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Dejen a la abuela en paz

La cita es en la filial de un restaurante de éxito, una de esas segundas marcas que buscan en lo casual la reivindicación popular y la solvencia económica de las que suele carecer la alta cocina. Me dicen que el propósito es mostrar la cocina de las abuelas y como cada vez que escucho las palabras abuela y cocina unidas en la misma frase, se me encienden todas las alarmas. Una de mis abuelas tenía a bien convertir la cocina en una actividad de riesgo y la vida se ha ido ocupando de enseñarme que no estaba sola. Son una legión. He conocido muchas abuelas que ayudaron a definir el auténtico significado del término casual aplicado a la comida: ocasional, inesperado, infrecuente y sobre todo azaroso. Todo lo contrario de lo que se debe esperar de la cocina concebida como un negocio, pero así van las cosas en el nuevo orden del universo foodie. Cada cosa lleva su etiqueta, aunque no responda a la realidad con la que queda emparejada.

De primeras, el asunto pinta bien. La pizarra instalada en la entrada al comedor ofrece media docena de platos con nombres que muchos tenemos marcados en el eje central de la memoria y la explicación, ya sentados a la mesa —nos dicen que vamos a comer como un domingo en casa de la abuela; platos familiares y fuentes al centro para que cada quien se vaya sirviendo—, ayuda a reforzar los vínculos que la cocina va tejiendo entre los recuerdos. Prometen sabores y aromas con memoria a casa propia… o ajena. No son pocos quienes se vieron en la tesitura de buscarla más allá de la mesa familiar. Nunca disfrutaron de madre, abuela, tía u otro pariente en segundo o tercer grado que le cocinara con solvencia.

El desarraigo fue siempre mi lugar en la ecuación de la cocina familiar y parece que las cosas no van a cambiar hoy. Los buñuelos de sesos que abren el almuerzo llegan como un mazazo que liquida cualquier esperanza. Donde debió haber una pieza de masa ligera y crujiente enmarcando la suavidad y el tenue sabor de los sesos hay otra, blanda y pastosa, que oculta la naturaleza del que debería ser el protagonista del plato. Uno a cero a favor del desarraigo. Empiezo a entender que este discurso que sitúa a las abuelas en el centro del altar culinario anuncia al mismo tiempo la puerta de un campo minado. Para mí que aquí han cocinado al menos dos abuelas diferentes. Definitivamente los buñuelos corresponden a la abuela Hyde y la lengua en vinagreta que los sigue en la mesa —sabrosa, grata y cercana— cobraron vida en el obrador de la abuela Jekyll. Lo que se viene después son unos canelones. Los recibo con la esperanza estallando en el centro de los ojos, pero aquí parece haberse impuesto la alternancia: esta vez cocina la señora Hyde y el resultado vuelve a ser singular. No por el hecho de que en una parte de Latinoamérica llamen canelones a unas crepes rellenas, lo que puede llamar la atención, sino por ese capricho del destino que nos puso en brazos de una abuela con pocos recursos y el relleno no pase de ser una anécdota en el océano de harina cruda que definen unas crepes necesitadas, ante todo, de cocción. La memoria es un arma de doble filo cuando se aplica a la comida. Es uno de los grandes argumentos de la cocina de nuestro tiempo pero también puede dar lugar a muchas decepciones.

El pastel de papa precipita definitivamente el almuerzo hacia el abismo de la desesperanza. Son cuatro dedos de puré, divididos al centro por una rala capa de carne picada; un plato de fin de mes en una casa humilde con familia numerosa. Tremendo ejemplo del trabajo de las cocineras populares que convierten el apaño para sobrevivir en una demostración de sabiduría culinaria, pero muy lejos de lo que se espera en un comedor de pago. Con cada fuente que llega a la mesa aumenta la plantilla de abuelas que habitan esta cocina. Siempre es duro decirle que no a una abuela, pero deberían quedarse con la que sabe cocinar.

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