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Una víctima de las Farc les enseña a leer a hijos de excombatientes

Las Farc desplazaron a la profesora Mariela López dos veces de su vereda, la obligaron a guardar fusiles en la escuela donde trabajaba, se llevaron a algunos de sus alumnos para sus filas, le arrebataron a un hermano y mataron a su esposo en medio de los diálogos de paz. Aun así, ella les enseña a leer, a escribir y a sumar a hijos de excombatientes.

En la Institución Educativa Madre Laura Montoya, de la vereda Llano Grande, de Dabeiba, en el occidente de Antioquia, estudian 72 niños: desplazados, huérfanos por el conflicto e hijos de exguerrilleros.

Hace un año, antes de instalar la zona veredal de las Farc, en la escuela no había tantos niños ni pupitres. Con el desarme de la guerrilla, el país miró hacia Llano Grande, donde el conflicto armado desplazó a casi toda la población en la década de los 90.

La zona alcanzó a tener solo cuatro familias en esa época de guerra, hoy hay 400 habitantes: los campesinos suman 170 personas y las familias de excombatientes, 220, entre ellas, 60 niños.

El aumento de habitantes y la apuesta de paz del Gobierno Nacional ayudaron a que la vereda, ubicada a una hora del pueblo, tuviera un centro de salud, escuela secundaria, vías dignas, agua potable y proyectos productivos para cada familia: cultivos de frutas y legumbres, panadería, modistería y artesanías. También disminuyeron el analfabetismo y el desempleo.

Hoy se ven soldados, policías, desmovilizados y víctimas jugando un partido de fútbol o ayudando a lavar las fachadas de la escuela y las viviendas, mejorando los caminos veredales, la cancha deportiva y las huertas.

Esa reconciliación, que se creía que tardaría años, en Dabeiba fue pronta y empezó en el aula de clases de la profesora Mariela, quien quedó viuda el 16 de junio del 2015, cuatro años después de empezar el proceso de paz entre el Gobierno y las Farc.

Cuando supo que en Llano Grande se instalaría una de las zonas veredales transitorias de normalización de las Farc, quiso irse con sus dos hijas, lejos de esa violencia que le hizo tanto daño.

Tras pedir traslado para otra institución y alistar su maleta, decidió quedarse y creer en la paz. “Mi temor era cómo iba a ser la convivencia con los desmovilizados, el cambio cultural y en qué se me iba a convertir el salón de clases, pero era un reto que debía asumir”, confesó.

Cuando las Farc llegaron a su vereda, Mariela, en vez de darles la espalda, buscó a las mamás y les dijo que las puertas de la institución estaban abiertas para sus hijos. Empezaron clases el pasado 6 de marzo.

Casi 10 meses después, la maestra recuerda esa imagen de los padres con sus niños, tomados de la mano y cargando morrales.

Un día antes, la profesora les contó a sus alumnos que llegarían hijos de excombatientes, entre ellos tres niñas de la etnia embera katío que no sabían hablar español. A los alumnos solo les preocupó el corto tiempo que tendrían para aprender a hablar embera y entenderles.

Juan Rodrigo, de 7 años, quien perdió a sus padres en el conflicto armado, fue uno de los estudiantes que más ayudaron a Mariela.

“Él me dijo: ‘Profe, yo me voy a encargar de una de esas niñas’, y durante el descanso estuvo con la más pequeña, le habló en señas, la llevó a lavarse las manos, a ir por el refrigerio y jugó con ella. Juan Rodrigo sabe que él es víctima de las Farc, y la actitud que tuvo con la hija de un exguerrillero me tocó el corazón”, recordó.

La maestra empezó a hablar de paz y reconciliación en su salón de clases. Supo que para poder hacerlo, primero tenía que sanar sus heridas y perdonar. Lo hizo cuando escuchó de boca de un guerrillero la verdad sobre la muerte de su esposo.

Los niños también la ayudaron a dar ese paso. Marley, de 7 años, y Yarledis, de 5, compañeras de Juan Rodrigo, son felices y nobles pese a que nacieron en el seno de las Farc y crecieron en la selva.

Ellas nunca antes fueron a una escuela ni conocían amigos distintos a los hijos de los compañeros de combate de su papá, Diomedes Osorio, quien estuvo en las filas del frente quinto desde los 11 años de edad.

“Sé que los excombatientes tenemos una imagen oscura y que nuestros hijos cargarán con eso, pero en Llano Grande nos aceptaron bien”, afirmó Diomedes.
Angélica Sépulveda, enlace local del Alto Comisionado de Paz, explicó que los desmovilizados tienen casas dignas, acceso a agua potable, a salud y a educación. Muchos no tenían una identidad ni un registro de nacimiento, hoy cuentan con sus documentos al día.

En la zona veredal nacieron este año 14 bebés. Las excombatientes se ven felices caminando con sus pequeños, dándoles leche materna. Ahora pueden hacer bien su papel de madre y pensar en un futuro sin armas.

En época de guerra, ellas y Diomedes también perdieron algo en el conflicto. Mariela no los juzga. Sabe que, pese al daño que hicieron, también sufrieron.

En esta época de vacaciones, ella sigue con su misión de compartir con los niños. No les dicta clases, pero sí les leyó la novena de Navidad y compartió una oración, un villancico, un dulce o una anécdota con ellos.

En dos décadas como maestra, le tocó la transición de la guerra a la paz. Hace un año vio llegar a los excombatientes a su vereda para empezar el proceso de entrega de armas, que se dio en paralelo en los cinco puntos de Capacitación y Reincorporación, en Antioquia: Dabeiba, Ituango, Vigía del Fuerte, Anorí y Remedios, donde se desmovilizaron 1.000 guerrilleros.

También vio salir los contenedores llenos de armas tras la desmovilización y sintió un alivio muy grande, el mismo que tuvo al perdonar a sus victimarios.

DEICY JOHANA PAREJA 
Medellín
Twitter: @johapareja