Inicio Colombia ¿Qué es un huésped? ¿’Arrendar’ es dar o recibir en arriendo?

¿Qué es un huésped? ¿’Arrendar’ es dar o recibir en arriendo?

Ustedes recordarán que alguna vez les conté la insólita historia de varias palabras del castellano, entre las cuales recuerdo a rabón.

Hoy debo ocuparme nuevamente del tema y ampliarlo con otras expresiones, porque, como me paso la vida buscando y rebuscando en los rincones del idioma la historia de palabras o locuciones sorprendentes, he tropezado con algunos tesoros nuevos, en los que vale la pena detenerse.

Lo que les propongo en esta ocasión es que recordemos el caso de aquellas palabras que ya publicamos, a fin de enterar a quienes no tuvieron oportunidad de leerlas en su momento, y a quienes sí las vieron les refrescamos la memoria con una nueva evocación. Y a ambos les agregamos hoy, como una suma enriquecedora, los nuevos vocablos que ahora traemos. Así nos queda el paquete completo.

Para empezar, miren ustedes este episodio ocurrido aquí, en nuestra propia casa, bajo nuestro propio techo: el domingo 17 de abril, hace poco más de un mes, encontré en la página electrónica de EL TIEMPO un titular que decía: “Se acerca la temporada de lluvias: es hora de sacar la sombrilla”.

¿La sombrilla? Me repetí, asombrado. ¿O sería asombrillado? Y me quedé un rato pensativo, preguntándome para mis adentros si no se trataría más bien del paraguas. Porque, hasta donde llega mi modesta entendedera, sombrilla es la que sirve para hacer sombra cuando hay sol, pero paraguas es el que sirve para protegerse del agua cuando está lloviendo.

Solo entonces caigo en la cuenta: lo que pasa es que se trata del mismo aparato, pero con dos usos diferentes. Y no solo diferentes, sino contrarios: un mismo toldo, colgado de una varilla, ampara del solazo veraniego pero también resguarda del aguacero invernal.

Un detallito curioso, a propósito de la protección del solazo veraniego: en México y Cuba no le dicen sombrilla, parasol ni nada de eso. Lo llaman quitasol.

El huésped

Entonces fue cuando vine a comprender, maravillado, que existen palabras tan curiosas que sirven para expresar no solo dos ideas diferentes, sino también contrarias. Lo uno y lo otro.

Ese hallazgo me llevó, en consecuencia, a preguntarme si en nuestra lengua habría más vocablos con esa misma asombrosa paradoja.
Y, para seguir alimentando el apetito voraz de mi propia perplejidad, les cuento que hasta ahora he encontrado varios. No muchos, pero sí algunos.

Tal es, por ejemplo, el caso del término huésped. Todos hemos sabido, a lo largo de la vida, que así se le dice a la persona que se aloja en un lugar que no es su casa. Puede ser en la vivienda de un pariente o de un amigo generoso. Aunque también puede ser en un negocio de hotelería, una posada, una pensión o lo que ahora llaman “residencias”. Por esa misma razón, precisamente, dichos lugares son conocidos con el nombre genérico de “hospedajes”.

Pues, para que sepan ustedes, el vocablo castellano huésped nació como hijo legítimo de un término latino antiquísimo, hospes, que se refería al que daba hospedaje en su casa, pero también, qué maravilla, definía al que lo recibía. Como quien dice, y para decirlo claramente, en sus orígenes “huésped” era ambas cosas: el hospedado y el hospedador.

Hospedaje

El vocablo castellano huésped nació como hijo legítimo del término latino hospes, que se refería al que daba hospedaje en su casa, pero también definía al que lo recibía.

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El parásito visitante

En aquellos tiempos, para los hablantes del idioma español, que apenas estaba naciendo, el tema se volvió problemático. Tenían que explicar, cuando usaban la palabra huésped, si se referían al dueño de casa o al que llegaba. Se les armaba, naturalmente, un sancocho verbal.

Fue entonces cuando a alguien se le ocurrió inventar el término hospedador, para referirse al anfitrión, y dejar el huésped solo para el visitante.

Pero no tuvo mucha suerte la nueva palabrita, porque la gente no la usa, a pesar de que aún figura en el diccionario de la Real Academia Española. Y, como un hecho curioso, casi cómico, y como si no fuera suficiente con tantos enredos, el diccionario resolvió aceptar también, además de todo eso, un nuevo sentido para la palabra huésped: es el vegetal o el animal que está enfermo porque en su organismo tiene parásitos, de los cuales el huésped es él. Lo que faltaba.

El salado

Bueno. Vean ahora lo que pasa en el lenguaje que usan en España, y el habla popular del Caribe colombiano, con otro ejemplo insólito de una palabra que, simultáneamente, significa una virtud pero también un defecto. Una cosa y su contraria. Increíble.

Me refiero al término salado. El diccionario oficial trae más de diez definiciones de esa palabrita. La tercera de ellas dice que salado, en su función de adjetivo, es “gracioso, agudo o chistoso”. Así es como la usan los españoles en su charla cotidiana y, por extensión, los hablantes del castellano a lo largo del mundo.

Menos en las marinas tierras de nuestro Caribe, donde significa exactamente lo inverso. En tales territorios, “salado” es la persona o el hecho que no tiene gracia, no es agudo ni es chistoso. Es el contertulio aburrido, el chiste malo, lo desgarbado. Y, además, es el infortunado, aquel a quien todo le sale mal, a quien lo atropella la mala suerte.

Un pocotón

Existen varios
ejemplos de
palabras que
significan una cosa
y simultáneamente
su contraria. Los investigadores
suelen llamarlas “autoantónimas”.

Ahora que hablamos de las contradicciones que se presentan entre las palabras que se usan en España y las del habla popular en el Caribe, hay otro ejemplo que no quiero dejar en el olvido.

Me estoy refiriendo al adjetivo poco. Todos sabemos que, en castellano legítimo, poco significa escaso, corto, menguado, reducido, en cantidad mínima.

Pues resulta que en el Caribe colombiano, especialmente en las áreas rurales de Bolívar, Córdoba y Sucre, suelen decirle poco a lo que es mucho.
Los ejemplos de la vida diaria abundan: si usted le pregunta a su hijo qué tal estuvo el baile de anoche, él le dirá: “Muy bueno. Había un poco de gente”. Y eso significa que había un gran gentío.

Y, todavía más, para que no queden dudas de lo que quieren decir, le ponen énfasis a la voz, un tono grueso cuando dicen poco. O le agregan un aumentativo que ayude a lo rotundo: “Había un pocotón de gente”.

Arrendar

Asediado por la realidad, el diccionario de la Real Academia terminó por aceptar y registrar el término pocotón como “cantidad grande de algo”, pero se lo atribuye solo a los venezolanos.

Mi búsqueda incesante de estos pequeños tesoros de la lengua me ha enseñado que, en el habla popular, existen varios ejemplos más de palabras que significan una cosa y simultáneamente su contraria. Los investigadores suelen llamarlas “autoantónimas”, lo cual quiere decir que son la negación de sí mismas.

Un ejemplo perfecto y de uso cotidiano es el del verbo arrendar y sus derivados. Las propias autoridades de la lengua no han podido separar los dos sentidos rotundos y contrarios de dicha palabreja: arrendar puede referirse al hecho de dar en alquiler los bienes de alguien, una casa, un local, un automóvil. Pero también significa recibirlos en alquiler.

Por ahora lo que se ha logrado es que haya una distinción entre los protagonistas del arriendo. Arrendador es el que da en alquiler y arrendatario el que lo recibe. Algo es algo y peor es nada.

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La sanción del limosnero

Hay otra palabra, en ese mismo universo de la finca raíz y de los bienes inmuebles, que se presta para una confusión idéntica. Se trata del vocablo casero. Puede referirse a la persona que entrega una casa en alquiler o a quien la recibe. Lo uno o lo otro. Una cosa o su contraria.

Hasta ahora, si nos atenemos a las investigaciones más serias, se han encontrado en la lengua española entre quince y veinte palabras que están en esa extraña condición de autoantonimia, o sea, contrarias a sí mismas.

Una de ellas, que puedo mencionar de manera rápida, antes de que se nos acabe el espacio, es limosnero, que describe al pordiosero que pide limosna, pero también a la persona generosa que se la regala.

Si nos atenemos a las investigaciones más serias, se han encontrado en la lengua española entre 15 y 20 palabras que están en esa rara condición de autoantonimia, o sea, contrarias a sí mismas.

Otro de los ejemplos cautivantes que he encontrado es el que corresponde al verbo sancionar, que tiene un sentido cuando se aplica a una disposición de la autoridad, pero es al contrario cuando se trata de una persona.

Me explico. Por ejemplo, cuando las autoridades legítimas dicen que van a sancionar una norma, ya sea una ley, un decreto o una resolución, eso significa que van a darle su aprobación y autorización. Pero si esa misma autoridad informa que será sancionada una persona, significa que van a aplicarle un castigo.

El rabito del rabón

No quisiera terminar esta tertulia de hoy sin volver al comienzo y ocuparnos de la palabra rabón, la misma con que abrimos este palique. De ella ya hablamos en una pasada ocasión, pero como estamos redondeando ideas, les confieso que ese es uno de los vocablos que más llaman mi atención, que me hace reír cada vez que lo veo, que me parece tan graciosa su contradicción entre lo que expresa y lo que en realidad es.

Ustedes bien saben, porque eso se lo enseñan a uno en la escuela desde el segundo año de primaria, que el sufijo on, cuando se le agrega a una palabra, significa aumento, crecimiento, incremento o ampliación. Los ejemplos son muy comunes y simples. Un carretón es una carreta enorme, un caballón es un caballo gigantesco, una casona es una casa descomunal. Ya ustedes saben lo que viene siendo un barrigón o un cabezón.

Sencillo, ¿verdad? Cómo no. Eso será hasta que uno tropieza en el camino de la vida con la palabra rabón y descubre, atónito y con un mareo en la cabeza, que significa exactamente lo contrario de lo que sugiere: con ella no se describe al rabo largo, sino al animal que lo tiene corto. Un rabito. O al que, sencillamente no tiene rabo. Qué tal.

Epílogo

Como ustedes saben, los ascensores son esos vehículos de puertas corredizas que recorren los edificios llevando pasajeros piso por piso. Ahora que estoy a punto de ponerle punto a esta crónica, se me ha metido en la cabeza una pregunta, que es otra de esas chifladuras del lenguaje que me asaltan a cada rato.

La pregunta es esta: cuando el ascensor viene bajando, ¿debería llamarse descensor?

JUAN GOSSAIN
Especial para EL TIEMPO