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Soy excombatiente, me aísle 20 años y sé qué es no poder decir adiós

En la guerra cada día pasan menos cosas y todas, a su vez, pueden ser iguales.

La vida se convierte en supervivencia, morir siempre es una posibilidad, y se van acumulando los recuerdos, muchas veces en soledad, como ahora los mantengo durante esta cuarentena.

Afuera cantan los pájaros del llano metense. Aquí en el Espacio Territorial de Reincorporación Mariana Páez de Mesetas esperamos que ese sea el único sonido que retumbe y no se escuchen motores pasar cerca, pues el temor no es solo que alguien se contagie de coronavirus, también lo es que algún violento llegue a acabar con la vida de algún excombatiente, como viene ocurriendo de manera selectiva.

Muy joven, a los 16 años, me interné en las selvas. Dejé los recuerdos de mi familia en Cravo Norte, Arauca, confinados a las cuerdas de un cuatro llanero que siempre me acompañó por más de 20 años, excepto cuando huía de algún combate y quedaba abandonado en un cambuche.

Gómer Ceballos, de 39 años, perteneció a la guerrilla de las Farc por 20 años. Ahora es cantante de música llanera y estudia Sociología.

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Gómer Ceballos

Al despertarme cada día, al lado de mi esposa, sigo sacando mi cuatro para que la música sirva como mensaje reconfortante en estos días de aislamiento. En el Mariana Páez, quizá por nuestra experiencia en las Farc, la guerra nos acostumbró a vivir en un aislamiento social permanente que nos alejó por completo de la familia.

Cuando llegó la paz, mi mamá, Lucy, supo que estaba vivo. Hacía años me había dado por muerto. Tiemblo de solo pensarlo.

Aquí son pocas las actividades que se realizan. Las reuniones se suspendieron y casi todos los 150 que vivimos en este espacio permanecemos en nuestras casas. Quienes salen lo hacen para no descuidar sus proyectos productivos, como el de las gallinas ponedoras o porcicultura.

Por estos días, en mi cabeza hay un recuerdo recurrente y una preocupación que seguro agobia a muchos por el covid-19.

A finales de la década de los 90 estaba en la selva, en el Caquetá. Un agua de panela y queso me acompañaban y una corazonada me lo avisó. Tras un confrontamiento del que salí vivo, pedí llamar a mi papá, Encarnación, en Arauca.

Del otro lado quien me contestó me avisó de su muerte.

Decir adiós sin poderlo expresar puede ser lo más duro. Eso lo sufrí en la guerra y ahora vivimos una situación similar que puede ser hiriente sin ese simbolismo de la despedida del ser querido y no estar ahí, con ellos, en sus últimos momentos.

En Mesetas también aflora la solidaridad, nuestros principios dictan que los recursos son compartidos entre todos, pues es momento cuando debemos dividir lo que haya para que nadie padezca alguna necesidad.

Cuando todo acabe, seguiré laborando en la Unidad Nacional de Protección, y sueño que mi canto llanero pueda volver a Cravo Norte, Arauca, a visitar a mis hermanos, reproducir los recuerdos que tengo atorados, compartir los lutos de mi padre y mi madre, también sus silencios. 

A medida que cada quien asuma su responsabilidad de quedarse en casa y las consecuencias que esas decisiones tienen para el beneficio de sus seres queridos bajará con lentitud la tensión que todos vivimos en Colombia, pero de momento la soledad sirve para reconocernos como seres humanos, vernos en el espejo, y proyectarnos para el futuro.

GÓMER CEBALLOS
Para EL TIEMPO

*Espere todos los días una entrega de #DiarioDeLaCuarentena, una serie en la que colombianos escriben cómo se vive el aislamiento obligatorio desde sus profesiones.