador negro sobre un mapa de la ciudad que cubría una pared de su oficina, Fernando Quijano, un experto en el crimen local, dibujo líneas a través del 70 % de los barrios de la ciudad, en los que –según él– los pandilleros operan con una impunidad relativa, ya que sobornan a los oficiales para que hagan la vista gorda. No es sorprendente que muchas víctimas de la extorsión de las bandas y de otros crímenes no se molesten en reportarlos.

Andrés Tobón, el secretario de Seguridad, dijo que desde que el alcalde Gutiérrez tomó posesión, hace dos años y medio, la Policía ha capturado a 100 líderes y a 2.500 miembros de bandas en un esfuerzo por “eliminar su zona de confort”. Y añadió que 400 de los 7 mil oficiales de la fuerza policial de Medellín han sido expulsados por corrupción.

Pero ha habido algunas vergüenzas de alto perfil. El año pasado, Gustavo Villegas, el predecesor de Tobón en la Secretaría de Seguridad, fue arrestado por presuntas negociaciones secretas con mafiosos. Y en otro caso sorprendente se descubrió que el escolta de un general de la Policía tenía un segundo empleo como guardia de un líder de una banda.

¿Qué cambió?

Mientras tanto, las bandas se han vuelto menos violentas y más eficientes. Ahora, los asesinatos, especialmente los de oficiales de la Policía, son mal vistos en el bajo mundo, pues generan más represalias. Las bandas ahora prefieren colaborar en vez de confrontar a las autoridades. Así pueden obtener lo que quieren (como el desalojo de habitantes que no cooperan) sin tener que halar el gatillo.

“Las bandas simplemente usan la amenaza de homicidio –dice Juan Diego Restrepo, un periodista veterano de Medellín que cubre el crimen organizado–. Incluso sin matar, es algo muy violento”.

Como resultado, los teléfonos siguen sonando en el centro de atención de emergencias de Medellín. Sánchez, la psicóloga, explica que la prioridad es calmar a las víctimas para que puedan pensar con claridad en el mejor camino por seguir. Eso usualmente implica mudarse con amigos o familiares, o reubicarse en un área más allá del territorio de la banda. Pero cuando las personas que llaman parecen estar en grave peligro, la Policía actúa para escoltarlos hacia otro lugar. Luego, los evacuados son puestos en refugios temporales y, eventualmente, enviados a otras partes del país.

La extracción es la opción más extrema. Implica dejar atrás casi todo (casas, posesiones, trabajos y escuelas) para empezar de nuevo. Es una jugada de desesperación de último momento.

El servicio es gratuito y disponible para todo el mundo. De hecho, algunas peticiones de salvación han venido de miembros de bandas que han reñido con sus líderes.

Nelson Ocampo, quien dirige el equipo de 12 personas del Protocolo, dice que las órdenes bajo las que operan es ser neutrales y no juzgar. “Que sea un criminal no es problema para nosotros, nada justifica el asesinato”, dijo.

Dairo Rua, el esposo de la manicurista Lina Carmona, todavía fantasea con volver a su antiguo barrio con su pistola y vengarse de los rufianes que los obligaron a irse. Estaba frustrado por el hecho de que las autoridades de la ciudad, a fin de cuentas, les hicieron un favor a las bandas al mover a algunas de las personas que han resistido su poder. “Eso envía un mensaje terrible”, dijo .

La psicóloga Yohana Montoya, quien trabajó de cerca con Rua y Carmona, entiende su ira. Le gustaría poder hacer más, pero el programa es inmediato y limitado, como la ayuda para desastres. La supervivencia es lo que realmente importa.

Por lo menos, dijo, Rua y Carmona “pueden ir a hacer algo nuevo con sus vidas”.

El servicio es gratuito y disponible para todo el mundo. De hecho, algunas peticiones de salvación han venido de miembros de bandas que han reñido con sus líderes

La obligaron a ser mensajera de la mafia

Un caso dramático es el de Sandra Borja y su hija de 23 años, Edith, que tiene síndrome de Down. Confiados en que la Policía no sospecharía de ella, los miembros de una banda la obligaban a transportar pistolas y cocaína en una gabardina. Cuando Borja se enteró, regañó a la banda y castigó a su hija. Poco después, cuatro pandilleros estaban frente a su puerta. Con el tiempo en contra (la banda le dio una semana para entregar a Edith), llamó a la línea 123. Ambas fueron llevadas a una casa segura en la que, junto a otra docena de evacuados, contemplan cuál será su siguiente paso.

John Otis, autor de este artículo, reporta desde Bogotá para NPR and ‘The Wall Street Journal’. El artículo completo lo pueden leer en www.americasquarterly.org.