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Archivo y Terror: otro itinerario del caos

Portada y Contracubierta del libro de Carlos A. Aguilera. Foto del autor

PRAGA, República Checa.- Con el libro Archivo y Terror. Operaciones entre literatura, política, teatro y arte recién publicado por la Editorial Casa Vacía, Carlos A. Aguilera (La Habana, 1970) pretende provocar —en lectores habituales y nuevos— un emprendimiento astuto: “lo recorrido por más de 20 años” de vivir el acabose, lo caótico tangible, las ingentes (.com)posturas del rancio poder, enfermo de protagonismos, inmerso en sus pogromos tristes y auto-guerras finitas e intratables.

Un fin en él se palpa: la coagulación de fluidas escrituras en torno al medio habitual que nos disgrega, como “nación incompleta y anormal”. Esa quizá sea —para el autor y algún entrevistado del diaspórico grupo— su norma, su religión.

A Carlos A. Aguilera no le importan los desmadres a que convoquen tales temas. Ni el cariz peculiar que revistan serios estudios de nacionales y foráneos, o el dialecto escrupuloso —de historiógrafo consumado— con que referencia a entrevistados y los expone.

Lo suyo es el goce de armar sintagmas que serán desmenuzados. No hay intenciones otras que contrastar la rotundez de la verdad, aplastante por concisa, la que no nos encaja acorde si se desdobla en licencioso link —para la ejecución del comando—. Porque Carlos es, también, teatro.

Una suerte de página virtual, muy suya, flota provocadoramente en la internet desde mucho tiempo atrás, donde se explayan por igual heredad en ascendencia política y prolijidad literaria, mantenida en su lugar a cualquier coste, porque en tiempos como los que hoy obligan el afán de fanes revisionistas del pasado ¿pudieran acaso desligarse?

Incubadora es el sitio casi perfecto donde se puede hallar casi toda la bibliografía útil—o inútil— sobre la creación insiliar/exiliar cubana, de casi toda la rampante contemporaneidad.

Allí brilla, de manera asombrosa, la bichería de este escritor devenido Profesor de Español, quien desde hace años mudó su amasijo de huesos de Alemania a la República Checa, tras nuevos aires fríos que le (re)compusiesen tan infatigable y cotidiano compilar.

En la misma ciudad donde se armaron de valor Franz Kafka, Josef Hora, Karel Čapek, Richard Weiner, Petr Hruška y tantos otros genios del raro arte de narrar —y narrarse a sí mismos—, terminó por radicarse nuestro compatriota Carlos A. Aguilera con los bríos de un neoconquistador insular.

De tal devenir emerge este libro: examen de introspección cual halo que alumbra tierra extraña, al cabo por costumbre, o compulsión, se apega a ella, la adopta calmamente entre penumbras y neblinas, la seduce como a puta lastimosa y rearma pacienzudo la argamasa que al final se moldea —reacia al trasvase cardinal—.

Cohabitan este muro dúctil 19 artículos, reseñas, ensayos, entrevistas, en fila de linotipia. Carcasa elástica que ha colmado Carlos a golpe limpio de ladrillo. Asistiéndole terceras obsesiones —puntales para el encabillado de ambiciosa infraestructura—: los despreciables totalitarismos.

Carlos A. Aguilera
Portada y Contracubierta del libro de Carlos A. Aguilera. Foto del autor

Desde un diseccionado Virgilio Piñera (tan poco eslavófilo como gozador de la mundanidad) hasta una entrevista con la premio Nobel de Literatura Herta Müller (y también su coterráneo Heiner), pasando por pares como Pedro Marqués de Armas, Carlos M. Luis, Umberto Peña, Coco Fusco, Rosa Ileana Boudet, Jorge Luis Arcos; de España: Servando Rocha y Santiago Sierra, o de Latinoamérica los argentinos Osvaldo Lamborghini y Luis Gusmán —a quienes cita y sopapea—, prefigura un paisaje enjundioso más de imágenes que letras.

Quizá porque las letras devienen visualidades atroces cuando se superponen a los disparos de los “artistas de la plástica”, que deberían llamar “de plomo”.

En la página 125 —de Antonia Eiriz, plástica sí—, esa perfecta desconocida del público medio mundial y quien dejó de pintar “por miedo a la encarcelación”, se dice que como “gran satírica” puede describir el “proceso cacharrero y discriminatorio de la Revolución” que le tocó por la libreta, en la monumental novela de Carlos Victoria, aquella que versa sobre las “idílicas” UMAP: La travesía Secreta.

Toda convertida en elogio re-citado del concepto “aplanadora”, con el que se designa la reducción a que fueron sometidos allí no solo homosexuales, la gran diferenciación hecha por el régimen para purgar el pecado originalísimo del hijo despreciable al del ente “contrarrevolucionario” que resultó en prolíficos machucados y demasiadas connotaciones posteriores a tantos reveses lógicos, imposibles de tornar en guevarianas victorias.

El uso de palabrejas como “concretera” y la misma “aplanadora” sirve también a lo largo del libro para desvirtuar la (de)construcción del “Hombre Nuevo”, el que, en realidad, como el agente británico de la Mincemeat (SGM), nunca existió.

Suertudamente, consecuencia de continuas adulteraciones infringidas a la mezcla de   áridos, más la fragilidad del falso “hormigón armado” que ni Sartre ni Beauvoir hicieron progresar con el adobe frente a la ausencia de concreto.

Apartando conceptos derridarianos, Idalia Morejón Arnaiz, en “Política y Polémica en América Latina”, descarga su apreciación de otro modo, más distanciado del enfurecimiento iniciático. Tal vez por vivir en Brasil desde 1998.

Responsabiliza a las izquierdas, instruidas desde el radar Casa de Las Américas, del trastorno endémico común al área geográfica.

Las inculpa, como otros políticos cercanos después, por corromperse en pos del beneficio ilícito, tras haberse propiciado “el mecenazgo cultural” que impelía desangrar oligarquías.

Entre otros críticos autodidactos se vislumbra —sin mencionarlo— al uruguayo José Mujica.

De forma general, el libro de Carlos A. Aguilera es suerte de invitación —e incitación sabrosa— para lectores de cualquier parte/credo ideológico, a injerirse la vorágine (¿deberíamos llamarla “nuestro huracán”?) que es la fase oculta y retorcida de la historia y sus dinámicas.

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