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Canto a la nostalgia por el bicentenario de Cienfuegos

Cienfuegos. Foto tomada de Internet

GUANTÁNAMO, Cuba.- De Cienfuegos, la única ciudad cubana fundada por franceses y que este 22 de abril arriba a su bicentenario, son el Mayor General Federico Fernández Cabada y su hermano, del mismo grado militar, Carlos Adolfo, héroes de enorme importancia en la consolidación de la lucha revolucionaria en la antigua provincia de Las Villas.

De allí es también el insigne patriota José González Guerra y la llamada Hija del Damují, la poetisa Mercedes Matamoros.

Hilarión Cabrisas, aunque no nació en Cienfuegos, dejó su impronta en la ciudad, como también lo hicieron los poetas Samuel Feijoó y José Angel Buesa, nacido en el poblado de Cruces. Otros intelectuales de renombre desde antes de 1959 fueron Pedro López Dorticós, Osvaldo Dorticós Torrado, Carlos Rafael Rodríguez y escritores e investigadores como Florentino Morales, Hipérides Zerquera, Alcides Iznaga y Raúl Aparicio. Actores de renombre como Luisa Martínez Casado y Arquímedes Pous tienen una presencia insoslayable en la cultura de la ciudad.

En la música se destacaron Eusebio Delfín, Eduardo Sánchez de Fuentes, Paulina Álvarez, el Benny Moré y Estanislao Sureda Hernández, el “Laíto” de la Sonora Matancera. Un compositor extraordinario fue José Ramón Muñíz, autor de “Luna cienfueguera”. La orquesta Aragón y el grupo “Los Naranjos” resultan agrupaciones inevitables en la vida cultural de la provincia.

La lista de deportistas cienfuegueros que han puesto bien alto el nombre de la ciudad también es larga. Basta mencionar a Silvio Leonard, Pedro José Rodríguez, Antonio Muñoz, Héctor Olivera, Rolando Macías, Aquino Abreu, Adolfo Borrell, José Dariel Abreu y Yassiel Puig.

La ciudad íntima

Hay una ciudad que uno recompone en su memoria como un talismán, cuya compañía es siempre necesaria. Esa es la ciudad que se ama, formada por referentes y valores quizás no tan significativos como los recogidos por la historiografía, pero inigualables desde el punto de vista sentimental.

La ciudad que uno ama se lleva a cuestas, como los recuerdos y los amores. Así llevo yo a mi Cienfuegos desde que me mudé a Guantánamo.

La inexistencia de un sistema expedito de transporte prolongó mis ausencias e hizo que Cienfuegos terminara aposentándose en esos espacios íntimos que se corporizan cuando menos lo espero, y aparecen ante mis ojos con visos de una tangibilidad tal que sucesos lejanos se recomponen apenas me reúno o converso con algunos amigos.

No hay un solo día en que no piense en esa ciudad que, a pesar de haber sufrido también los embates de la desidia, la ineficiencia económica y la represión, todavía conserva su extraordinaria belleza y ese peculiar sonido de las olas desvanecidas sobre las orillas de la bahía o contra el muro del malecón, en un ritornelo que me recuerda aquel verso de Eliseo Diego que asegura que el mar es un viejo lleno de resabios.

Pequeña, de largas calles rectas  ̶ antes muy limpias, ya no ̶  Cienfuegos quizás no sólo sea la ciudad mejor trazada de Cuba, sino un ejemplo incontrastable de la pujanza económica de la zona, desde la segunda mitad del siglo XIX hasta la primera del siglo XX, lo que se constata en la majestuosidad de su centro histórico y en la opulencia de las numerosas edificaciones que lo circundan, como el Palacio Ferrer, el Teatro Tomás Terry, la Catedral, el Colegio San Lorenzo, el Casino Español y el Ayuntamiento, unidas a las muchas otras que existen a ambos lados del Paseo del Prado  ̶ el más largo de Cuba ̶  y en Punta Gorda, una de las zonas más hermosas de la ciudad, en la que destacan el Palacio de Valle y el hotel Jagua.

Desde el aire, la Perla del Sur se nos ofrece como un conjunto bien diferenciado de la caricia del mar.

Como otros cienfuegueros, yo también tengo en el parque José Martí el banco de mi primer beso adolescente, lugares que seguramente sintieron mi tristeza ante algún fracaso amoroso, escapadas a la playa de Rancho Luna para, con la novia de turno, divertirnos y escuchar a escondidas la WQAM en un radio VEF de aquellos de agarraderas plásticas. Yo también abracé ardientemente a alguna joven en las frías noches de enero sobre el muro del malecón, cuando el viento del sur parecía un alfilerazo penetrante que nos acercaba con nitidez descomunal unas estrellas que parecían verlo todo.

Como otros cienfuegueros de mi generación bailé frente al monumento a los mártires independistas, cerca de la playa de El Marsillán. Allí tuve entre mis brazos durante noches interminables a Lucía, una enigmática trigueña de cuerpo despampanante que apenas aparecía me iluminaba la noche.

Y también, como otros jóvenes de mi generación, creí que me esperaba un futuro luminoso y próspero.

Ahora, cuando regreso a mi ciudad de origen, debo ir preparado para recibir la noticia de la partida de otro amigo hacia la muerte o el exilio; el desplome de una edificación vinculada indisolublemente a mi juventud, o la avalancha incontenible de recuerdos que casi siempre me cercan, sobre todo cuando paseo cerca del muelle Real y el color profundamente verdeazul o acerado del mar me transportan a un tiempo que ya no podrá recomponer la más fiel de las memorias.

A medida que envejezco esa ciudad, a la que amo y me acompaña a todas partes, se ha convertido en una novia, esquiva y hermosa, como las que perseguí siendo estudiante, sin pensar que la vida tiene también esos golpes profundos de los que escribió César Vallejo en Los heraldos negros.

Hubiera querido estar allá por estos días, sobre todo hoy, cuando cumple doscientos años, un sueño largamente acariciado, pero no pudo ser gracias a la decisión de los esbirros de la Seguridad del Estado, que me lo impidieron. Los mismos que se empeñan en controlar nuestras mentes, amores y recuerdos. Los mismos cobardes y pobres de espíritu que no acaban de entender que no hay represión capaz de doblegar a un hombre libre. Ese es precisamente mi íntimo homenaje, hoy, a la Perla del Sur: regalarle mi indeclinable libertad y mi puro amor de amante.