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Como el más ingenuo de los siboneyes

Cubanos siempre a la espera de algo, una escena cotidiana en la Cuba de hoy (Foto archivo)

LA HABANA, Cuba.- A veces me pregunto si Díaz-Canel se oye a sí mismo cuando habla; si entiende lo contraproducente de empezar con una descarga político-ideológica el encuentro donde se discutirá la agenda para intentar recuperar la economía de un país arruinado. En el discurso-berrinche del viernes pasado, antes de anunciar el nuevo capítulo de “la dolarización”, el mandatario mintió al asegurar que los emigrados cubanos están de acuerdo con la dictadura, por ende aceptan complacidos que el dinero de sus remesas pague los lujos de los Castro y demás familias parásitas que disponen de los ingresos del país sin rendirle cuentas a nadie.

Dijo también que la contrarrevolución quiere cambiar el sistema para concentrar la riqueza en manos de unos pocos, pero eso es justo lo que ha sucedido sin necesidad de que la disidencia mueva un dedo. Hay que estar del otro lado de la razón para decir algo así sin sentir vergüenza; para pararse delante de toda Cuba y alentar a los emigrados a que manden dólares para mantener este país podrido a flote, mientras los vástagos del castrismo y sus compinches se dan una vida de reyes.

Su discurso básicamente consistió en quejarse, justificarse y pedir. Lo que desde hace años quieren escuchar los cubanos (autonomía empresarial, libertad de comercio, garantías legales) no se mencionó. El nuevo Dorticós cuenta con los de fuera habiendo tanta tierra ociosa en esta Isla fértil, tantos botes pesqueros impedidos de entregarse libremente a su faena, tanta sapiencia ganadera desperdiciándose en un puñado de novillos que pertenecen a la dictadura.

Si los cubanos fueran conscientes de la maldad, el descaro y el enriquecimiento de los gobernantes castristas, no querrían que el dinero de quienes arriesgaron su vida por un futuro de libertad fuera utilizado para comprar influencia política en el exterior y propagar la ideología que ha convertido a Venezuela en el país más pobre de América Latina. No querrían que las ganancias de su trabajo terminaran en las arcas de GAESA, desde donde toma rumbos desconocidos sin que el pueblo tenga derecho a saber cómo y en qué se invierte cada centavo. No querrían que el dinero de su familia fuera utilizado para apertrechar a la policía en un país donde hay más carros patrulleros que ambulancias; ni se permitirían financiar la represión y el hambre que martirizan a sus compatriotas por culpa de un régimen criminal y avaro.

Díaz-Canel no acepta que como cubano quiero que mi dinero vaya directamente al campesino productor y al emprendedor que le compra sus frutos para que abunden los jugos nacionales al punto de que la demanda interna quede bien servida y sea posible exportar lo que sobre. Cuando el campesino sea dueño de su tierra y el comerciante tenga su propia línea de jugos, o dulces caseros, los mercados estarán llenos, la calidad será de nuevo sello de esta nación y habrá suficiente para todos.

Quiero que los emprendedores vean sus impuestos reinvertidos en la higienización y embellecimiento de su propio municipio, lo cual sería un buen comienzo para después pensar como país. Es necio pedir proezas a la nación cuando el techo propio está lleno de huecos. Cuando el Estado se quite de en medio verá de qué son capaces los cubanos que trabajan duro. Cuando la libertad en su más amplia acepción se haga presente, las oportunidades florezcan y el trabajo sea fuente de bienestar, los jóvenes saldrán de la esquina y tratarán de aprender un oficio para tener una vida mejor.

Cuando ese bienestar se materialice no será necesario ondear como un logro descomunal las dos libras extras de arroz que van a dar por la libreta en julio y agosto. Los subsidios serán distribuidos a personas que realmente lo necesiten y los que más produzcan más aportarán, incluso fuera del impuesto obligatorio, solo por el deseo de ayudar a la sociedad; porque si bien es cierto que los cubanos heredaron la famosa tacañería de los españoles, también son capaces de una gran generosidad, y esa característica existe desde antes de 1959.

Cuando los cubanos comprueben cuán aceleradamente crece el país gracias a la restauración de todas las garantías cívicas, la libertad de empresa y la fuerza de la sociedad civil, voluntariamente realizarán —de acuerdo a las posibilidades individuales— contribuciones a la salud y la educación, para que sigan siendo gratuitas e infinitamente mejores.

Si Díaz-Canel quiere inyectarle capital a la economía, que deje de extorsionar a la emigración y limpie las cuentas bancarias de los generales. Si tanto nos afecta el bloqueo estadounidense, el castrismo, en lugar de quejarse y poner trabas a la iniciativa ciudadana, debió contar con todos los cubanos para enderezar la situación. Pero la dictadura solo ofrece dos opciones: dependencia y mendicidad. El cubano residente en la Isla sigue siendo un ciudadano de tercera categoría que no puede invertir en los renglones de la economía, ni dirigir su negocio como estime conveniente. Esa fórmula no ha dado ni dará resultados en términos de productividad.

Si el castrismo desaparece, en diez años Cuba será otra. La dictadura da cordel cuando necesita respirar, pero apenas se recupera un poco desanda lo andado y volvemos a la caverna; así que su salida de la ecuación es indispensable. El país empezará a mejorar cuando pertenezca a ese pueblo que ahora mismo tiene que comprar en dólares el café Cubita que se cultiva en su tierra, la misma tierra que Fidel Castro robó a los norteamericanos para supuestamente entregarla al pueblo. Sesenta años después no hay tierra ni café, y pronto no habrá pueblo si éste no despierta de su aturdimiento y se percata de que ha sido robado, engañado y menospreciado como lo fue, cinco siglos atrás, el más ingenuo de los siboneyes.

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