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Crónica de una cola en La Habana

Cola para comprar alimentos en supermercado de Carlos III, La Habana (foto archivo)

LA HABANA, Cuba. – El desabastecimiento en Cuba ya no es noticia. Las largas colas para comprar pollo en cualquiera de sus variantes; la venta de turnos; las reyertas; el alquiler de niños; la presencia policial que no es suficiente para aplacar la ira de tanta gente, son apenas una parte de la miseria con que a diario deben lidiar los cubanos.

En medio de la trama general, sin embargo, hay pequeños plots individuales que sacan a flote las desigualdades no erradicadas a pesar del discurso oficial. La mayoría de los cubanos entiende que las medidas de racionamiento dictadas por el gobierno son la única manera de garantizar el acceso equitativo del pueblo a lo poco que hay; pero lo cierto es que a pesar del control, no todos alcanzan, y en algunos establecimientos el retraso es mucho mayor debido a la falta de organización por parte del personal administrativo y los empleados.

En las afueras del mercado “La Isla de Cuba” todos los días hay una fila enorme para comprar pollo. Cada media hora aproximadamente se reparten diez tickets para igual número de clientes que adquirirán el producto en paquetes sellados (dos por persona), un detalle que debería agilizar el proceso de venta. Pero sucede lo opuesto; la demora es inexplicable mientras la cola se fermenta y la gente comienza a maltratarse unas a otras.

Individuos que se autoproclaman “organizadores” aprovechan las discordias para acomodar la cola a su conveniencia e intercalar turnos vendidos. Se aprovechan de cualquier despistado que no tenga claro detrás de quién va, y en un instante la fila es dominada por una mafia que solo entiende el lenguaje de la intimidación, y de ser necesaria, la violencia.

El pasado lunes no tuve más opción que esperar dos horas y media para comprar pollo en “La Isla de Cuba”, y la única razón que me hizo perseverar fue mi madre, que ya no puede estar tanto tiempo de pie. Mientras llegaba mi turno, escuché varias ofertas; entre ellas una caja completa de muslos de pollo (6 paquetes de 6.75 CUC cada uno) por 50 CUC. Vi con mis propios ojos cómo funciona el alquiler de infantes, y también vi a mujeres embarazadas explotar su condición para no hacer cola, comprar sus paquetes y luego revenderlos allí mismo en el portal.

Una vez dentro del mercado, advertí que tanta demora tenía su origen en la ineficiencia. A pesar de que casi todo el público estaba allí para comprar pollo, en la sección de “Cárnicos” solo había dos cajas funcionando; las demás permanecían ociosas o atendiendo a un reducido número de clientes.

Mientras esperaba para pagar, una mujer se acercó desesperada, mostrándole al dependiente un billete de 5 CUC. “Necesito el pollo”, balbuceó temblorosa, apretando una bolsa de muslitos contra su pecho. Se habían acabado los paquetes de 3.60 CUC y aquella señora, que había hecho la misma cola que yo, no tenía dinero suficiente para comprar el de 6.75 CUC.

“Yo te lo traigo mañana, te lo prometo”, le insistía al dependiente alargándole el billete, con la esperanza de que él aceptara poner el resto. Pero el muchacho, visiblemente contrariado, solo atinó a denegar con la cabeza. Son tan comunes los casos de holgazanería y desvergüenza disfrazados de necesidad, que el recelo venció a la compasión.

Sin embargo, la señora continuaba rogándole con tal vehemencia que su desesperación me pareció genuina. Decidí correr el riesgo, pues por 1.75 CUC no iba a prolongar la angustia de una mujer en el umbral de la vejez; mucho menos por un paquete de pollo, que no es nada, aunque para el pueblo cubano ahora mismo valga oro.

Ella seguía llorando con el pollo congelado en su regazo, y quiso saber dónde yo vivía para devolverme el dinero. Pero eso era lo de menos. Yo solo quería que dejara de llorar por algo tan trivial, que no abrazara aquel paquete inmundo como si fuera un bebé, que no hiciera falta tan poca cosa para quebrar la dignidad de un ser humano.

Cuando finalmente salí de la tienda eran más de las 5 pm y el gentío no había disminuido. La gente discutía e increpaba a los empleados por supuestamente demorar la cola a propósito, con el objetivo de retener mercancía para revenderla a los cuentapropistas después de cerrar el establecimiento.

La recesión es mucho peor que las broncas que circulan en las redes sociales. Existe una dinámica interna, subjetiva, que sigilosamente destruye la salud de los cubanos; especialmente de las mujeres, que, tras haber soportado la espera y el molote, llegan a casa y descubren que no tienen ganas de cocinar. La mayoría decide hacerlo por sus seres queridos, pero no pocas reconocen que a veces dejan el plato intacto y se acuestan sin comer; porque el solo hecho de pensar que mañana o pasado tendrán que volver a enfrentar lo mismo, es suficiente para arruinarles el apetito.