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Cenando con mongoles: una de las formas más crueles de morir

La religión mongola no permitía el derramamiento de la sangre de los nobles. Por esta razón, los mongoles idearon métodos crueles pero permitidos para matar a los reyes y príncipes capturados.

Pintura de líderes mongoles celebrando un festín sobre príncipes derrotados. Crédito: historycollection.com.

En 1223, la horda mongola de 20.000 guerreros de Gengis Kan bajo el mando del general superior Subotai, derrotó brillantemente al fuerte ejército de 80.000 hombres de los Rus (una tribu eslava), en lo que se conoce hoy como la batalla del río Kalka.

Los mongoles mataron a más del 90 % del ejército de Rus y capturaron a sus líderes, como Mstislav, príncipe de Kiev.

Para ejecutar a Mstislav y al resto de los nobles capturados, los colocaron en el suelo y cubrieron con una plataforma de madera. Los comandantes del ejercito vencedor entonces celebraron un festín de victoria en esa plataforma mientras los pobres nobles se asfixiaban y morían aplastados debajo. Solo basta imaginar los gritos y el aplastamiento de los huesos de los moribundos mientras Subotai le pedía a uno de sus hombres que le alcanzara una copa de vino.

Tengri y Eje

En la religión mongola, el derramamiento de sangre de un rey o noble ofendía a su dios del cielo, Tengri, e insultaba al espíritu de la Tierra, Eje.

Derramar la sangre de la víctima en el suelo evitaría que la víctima existiera en el Más Allá, convirtiéndose en la nada misma.

Símbolo utilizado por los tengristas, que representa la estructura del universo, el dios Tengri, la abertura del techo de una yurta y el tambor de un chamán.

Si se derramaba la sangre real, entonces, los dioses castigarían a los mongoles con terribles desastres naturales.

Sin embargo, los mongoles —incluido el propio Gengis Kan— tenían talento para la religión. Interpretaron la ley divina de una manera que les permitió asesinar a miembros de la realeza y nobles. De hecho, las muertes de la aristocracia se volvieron aún más crueles usando muchas de estas soluciones.

Creían que tenían que ejecutar a un miembro de la realeza sin dejar que la sangre tocara el suelo. Si la sangre abandonaba el cuerpo, era aceptable.

Ejecuciones religiosamente aceptables

Las soluciones alternativas religiosamente aceptables para la ejecución de nobles incluían:

  • Coser los orificios de la víctima y arrojarla a un río.
  • Verter metal fundido en los ojos y oídos de la víctima.
  • Hacer rodar a una persona en una alfombra y hacer que los caballos pisoteen a la víctima.
  • Romper la espalda levantando a una víctima y golpeándola contra la rodilla del verdugo o sobre una roca cercana.
  • Poner a las víctimas debajo de los tablones y dejar que se asfixien mientras están sentados en los tablones.

Veamos, por ejemplo, un par de ejemplos históricos registrados.

En 1258, los mongoles capturaron Bagdad, el centro cultural del mundo musulmán. Masacraron a sus habitantes y quemaron los edificios. Enrollaron al califa Al-Musta’sim en una alfombra y lo pasaron por encima con caballos. No se derramó sangre, pero el pobre califa murió de una muerte terrible.

En 1219, los mongoles invadieron el Imperio jorezmita (actual Afganistán, Irán y Asia Central). Durante la invasión, capturaron a Nalchuq, miembro de la familia real. A este noble lo mataron vertiendo plata fundida en sus ojos y oídos para castigarlo por su obsesión por la riqueza.

Si has visto la serie Games of Thrones, lo anterior te sonará. En la serie, el jefe bárbaro Khal Drogo mata al príncipe Targaryan Viserys vertiendo oro fundido sobre su cabeza.

Conclusión

Para poner las cosas en perspectiva, en el siglo XIII, las ejecuciones eran brutales en todas partes. No solo entre los mongoles, sino también en Europa. Incluso en el cosmopolita Imperio bizantino, los emperadores depuestos solían ser cegados y morían de infección, una muerte igualmente cruel.

No obstante, la idea de aplastar a las víctimas hasta la muerte debajo de la mesa mientras se cena encima de ellas parece especialmente cruel y sádica. ¡Buen provecho!

Por Peter Preskar. Edición: MP.