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Adelanto de “La cara injusta de la justicia”, de Catalina de Elía y Federico Delgado

tapa CHIOZZA Las cosas de la vida FINAL

La cara injusta de la justicia lleva adelante un exhaustivo análisis del desempeño de la justicia en nuestro país, y al hacerlo contribuye a crear un sentido crítico del funcionamiento del sistema judicial, al tiempo que colabora en el fortalecimiento de los lazos de la sociedad civil y sus demandas de justicia.

Ofrece una acabada explicación de los mecanismos a partir de los cuales se estructura dicho sistema y aborda una descripción detallada (con elementos teóricos) de los distintos aspectos de la justicia argentina. Repasa un conjunto de casos testigo sobre los que se erige el desarrollo teórico (María Ovando, Belén, Ezequiel, Lázaro Báez, José López) y concluye con una entrevista a Jorge Lanata.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

1.4 sociedad civil: Justicia a medida

En este apartado vamos a trabajar un concepto complejo, que quizás se presenta como abstracto, pero que es decisivo para comprender el sinnúmero de interrogantes que atraviesa a nuestro sistema judicial. Esto es así, porque, como mencionamos anteriormente en varias oportunidades, la justicia trabaja con conflictos humanos, con comportamientos humanos y estos ocurren en la sociedad civil. Karl Marx llamaba a la sociedad civil “el hogar de la historia”, precisamente porque allí es donde los hechos ocurren, las personas se relacionan y toman sus decisiones. Es en la sociedad civil donde buscamos afecto, trabajo, reconocimiento o justicia. La vida ocurre en la sociedad civil. Nacemos en esa trama y en esa trama se desarrolla nuestra existencia. Por eso no podemos eludir el tema, aun reconociendo que es muy difícil definirla con precisión.

La sociedad civil consiste en el espacio por el que contradictoria y caóticamente circula el sentido social. Es el ámbito de lo particular, ya que cada persona busca su realización personal allí. Por lo tanto, reina el egoísmo, el interés particular y la búsqueda del beneficio personal. Cada persona adquiere información y toma sus decisiones desde la sociedad civil. Cambiar de empleo, abrir una fábrica, iniciar una carrera universitaria, cambiar de rubro comercial, todo ocurre en la sociedad civil. Las leyes tratan de ordenar ese juego y funcionan, desde el plano teórico al menos, como los caminos que las personas tienen que recorrer en esa búsqueda incesante. Quien se aparta del sendero comete una falta. Y esa falta es la que va a juzgar el sistema de administración de justicia. Aunque volveremos sobre esto, precisamente por ello es tan importante la palabra judicial, porque ratifica o redefine el modo en que se desarrolla el comportamiento de las personas en la sociedad.

Pero la sociedad civil, además, es el espacio en el que nacen las convenciones sociales. Allí se elaboran significados que luego funcionarán como “sentido común”, esto es, como el conjunto de conocimientos y creencias compartidos de una comunidad. Estos perduran en el tiempo, como por ejemplo decir: “¡el gol de Maradona a los ingleses es el mejor de todos los tiempos!”. También en ese espacio las palabras cambian de significado: “boludo” pasó de insulto a designar afecto, “¡qué hacés, boludo!”. Por eso resulta tan importante todo lo que ocurre en la sociedad civil, porque lo que allí sucede, define gran parte del sentido de nuestra vida y es una obra colectiva no necesariamente coordinada por alguien en particular, pero colectiva al fin. Todos somos parte de la elaboración del sentido común. Cada palabra que pronunciamos ratifica o rectifica ese conjunto de conocimientos compartidos. Aunque la palabra de algunas personas tiene más peso que la de otras, lo cierto es que el carácter indeterminado de nuestras acciones, en mayor o menor medida, contribuye a generar el sentido social.

Por ejemplo, hizo falta que el Papa Francisco señalase en la encíclica “Laudato Si” la necesidad de preservar los recursos naturales para que la dirigencia política mostrara algo de interés por el tema. Pese a que los vecinos de Jachal, en la provincia de San Juan, constituyeron una asamblea para defender el agua de la contaminación resultante de los procesos industriales sobre este recurso natural por parte de la empresa minera Barrick Gold, en febrero de 2015, recién el 20 de marzo de 2016 el ministro de Medio Ambiente de la Nación, Sergio Bergman, se presentó a discutir con ellos. Este ejemplo grafica el movimiento entre el Estado y la sociedad civil: el Estado fue a Jachal. Es probable que el impacto de la palabra papal haya tenido un peso importante. Pero nada hubiese sido igual sin el más silencioso, pero seguramente más denso, trabajo de la asamblea. Sin el grito de los vecinos, el ministro no habría visitado San Juan y probablemente sin la palabra papal, tampoco. Las tres acciones fueron necesarias.

Dicho de otro modo: el sentido se construye en la sociedad civil. Un sistema judicial que no preste atención al espacio donde se fabrican  los insumos con los que trabaja nunca puede administrar justicia, en especial, porque el sentido social, en lo que a este texto interesa, se vincula con nociones acerca de lo “bueno” y lo “malo”, lo “justo” y lo “injusto”. Esto es, su relación con la moral en la que operan las leyes que aplica el Poder Judicial. Ya explicamos que nuestra justicia trabaja con el “manual positivista”, que separa la moral del derecho, y que ello trae aparejado que las decisiones sean formalmente legales, pero no necesariamente justas. Porque para ese paradigma, el sentimiento moral de justicia no tiene nada que ver con la ley. También afirmamos que allí está anclada una de las razones que separa a la justicia de la ciudadanía. Pero hay otras que separan a jueces y fiscales del pueblo y que también se relacionan con valores morales.

Por ejemplo, los privilegios de los integrantes del sistema judicial como la exención del impuesto a las ganancias, cimentada en una premisa que perdió trascendencia histórica. Lo explicaremos brevemente. El sistema judicial es el más débil de los poderes del Estado. El Ejecutivo tiene a su cargo el poder de las fuerzas armadas y de las policías. El Legislativo tiene la chance de elaborar las leyes y asignar el presupuesto, es decir, la cantidad de dinero que cada departamento estatal puede gastar. El Judicial, en cambio, necesita, para cumplir sus decisiones, de la policía que pertenece al Ejecutivo y para trabajar todos los días, del dinero que le asigna el Parlamento. Frente a esa debilidad, solo mitigada por la posibilidad de declarar inconstitucionales las leyes, la Constitución Nacional dotó de algunos privilegios a los magistrados. Uno de ellos tiene que ver con que conservan sus cargos mientras dure su buena conducta. El otro, con la intangibilidad del salario de la que deriva la exención del impuesto a las ganancias. La idea es que con esas protecciones se preserve la independencia de los jueces.  Sin embargo, frente a la complejidad de la vida social, esas protecciones carecen de eficacia práctica. La independencia judicial se puede afectar de varias maneras. Ya no se justifica la exención de impuestos que viola la regla de la igualdad ante la ley del artículo 16 de la Constitución Nacional. Por ejemplo, de acuerdo con la nota de Horacio Verbitsky en Página/12 del 17 de julio de 2016, Aerolíneas Argentinas decidió que los ministros de la Corte Suprema de Justicia de la Nación,  en cualquier vuelo de la compañía, pueden trasladarse desde los asientos de clase turista a primera sin pagar la diferencia, siempre que haya espacio. Esa prebenda constituye un sutil mecanismo con capacidad para afectar la subjetividad de los jueces a la hora de tomar decisiones.

La palabra judicial interviene directamente en ese hogar de la historia que es la sociedad civil y, al mismo tiempo, es la forma que tiene el Estado de intervenir en el “sentido común” y el modo en que acompaña el movimiento de esta. Ese acompañamiento puede ser progresivo o regresivo en relación a las mayorías y las minorías. Cuando el sistema judicial consagra la impunidad de los delitos contra el Estado, está enviando un mensaje poderoso al conjunto del funcionariado: afectar el patrimonio público carece de consecuencias. Del mismo modo, si el sistema judicial encarcela a un funcionario que se enriqueció ilícitamente y, a la par, no castiga al empresario que fue cómplice en ese enriquecimiento, también está enviando un poderoso mensaje a los empresarios: sobornar a funcionarios carece de castigo. Estos dos supuestos revelan el carácter regresivo del mensaje judicial que funciona como un incentivo que permite el saqueo del patrimonio público. Un saqueo que así como llena los bolsillos de los corruptos, deja a los hospitales públicos sin infraestructura. Lo que intentamos reafirmar permanentemente es que la palabra judicial tiene un impacto que a menudo no es mensurado en toda su dimensión.

El 13 de junio de 2013, Carlos Saúl Menem fue condenado a siete años de prisión efectiva por los delitos de contrabando y encubrimiento. Tras dieciocho años de investigación se convirtió en el primer presidente cuyo destino fue la cárcel. Hasta julio de 2016 no había cumplido un solo día de prisión, este es un claro ejemplo de impunidad. Pero, a veces, la palabra judicial tiene efectos progresivos para las mayorías. El 27 de noviembre de 1986,3 en el caso “Sejean”, la Corte Suprema de Justicia de la Nación, resolvió que la prohibición del divorcio era inconstitucional. Ese día la Corte Suprema se puso del lado de la libertad. En estos mensajes queda resumida la potencia de la palabra judicial para incidir en las costumbres y hábitos ciudadanos.

Los mensajes que envía la administración de justicia a la ciudadanía son contradictorios. No obstante, es evidente que de la mano de ese rancio positivismo que separa el derecho de la moral, la justicia eligió intervenir más cerca del poder de turno que en el barroso terreno de la sociedad civil. La justicia privilegia analizar los conflictos como si fuesen exclusivamente problemas entre leyes, entre frías y formales leyes. Así, prescinde de los contextos, pero en los contextos están los cuerpos, los dolores, los ánimos y las motivaciones.

Los contextos se encuentran en la sociedad civil. El sistema judicial tomó la decisión de alejarse de la sociedad civil. En esa separación yace uno de sus dramas principales, porque separó la ley de la justicia, algo impensado en la antigua Grecia o Roma. Jueces y fiscales se preocupan porque las sentencias sean legales, mas no les interesa que sean justas. Gracias a ese enfoque, el privilegio de Aerolíneas Argentinas a los jueces de la Corte puede ser legal y que Menem no haya ido a prisión, porque tenía fueros parlamentarios derivados de su cargo de senador, también.  La elección filosófica del positivismo, entonces, no es un vano recurso abstracto, sino que es el medio por el cual la justicia le informa a la sociedad civil que su intervención es acotada a un conflicto entre leyes. Por lo tanto, que en un barrio de emergencia no haya servicios públicos será un problema de presupuesto ajeno al sistema judicial y propio del Parlamento. Sin esa perspectiva positivista, las carencias que envuelven a los barrios populares podrían ser un rasgo de comportamientos estructurales de la sociedad, en los que la palabra judicial podría intervenir de muchas maneras.

Desde el otro lado, también la indiferencia de la sociedad civil estimula ese comportamiento judicial. La despolitización de la vida juega un rol importante en el formato de la administración de justicia. La política no la entendemos como la militancia partidaria, sino solo como un modo de participación. Nos interesa en clave clásica, esto es, como la preocupación por los asuntos comunes. La ausencia de participación ciudadana en los asuntos públicos, de algún modo, también incentiva que la administración de justicia se mueva de acuerdo con la “simpatía”, como ya explicamos.

Es cierto que existen muchas causas que explican la indiferencia ciudadana. La despolitización no es un fenómeno natural. Responde al feroz disciplinamiento al que fue sometida la sociedad argentina en los  últimos cuarenta años. Primero a través de la reforma social emprendida a sangre y fuego ocurrida entre 1976 y 1983. La dictadura reformó la sociedad a través de la desaparición, la tortura y la muerte. Tuvo dos éxitos muy específicos, desmovilizó a la ciudadanía y la recluyó en la esfera privada. Dejó el campo social libre para una colación que completaría esa reforma, la de tecnócratas formados en las academias del exterior que implantarían lo que luego se conoció como reformas neoliberales. Pero para que los tecnócratas pudieran llegar al poder de la mano de Carlos Menem hubo otro disciplinamiento, el derivado de las hiperinflaciones que son trágicas para una sociedad que funciona en base al capitalismo, ya que anulan las chances de intercambios al disolver la principal convención: la del dinero. La muerte dictatorial y la pérdida de referencias de sentido derivadas de las hiperinflaciones dejaron el terreno libre para el neoliberalismo. Dentro de esa zona liberada, hallamos la indiferencia.

De todas maneras, el disciplinamiento permite comprender pero no puede funcionar como excusa. Más allá de ello, la superposición de clivajes propia de toda sociedad compleja, como la argentina, permite entrever reacciones. La participación ciudadana en algunos casos judiciales modificó la forma de hacer justicia. Y lo hizo en cuanto a los tiempos y en cuanto a la reconciliación de la ley con la justicia. Jueces y fiscales trabajaron mejor y más rápido, a la vez que se alejaron del rancio positivismo y reconciliaron los valores morales derivados del sentido común, con la ley positiva. Pensemos en los casos de “Once”, “Cromañón” y “Mariano Ferreyra”. En ellos, una sociedad civil atenta y acompañada por los medios de comunicación aguijoneó a jueces y fiscales, no permitió demoras y, aún más importante, vetó cualquiera de los habituales juegos formales de la justicia. Esos juegos son las discusiones plagadas de especulaciones que apuestan al paso del tiempo y al olvido, para transformar dramas sociales en discusiones técnicas que carecen de importancia teórica y real pero que resultan funcionales a la impunidad.

Por ejemplo, Lucas Trasancos atropelló y mató con su auto de alta gama, en 2013, a una pareja de humildes motociclistas, cuando iba a toda velocidad en el barrio porteño de Flores. El Tribunal Oral en lo Criminal N° 7 lo condenó a cuatro años y dos meses de prisión por homicidio culposo. Ello provocó la indignación de los familiares y amigos de la pareja porque habían pedido 25 años de prisión. Sentían que los  jueces se habían refugiado en tecnicismos que se tradujeron en una pena notablemente menor para quien había atropellado intencionalmente a dos personas. Además, era difícil disociar la diferencia de recursos económicos entre un joven de clase media acomodada y una humilde pareja de trabajadores.

Lo concreto es que la sociedad civil y la justicia se retroalimentan. La sociedad civil marca los movimientos de la justicia y esta penetra a aquella con su palabra. Ambas constituyen momentos de una relación social. La cuestión de las relaciones entre sociedad civil y Estado constituye el problema central y es decisiva. El uso del positivismo como herramienta de trabajo de la justicia reduce los conflictos humanos a una cuestión técnica, por eso la justicia permanece alejada de los ciudadanos.

El positivismo se enmarca en la concepción liberal que separa al Estado de la sociedad civil y los enfrenta. El Estado sería una suerte de árbitro exterior que se limita a funciones muy pequeñas relacionadas con vigilar que se cumplan las reglas de juego de la oferta y la demanda, que hacen posible el funcionamiento del mercado. En esta lógica mercantil no hay espacio para que el derecho y la moral se mezclen. Se apuesta al mercado como el mecanismo para distribuir los recursos económicos, sociales y culturales de una comunidad. El mercado consagra ganadores y perdedores. En este esquema se explica por qué los jueces fallan de acuerdo con el factor “simpatía”, quien gana la competencia electoral necesita sentencias que lo acompañen y allí están los jueces y fiscales para satisfacer esa necesidad del mercado.

Desde nuestra perspectiva resulta evidente que la relación entre el Estado y la sociedad civil es diferente. Se trata de un vínculo de ida y vuelta en el que ambos momentos de la vida social se afectan recíprocamente. El Estado es algo más que un aparato de coerción y la sociedad civil, algo más que el reino de la particularidad. De ambas esferas surge el contenido ético del Estado, es decir, aquello que está bien y que está mal y en lo que colectivamente estamos casi todos de acuerdo, más allá de los gustos personales. Esto es, ese núcleo de coincidencias básicas que nos une como sociedad. Y en ese esquema, nos parece de una enorme importancia la palabra judicial, porque es el reconocimiento estatal de los significados que se construyen en la sociedad civil.

Lo graficaremos con un ejemplo: hasta hace unos pocos años la prostitución era definida por la sociedad como una elección de vida personal. La fragmentación social, la pobreza y la ausencia de trabajo  comenzaron a mostrar que bajo la palabra “prostitución” se alojaba una feroz explotación de personas que en situación de vulnerabilidad se convertían en rehenes de empresarios que lucraban con sus cuerpos. Algunas voces sensibles encendieron luces de alarma, pero había mucha resistencia social. El debate se agudizó, hasta que la justicia empezó a definir que, efectivamente, todo aquel que se aprovechara de una persona vulnerable, ya sea para explotarla sexualmente o laboralmente, cometía el delito de trata de personas. De alguna manera, la justicia envió un mensaje duro a la sociedad civil, en el que tomó partido del lado de la autonomía individual sometida a las leyes del mercado, y la sociedad civil recogió el mensaje judicial. Actualmente, lucrar con las necesidades de las personas vulnerables, captarlas para que otro explote sus cuerpos o ayudar a blanquear el dinero derivado de ese delito, constituye un comportamiento castigado por la justicia.

Esta perspectiva se inscribe en una concepción del Estado que no se limita a la imagen liberal del Leviatán que todo lo devora. No pensamos el Estado como un sujeto único que monopólicamente impone decisiones, sino como el resultado de una construcción social permanente. Por ello, el aparato institucional y los aparatos que conforman la sociedad civil, atravesados por clivajes superpuestos, se mezclan y retroalimentan entre sí.

Por este motivo es tan importante resaltar la importancia de la indiferencia colectiva y la tolerancia ética hacia la corrupción, condensada en la expresión “roban pero hacen”. Esta frase es potente y resume doce años de tolerancia de la sociedad civil hacia la corrupción durante el gobierno kirchnerista. Condensa viejos reclamos históricos que vieron la luz durante esos años. En esa clave se inscriben la política de derechos humanos, el reconocimiento de nuevos derechos como el matrimonio igualitario, el voto de los jóvenes mayores de dieciséis años, la Ley de Medios de Comunicación que derogó el esquema que persistía desde la dictadura. También la bonanza económica.

Incluso algunas leyes que causaron profundas reformas en el statu quo del país generaron la reacción de algunos grupos económicos que se sintieron perjudicados y que recurrieron a la justicia. Pero la justicia no se comportó de modo imparcial. Tomó partido en esa lucha entre el Estado y algunos poderes fácticos. Estamos pensando no solo en la Ley de Medios de Comunicación, sino en la estatización de los fondos de las Administradoras de Fondos de Jubilaciones y Pensiones, que permitió  al Estado ingresar como accionista a las grandes empresas de capitales nacionales y extranjeros y, por lo tanto, participar en la toma de decisiones de las poderosas empresas privadas. Decíamos que el sistema judicial tomó partido. Y esa toma de partido esmeriló su legitimidad. Los ciudadanos no creían en las decisiones de los jueces y los fiscales, las consideraban como parte de esa puja entre el gobierno y los grupos empresarios. Dicha ausencia de legitimidad también alimentó la indiferencia ciudadana hacia la corrupción. Esto quiere decir que la administración de justicia también colaboró con la apatía ciudadana al mezclar su rol y entrelazar sus objetivos generales con los particulares de los empresarios.  Los empresarios constituyen un tema en sí mismo. Aunque no hay estadísticas oficiales, es obvio que los empresarios no suelen ir presos ni tampoco se los complica judicialmente. Son contados los casos en que la mano de la justicia alcanzó a los empresarios. Los empresarios, lógicamente, son parte de la idiosincrasia de la sociedad, tienen sus vicios y sus virtudes. No obstante, permanecen fuera de la accountability social, política y mediática. Los empresarios lucran pragmáticamente con todos los productos sociales. Además, tienen una posición privilegiada por varias razones. Son dueños de medios masivos de comunicación y participan desde ese lugar en la creación de la agenda pública. Con su dinero penetran las estructuras del Estado; financian campañas políticas; poseen universidades; fundan estudios de abogados; auspician becas, viajes y programas de capacitación de jueces y fiscales, así como espacios televisivos y radiales de periodistas. Por esa capacidad de penetración en los distintos ámbitos de la sociedad política y la justicia, los empresarios están altamente blindados al código penal. Son contados con los dedos de una mano los casos de los empresarios comprometidos en la justicia. En general, a pesar de la justicia, porque sus problemas suelen derivar más de internas en la relación entre los propios empresarios y el Estado, que en el interés judicial por perseguirlos. Por ejemplo, respecto del caso del empresario kirchnerista Lázaro Báez hubo un debate vinculado a quienes deberían acompañarlo en su camino judicial. El propio Báez denunció su sociedad con Ángelo Calcaterra, primo del presidente en ejercicio, Mauricio Macri. Sin embargo, y pese a lo que de hecho fue una confesión de Báez, la justicia no la incluyó en esa investigación.

El caso del propio presidente de la Nación, Mauricio Macri, es paradigmático. Estuvo procesado por el delito de contrabando cuando  era empresario en la firma de su familia. La Corte Suprema de Justicia de la Nación formada por Carlos Menem en los años 90, para garantizar decisiones judiciales clave durante su administración, lo exoneró de culpa y cargo.

La historia empezó en el año 1993, cuando la justicia investigó las prácticas de la empresa Sociedad Europea de Vehículos en Latinoamérica (Sevel). Esa firma era conducida por la familia Macri, Franco y Mauricio eran sus rostros más visibles. La causa tuvo muchas idas y venidas, pero las irregularidades detectadas en las maniobras de exportación llevaron al procesamiento de ambos, hacia el mes de febrero de 2001. Finalmente, el caso llegó a la Corte Suprema y el tribunal los absolvió.

Algunos años más tarde, Néstor Kirchner recogió el humor popular que destilaba una regeneración institucional e impulsó el juicio político a esa Corte conocida como “la mayoría automática”. Uno de los cargos que formuló la acusación, a cargo de la diputada Elisa Carrió, fue el caso “Macri”, pues ingresaba en la causal de destitución llamada “mal desempeño en sus funciones”. Los jueces fueron destituidos.

La Comisión de Juicio Político de la Cámara de Diputados, concretamente, acusó a los jueces de obstruir el debido proceso y de perjudicar al Estado al impedir la percepción de impuestos aduaneros.

Alrededor de diez años más tarde, Mauricio Macri, ya devenido un político experto y aliado con Elisa Carrió, formó una coalición que triunfó en las elecciones del año 2015. Una de las banderas de la campaña fue hacerse cargo del reclamo de justicia. Semejante transformación, de empresario procesado a líder republicano, solo pudo producirse por los privilegios derivados de su condición de empresario.

La cara injusta de la justicia

La cara injusta de la justicia permite acercar al gran público una de las problemáticas que nos atraviesan como sociedad.

Escrita por: Catalina de Elía y Federico Delgado

Publicada por: Paidos

Fecha de publicación: 11/01/2016

Edición: 1a

ISBN: 9789501294712

Disponible en: Libro de bolsillo