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Siempre fuimos japoneses

Lo cierto es que no hemos entendido ni una sola palabra, míster, para qué nos vamos a engañar. Siempre fuimos japoneses y, no te rías, ni siquiera lo sabíamos. A veces me pregunto hasta qué punto hemos vivido con la luz apagada y rodeados de tinieblas que llegamos a pensar que el japonés eras tú, con aquel castellano tan particular que te gastabas entre pitillo y pitillo, sazonado a tu manera con no sé cuántas lenguas más, alguna de ellas inventada. Ni papa, míster, nada.

Según me han contado, aterrizaste en el aeropuerto de El Prat hace muchos años con aspecto de estrella de rock, vistiendo una camisa de cuello vertiginoso, orgullosamente ceñida y en tonos azules que anunciaban esperanza. En las imágenes de archivo se puede comprobar el revuelo organizado, la expectación desbordada, un paseíllo atrancado y escandaloso entre una marabunta de aficionados que te acercaban a sus hijos para que los besaras o te los llevases a casa, quién sabe, cientos de almas en blanco y negro dispuestas a cualquier sacrificio a cambio de un vaso de gloria. Mi padre, que abrazó tu doctrina hasta el punto de dejarse media melena y salir a mariscar con pantalones acampanados y jerséis de cuello vuelto, asegura que fuiste capaz de devolver la sonrisa a una afición con tu imponente presencia y una primera temporada de ensueño que te granjeó, incluso, la admiración de los hinchas rivales. La demostración debió ser tan poderosa que incluso mi abuelo Otilio, el madridista más cerril que he llegado a conocer, decidió aparcar sus férreos principios y no se perdía ni uno solo de tus partidos, como un viejo mariscal de campo que se sienta a admirar las capacidades del enemigo al otro lado de la trinchera.

Algunos ni siquiera habíamos nacido por entonces. Tu nombre no era más que una leyenda que nuestros padres nos contaban cada noche a modo de cuento, antes de dormir. Por fortuna, un día nos despertamos con la noticia de que habías decidido regresar para instaurar un nuevo orden y apartar de nuestras camas la tentación de pasarnos al bando de los ganadores, al de aquellos tipos orgullosos de la camiseta blanca, las alegres primaveras y el triunfo por castigo. Centraste nuestra mirada en lo propio, no en el contrario. Te enfrentaste a unos mandamases con aspecto de empleados funerarios que gustaban de jugar a entrenadores, una raza mística y peligrosa a los que nadie había dicho nunca que sus opiniones deportivas pesaban lo mismo que la de aquel florista ciego de las Ramblas. Pusiste la pelota por delante del miedo, siempre un gol más que el contrario, solo un gol más que el contrario, y la imposición obsesiva de devolver al espectador el precio de la entrada, de convertir el Camp Nou en un teatro y refundar el comunismo.

Y ahora que te has ido, ahora que cualquiera se declara más cruyffista que tú sin apenas pestañear, empiezan a aflorar los primeros signos de descomposición evidentes. Otra vez de vuelta al discurso necio y victimista de antaño, de nuevo el apoyo incondicional de la grada como parte esencial de un plan maestro, regresión infame al sectarismo tribunero y el adiós definitivo al sonido de la pelota, al aplauso arrancado, a la vida loca. Otra vez la sensación de que siempre fuimos japoneses, míster, solo que ahora ya no estás tú para avisarnos. Hasta siempre, Johan. Adiós, maldito 2016.