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Cómo envejecer en Cuba y no morir el intento

VILLA CLARA, Cuba.- En el estuche de Reinaldo pueden contarse cinco estropajos metálicos, un mazo de bolígrafos y una sarta incontable de cuchillas de afeitar. En uno de los bolsillos de su maletín asoman par de audífonos con la marca incrustada de alguna aerolínea ajena para él, unas cuantas agujas de coser y una bolsita repleta de baterías triple A en sus respectivos envoltorios plastificados.

Reinaldo Castellanos acaba de cumplir los sesenta y ocho años y hace más de tres que se dedica a revender estos y otros artículos en las calles de Santa Clara, en su mayoría, adquiridos en las tiendas recaudadoras de divisa. Tuvo dos hijos, allá por Camagüey, a los que pocas veces logra ver, a pesar de que les donó, antes de abandonar la casa, el refrigerador que le dieron por “trabajador vanguardia” de los ferrocarriles. Sabe que tiene nietos, pero apenas los ha podido acunar. Reinaldo no tiene refrigerador, solo un televisor en blanco y negro que le regalaron unos vecinos antes de irse definitivamente para Estados Unidos. Aunque vive bajo el mismo techo con una sobrina y su esposo, su cuarto está separado por una pared de cartón improvisada.

A Reinaldo le pagan 270 pesos una vez al mes, la tarifa estándar de la mayoría de los ancianos jubilados en Cuba. Parte de su “chequera” la emplea para comprar tres tipos de medicamentos que amortiguan su “problema del corazón”, porque el estado no subvenciona la compra de pastillas a quienes conviven con familiares en la misma casa. El resto de la pensión debe repartirla entre los “mandados de la bodega” y para cubrir el costo de la mercadería que exhibe en los alrededores del parque principal de la ciudad.

“Diez, quince, veinte pesos diarios…Esto no es para hacerse rico, es para tirar el mes”, dice. “No se puede estar cargando tanto arriba porque ninguno de los que vendemos estas cosas aquí tenemos patente. Hay inspectores que te quieren joder, para cumplir con las multas del mes, no sé. Generalmente, nos rotamos: unos vienen por la mañana y otros por la tarde, porque estamos en lo mismo y vendemos la misma burundanga”.

Al lado de Reinaldo, en los portales de la farmacia cercana al parque Las Arcadas, hay otro señor mayor con una llave atada al cuello por un cordón mugriento. Le llaman “el niño” y se dedica a hacer colas. “Coleros, nos dicen así”, apunta. “Lo mismo duermo en el mercado de los domingos que frente al registro civil o la notaría. La gente ya me conoce y yo les vendo el turno en dependencia de la cola que sea. Mira, las más caras ahora mismo son las de la carne o el queso. Más o menos, cobramos cincuenta pesos, o puede ser más, si hacemos el uno o el dos, porque hay quien le ha cogido la vuelta y también van de madrugada”.

“El niño” luce descuidado, tiene los zapatos rotos y la barba sucia y maloliente. Cuando duerme sobre cartones hay quienes lo han confundido con un mendigo y le arrojan pesos y pesetas encima de su cama improvisada. A menudo lo acompañan los perros callejeros porque él les obsequia pedacitos del pan sobrante de los almuerzos en el comedor social que le asignaron. “El niño” no tiene familia, ni nadie que lo cuide o le lave la ropa. En uno de los pozos públicos cercanos al centro suele enjuagarse la cara, remojar las camisas y esperar a que sequen sentado en los bancos junto a otros “casos sociales” como él.

Villa Clara, la más envejecida

Al cierre del año 2017, la Oficina Nacional de Estadísticas e Información de Cuba (ONEI) dictaminó que existían en Villa Clara cerca de 190 mil personas que sobrepasaban los sesenta años de edad, cifra que la reporta como la provincia más envejecida del país respecto a su población total, y donde existen actualmente un número de 183 centenarios. Aunque diversas fuentes oficiales achacan el dilema a la baja fecundidad, resulta que esta región central sobresale en cuanto a la migración de jóvenes hacia el exterior.

La Ley 105 de la Seguridad Social del año 2009 dictamina que para gozar el derecho a la pensión ordinaria se requiere que las mujeres tengan 60 años o más de edad y los hombres 65 años, además de haber prestado no menos de 30 años de servicios y estar vinculados laboralmente en el momento de solicitar la jubilación. Asimismo, aclara en su artículo 30, que los pensionados “pueden reincorporarse al trabajo remunerado y devengar la pensión y el salario del cargo que ocuparen, siempre que se incorporen en uno diferente al que desempeñaban en el momento de obtener su pensión, aunque puede estar comprendido en su perfil ocupacional”.

“Si te jubilas por enfermedad ya no te pueden contratar en más ningún lugar”, declara Lázaro Martínez, un ingeniero industrial que dejó hace poco su trabajo para vender dulces caseros en la puerta de su casa. “A esta edad, el que no es hipertenso, es diabético y los medicamentos no son tan baratos. Mis hijos tienen su vida, no puedo exigirles que hagan más por mí. Además, esto se está poniendo cada día más duro”.

En Santa Clara, la mayoría de las ancianas y los ancianos retirados se dedican a labores tales como custodiar, paradójicamente, instituciones y empresas en horario nocturno, mensajeros por cuenta propia a domicilio, limpiapisos, revendedores de artículos para el hogar, confecciones textiles o, en el peor de los casos, a recoger latas en la basura para entregarlas a materias primas.

De acuerdo con las prestaciones de la asistencia social, para acceder sin costo a un hogar de ancianos, se deben concurrir en tres requisitos: adultos mayores que vivan solos, carezcan de ingresos y que no cuenten con familiares obligados en condiciones de prestar ayuda. Sin embargo, gran parte de esta población longeva opta por “ganarse la vida” en las calles antes que ingresar a las casas de abuelos que, en su mayoría, presentan pésimas condiciones sanitarias y de infraestructura, además de que la alimentación no es la más adecuada para personas de la tercera edad.

Gajes de la vejez

Charles García no parece el mejor portador para su nombre. Es un viejo flacucho, de ojos saltones y con una barba blanca protuberante. Todas las noches, Charles sale al parque Vidal de Santa Clara a vender revistas y periódicos, sobre todo, a los extranjeros que frecuentan los bares aledaños.

“Los compro por las mañanas, un poquito en un estanquillo, un poquito en otro. Tengo un poco de miedo, porque a la policía no le gusta que yo haga esto”, cuenta el anciano de 74 años. Cuando termina de trabajar, ya de madrugada, se marcha caminando hacia el reparto Condado, en la periferia de la ciudad. “Yo era estibador”, prosigue. “Por eso, no me canso nunca. Empecé a trabajar con 18 años. Mi esposa falleció en un accidente, quedó mi hija y mi nieta de 8”.

A Charles no se le entiende cuando habla. A veces, la gente le compra por lástima, le dan unos pesos de más porque su propio aspecto denota tristeza. Cuando los clientes dejan los periódicos tirados, Charles los recoge y los propone otra vez. El estado le paga 247 pesos de jubilación. “Solamente, una libra de carne son 45 pesos, una de frijoles, diez pesos, le sumas el ajo, el comino…ya ahí se me va el dinero. Eso me da para vivir tres días nada más”.

En la misma zona donde Charles se dedica a la venta ambulante de folletines, confluyen mendigos, ancianos noctámbulos que asedian a los transeúntes para poder comprase una hamburguesa en uno de los merenderos del parque. Jimmy González no es uno de ellos. Jimmy se viste a la usanza de los años cincuenta, con traje, corbata y zapatos de dos tonos. Cuenta que fue hippie en sus “mejores tiempos” y que no pide, que no le gusta pedir. Los extranjeros, no obstante, le regalan “algo” cuando él declama poesía, cuando se toma fotos con ellos, cuando les enseña dos o tres pasos de salsa. Jimmy trabaja de día manejando una grúa de carga en la empresa constructora. De noche, se transforma en un personaje pintoresco, y sobrevive por su propia imagen extravagante.

Mientras, al doblar de la esquina, hay un señor descalzo que prepara con cajas de cartón un sitio caliente para esperar la mañana. Más allá, en los portales de la farmacia o en la explanada del mercado, un grupo de viejos se reparten la fila a la espera de los clientes. Otros, deambulan en busca de objetos insólitos en la basura, perseguidos por una manada de perros hambrientos. La noche en Santa Clara parece pertenecerles.

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