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La extraña teoría de 22 billones de extraterrestres habitando nuestro sistema solar

En la década de 1830, un ministro de la iglesia y astrónomo aficionado intentó calcular el número de criaturas inteligentes en nuestro sistema solar. Más de 180 años después, te contamos sobre cómo llegó a la cifra definitiva.

En 1837, el científico escocés Thomas Dick tuvo una gran idea. Una idea muy, muy grande: construir «un enorme triángulo o elipsis de muchos kilómetros de extensión en Siberia o en cualquier otro país». Calculó que debido a que hay unos 22 billones de extraterrestres viviendo en nuestro sistema solar, de los cuales 4.200 millones están en la Luna, incluso si no tienen tecnología de telescopio para espiar la estructura triangular, seguramente algunos tendrían ojos lo suficientemente poderosos como para verlo sin ayuda.

Tal vez dándose cuenta de la loca idea que era, agregó: «En todas las épocas del mundo se han ideado y aplicado planes mucho más tontos y pretenciosos del que propongo».

¿Pero cómo llegó Dick a esas cifras? En ese momento, había un promedio de 280 personas por milla cuadrada en Inglaterra. Y debido a que pensó que cada superficie de nuestro universo tiene vida, naturalmente ocurriría con aproximadamente la misma densidad de población. Entonces, desde cometas y asteroides hasta los anillos de Saturno, si supieras qué tan grande es algo, podrías adivinar cuántos seres viven allí. Así, Júpiter sería el objeto más poblado del sistema solar, con 7 billones de seres. El menos poblado sería Vesta, el segundo asteroide más grande del cinturón de asteroides, con solo 64 millones.

Y aunque Dick era un voraz científico, también era un hombre muy religioso, uno de los últimos llamados teólogos naturales —que buscaba señales de la influencia de Dios en la naturaleza, es decir, sin recurrir a ninguna revelación sobrenatural—. Para este astrónomo, simplemente no tenía sentido que Dios hubiera creado el cosmos solo para tenerlo desocupado. Necesariamente tenía que haber criaturas capaces de disfrutar de su belleza, porque Dios quiere que se aprecie toda su obra.

En su libro Celestial Scenery —que cuando no está divagando es bastante interesante— Dick escribe: «Esta es una conclusión que no es meramente probable, sino absolutamente cierta, porque la opinión opuesta robaría a la Deidad el atributo más distintivo de su naturaleza, negándole virtualmente la perfección de la sabiduría y la inteligencia infinitas».

Tabla de población de los planetas del sistema solar, según su superficie y la densidad de población de Inglaterra.

Y si crees que las cascadas y las puestas de sol aquí en la Tierra son alucinantes, el autor promete que te sorprenderá lo que verías en otros planetas: «¿Qué deberíamos pensar de un globo que aparece en nuestro cielo nocturno 1.300 veces más grande que el tamaño aparente de la Luna, y que cada hora asume un aspecto diferente?»

«¿Qué deberíamos pensar de un globo que llena la vigésima parte del cielo y está rodeado de inmensos anillos, en rápido movimiento, difundiendo un resplandor sobre todo el cielo?», agrega en referencia a las vistas desde alguna de las hipotéticamente habitadas lunas de Saturno o desde sus propios anillos —también poblados según Dick—.

Sin dudas es una imagen preciosa. Una escena como la que vemos realizadas en la ciencia ficción moderna, pero pensada por un cerebro humano que funcionaba hace dos siglos.

Interpretación artística de una vista de Saturno desde su luna Titán.

Uno podría pensar que vivir en otros mundos puede ser difícil, pero Dick nos asegura que están organizados de manera muy parecida a la Tierra, con montañas, valles y demás. La Luna en particular tiene «una inmensa variedad de elevaciones y depresiones», y aunque —dada su distancia— no podemos observar directamente tales características en Júpiter, Saturno o Urano, cuando la luz los golpea, revela «las manchas y las diferencias de sombra y color que a veces se distingue en sus discos», delatando así las superficies irregulares de debajo. (Sabemos hoy, por supuesto, que todos estos son, de hecho, gigantes gaseosos).

Dios también proporciona atmósferas en otros cuerpos planetarios, «pero no tenemos ninguna razón para concluir que son exactamente similares a la nuestra». La atmósfera de Marte, por ejemplo, es más densa que la nuestra, lo que le confiere al planeta ese hermoso tono rojo (en realidad, es menos denso). Otros pueden ser tan delgados que permiten a sus habitantes «penetrar en el espacio mucho más lejos de lo que podemos hacerlo nosotros», con la ventaja añadida de que tal atmósfera podría «elevar sus espíritus al nivel más alto de éxtasis, similar a algunos de los efectos producidos en nuestro cuerpo al inhalar ese líquido gaseoso llamado óxido nitroso».

Thomas Dick.

Retrato de Thomas Dick junto con su firma.

Sin embargo, existe el problema bastante evidente de la aplastante gravedad de un planeta del tamaño de Saturno. Aunque Dick postula que «la densidad de Júpiter es poco más que la del agua, y la de Saturno aproximadamente la densidad del corcho». Por lo tanto, Júpiter tendría una gravedad solo dos veces mayor que la de la Tierra —no tan terrible en el gran esquema de las cosas—.

Por más extraño que pueda parecer todo esto, observe cuán científico era este astrónomo escocés acerca de su teoría. Esto no era un mero soñar despierto. Tenía números y principios, y con ellos formuló una idea tremendamente errónea, empero la ensambló de manera bastante lógica.

Y ni siquiera fue el primer científico en argumentar que la vida existía en otras partes de nuestro sistema solar. Lejos de eso: no fue otro que el famoso astrónomo William Herschel quien argumentó que no solo había vida en todos los planetas, sino también en el Sol. Ese resplandor cegador que vemos es simplemente una atmósfera luminosa que esconde una superficie rocosa que rebosa de vida.

Curiosamente, fue el hijo de Herschel, John, quien eclipsó indirectamente a Dick de una manera épica.

Gigantes en la Luna

Según Paul Collins en su libro Banvard’s Folly: Thirteen Tales of People Who Didn’t Change the World, el 21 de agosto de 1835, el New York Sun lanzó una explosiva historia: el astrónomo Sir John Herschel había erigido un enorme telescopio en Sudáfrica que podía magnificar los cuerpos celestes 42.000 veces. Y cuando apuntó a la Luna vio un campo de amapolas.

Todo fue un engaño, pero la edición se vendió como loco. Y así, cuatro días después, el periódico arrojó otra bomba: la siguiente vez, Herschel vio bisontes en la Luna. Y no solo bisontes, sino monstruos de «color plomo azulado, del tamaño de una cabra, con cabeza y barba, y un solo cuerno, ligeramente inclinados hacia adelante desde la perpendicular». No solo eso, sino castores bípedos tan altos como los humanos. Según el relato del Sun, Collins los describió «patinando con gracia entre sus aldeas de chozas altas, todas con chimeneas, lo que demuestra que están familiarizados con el uso del fuego».

John Herschel (1815-1879), fotografiado por Julia Margaret Cameron en abril de 1867.

Luego, el 28 de agosto llegó el giro inesperado. Herschel había visto humanos allá arriba en la Luna, humanos de 4 pies de altura «con cabello corto y brillante de color cobre, y alas compuestas por una membrana delgada», informaba el periódico. Habían construido pirámides gigantes de zafiro y, al parecer, les gustaban los pepinos. Quizás lo más importante para los periodistas perpetradores del fraude —Richard Adams Locke (un descendiente del filósofo John Locke) y el editor del Sun Moses Beach— es que el New York Times y el New York Evening Post habían respaldado las afirmaciones como completamente plausibles.

Esto dio pie a un momento ideal para que los autores recopilaran sus historias en un libro: Grandes descubrimientos astronómicos realizados últimamente por Sir John Herschel en el Cabo de Buena Esperanza. Y así, como quien no quiere la cosa, 60.000 copias se agotaron en un santiamén.

Locke finalmente cometió el error de confiarle su secreto a un amigo periodista (como si necesitaras otro recordatorio para no confiarle secretos a los periodistas), y todo se vino abajo. El Sun, siempre campeón del bien público, afirmó —no es broma— que en realidad todo era un servicio público para lograr que la nación dejara de preocuparse tanto por un segundo por todo ese asunto de la esclavitud.

Finalmente, los autores anunciaron que las observaciones habían terminado por la destrucción del telescopio, por medio del Sol, haciendo que la lente actuara como un «vidrio ardiente», prendiendo fuego al observatorio. Esta imagen es una de las litografías publicadas en el periódico representando a los habitantes de la Luna.

Dick murió en 1857, y sus libros sobre los muchos seres del universo se agotaron poco después, debido al menos en parte, según Collins, al hecho de que «la narrativa de Dick se volvió casi menos creíble que la de Locke». Estas historias de los periódicos pasaron por cinco ediciones, la última publicada en 1871.

Solo dos años después de la muerte del escocés, Charles Darwin publicó El Origen de las Especies. El tipo de teología natural de Dick, en decadencia durante mucho tiempo, no sobreviviría. Darwin había presentado una teoría impactante —al menos para las mentes victorianas— que explicaba la vida tal como la conocemos sin un Creador. Incluso los verdaderos científicos con una fuerte lealtad a Dios, como Richard Owen, quien luchó hasta su muerte contra la blasfema idea de Darwin, fueron apagados por el tsunami intelectual que fue la evolución por selección natural.

Habitantes de exomundos

Hoy parece extraordinariamente improbable que el sistema solar sea el hogar de 22 billones de seres esparcidos por los planetas y asteroides (salvo que sean microbios). Sin embargo, la esencia del razonamiento de Thomas Dick sigue siendo igual de impecable: el universo es demasiado grande como para que seamos los únicos en apreciarlo.

Desde luego, hoy sabemos a ciencia cierta que somos los únicos habitantes de nuestro sistema solar —tal vez en el pasado no tanto, si damos crédito a las teorías sobre ruinas en la Luna y Marte—. De igual manera, ahora sabemos que existen miles de mundos más allá de la frontera del cinturón de Kuiper, con más de 4.000 exoplanetas descubiertos hasta el momento y contando.

Y con el avance de la tecnología aeroespacial, tenemos cada vez más herramientas para buscar vida allí afuera, como los futuros telescopios espaciales cazadores de planetas equipados con espectrógrafos para estudiar biofirmas en las atmósferas planetarias de estos mundos a años luz de distancia.

Por último, tras algunas revelaciones y admisiones recientes por parte de figuras importantes sobre posibles visitas extraterrestres a la Tierra, algunos científicos se han animado a buscar directamente tecnofirmas (señales o marcadores de tecnología alienígena); pero no señales de radio u otros tipos de intentos de comunicación lejanos como aquellos preferidos infructuosamente por el instituto SETI, sino directamente objetos como sondas y otros artefactos que pueda haber enviado alguna civilización extraterrestre para estudiarnos.

Hay que reconocer que con tantos exoplanetas y tanta tecnología abriéndonos el camino para ser una especie multiplanetaria, seguramente la formula de Dick aplicada hoy daría como resultado un número inimaginable.

Referencias:

Tales of People Who Didn’t Change the World – Collins, P. (2001) Banvard’s Folly: 13 . Picador, New York, NY.

Celestial Scenery – Dick, T. (1845). Edward Biddle: Philadelphia, PA.

Fantastically Wrong: The Scientist Who Thought 22 Trillion Aliens Live in Our Solar System – Matt Simon/Wired.

When Venus Was Filled With Venusians — 50 Billion Of Them – Robert Krulwich/NPR.

Por MysteryPlanet.com.ar