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El viaje más triste

Agadez es una ciudad bella y dura. Durante el imperio Songhai se levantó la Gran Mezquita cuyo icónico minarete de arcilla domina las calles de tierra con sus 27 metros trinchados por vigas de madera que sobresalen.

Al alejarse un poco del centro indefinido aparece más si cabe la severidad de esta puerta del desierto que los inmigrantes han rebautizado como la puerta del infierno. Tiene sentido desde esta parte que llaman “los guetos”. La división por país de origen se inicia desde que llegan a la estación de autobuses. Allí mismo les esperan para ofrecerles el alojamiento provisional hasta que consigan salir hacia el norte, logística que también le ofrecerán sus caseros temporales. No llevan apenas dinero como precaución ante robos y “retiradas de efectivo” de las policías en los distintos países que han cruzado. Cuando acuerden los precios finales acudirán al MoneyGram desde donde se ve el minarete y pagarán directamente a su conductor, generalmente un tuareg o un toubou, Nada sorprende, todo parece estandarizado y paquetizado. Si acaso llama la atención la presencia de cientos de senegaleses, gambianos o mauritanos, que vienen hasta aquí para intentar llegar a Europa. No hay respuestas claras. El por qué más común es la información que otros les han dado, otros que consiguieron llegar a Grecia, Italia o España. Les domina la ilusión aunque admiten estar preocupados.

No muy lejos hay otro punto en el que se juntan unos 500 inmigrantes que no se esconden. En el Centro de Acogida hay una recinto abierto donde las caras son todas tristes, las miradas esquivas y reina un silencio incomprensible. A la derecha, una pequeña caseta en la que se presenta un decálogo de normas de convivencia en francés e inglés. Hay una decena de mujeres con niños sentadas a la sombra y un grupo de 10 hombres parece que van a iniciar un partido de fútbol con cierta pesadez. Todos ellos han hecho el viaje de retorno. Hawa, una guineana de Conakri se encarga de la asistencia a las mujeres en el Centro. Repite varias veces “protección” durante la conversación y explica la vulnerabilidad que han sufrido, más aún en el viaje de vuelta, sin recursos y la mayoría con niños.

A Anika no le queda nada. Toda la fragilidad aparece ahora, después de que vendiera lo poco que tenía, después de un trayecto muy largo desde Nigeria, después de unas semanas “terribles” en Agadez hasta encontrar la salida al desierto. Intentó una ruta por Libia. No fue suficiente y confiesa que “hiciera lo que hiciera no tendría para llegar a Europa”. Llegó con muchas dificultades hasta aquí porque sabe que la repatriarán. Aún tardará unos días y algunas comprobaciones, pero le proporcionarán un billete de autobús para llegar a casa. Cuando dice que no le queda nada da a entender que no habla solo de dinero. Hay algo sobre el relato. Sobre su credibilidad para explicárselo a su familia. Y hay algo sobre si le queda fuerza para empezar de nuevo. Los silencios impresionan. Su hijo Yizo corre descalzo en la puerta del Centro. La ropa que lleva hoy se la ha regalado una vecina.

Tomás Pastor.‘);»>
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Yizo, el hijo de Anika, juega en la calle junto al Centro de Acogida en Agadez

El padre de Samuel vendió un terreno y una casa pequeña en Camerún para que él intentase llegar a Alemania. Evita detalles aunque habla de un tramo a través de Argelia desde donde volvió cuando se quedó sin dinero. También sabía que desde aquí le pagarían al menos parte de la vuelta. Se ha encontrado con Eric, dice que de un pueblo cercano al suyo, al que detuvieron aún en Niger, a 100 kilómetros de las minas de Arlit. En esos casos también llegan aquí desde donde les repatrian.

– Eric, ¿volverás a intentarlo?

– No me queda nada.

El autor

Texto y fotos de Tomás Pastor (@tomas_pastor), vicepresidente de la ONG Acoger y Compartir. Tomás se encuentra viajando por Níger y Burkina Faso para visitar a las comunidades con las que trabaja esta organización.