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Cuando las fronteras son el límite entre la felicidad y la miseria

MIAMI, Estados Unidos. ─ Hace unas semanas las noticias daban a conocer el resultado de una encuesta aparentemente banal. Finlandia se acreditaba el primer lugar entre los países más felices del mundo. Le seguían sus vecinos escandinavos, mientras el resto de Europa y Norteamérica monopolizaban las primeras casillas del grupo. Costa Rica lograba ubicarse en el sitio 16 en una lista que abarca 149 naciones. Sorprende Guatemala en el 30, por encima de Uruguay y México. No así el sotanero Afganistán. En cambio, la India no hacía justicia a su posición como potencia mundial al quedar en un lejano puesto 139.

El tema de los países “felices” sale a colación en momentos en que un problema migratorio de dimensiones globales se agudiza en la frontera sur de Estados Unidos y en diferentes puntos costeros africanos donde se originan extraordinarias travesías hacia el Norte europeo. El conflicto, uno de los principales en el debate presidencial de las pasadas elecciones norteamericanas, significó una fuerte puja entre dos bandos con posiciones diametralmente opuestas: los que apoyaban la política anti inmigratoria de Donald Trump ─con su obsesivo proyecto de impermeabilizar la frontera mediante un muro infranqueable─, mientras que otros dieron sus votos a la dupla demócrata Biden-Kamala, que prometió solucionar el problema de once millones de emigrantes en estado irregular, así como el caso de los soñadores (“dreamers”), que han crecido y estudiado en Norteamérica viviendo en un limbo de legalidad.

Trump ─que señala a su sucesor por la forma en que está manejando la crisis migratoria─ no asume que durante su mandato esta situación estuvo lejos de ser controlada de manera efectiva. Su ambicioso proyecto, si algo demostró, fue la imposibilidad de detener las ansias de quienes se proponían cruzar hacia el lado en que han puesto todas sus esperanzas de una mejor vida.

Para ellos burlar el muro no es un asunto de conquistas o robo de riquezas atesoradas, sino la meta para alcanzar los parámetros de dignidad cuya aspiración se convierte casi en un imposible en tantas naciones y obtener valores básicos que constituyen derechos fundamentales reconocidos internacionalmente a todos los hombres independientemente de su raza, credo o nación.

El enfoque del problema por la parte republicana se queda en la situación de la frontera y el manejo de este por sus rivales demócratas. Pero la problemática real se extiende mucho más allá de los límites divisorios. Ya en 2018 la Agencia de la ONU para los refugiados (ACNUR) contabilizaba más de 25 millones de personas viviendo en países ajenos a causa de guerras, violencia, miseria y persecución. La mitad eran menores de 18 años. Estas “plagas” no han dejado de incidir en los flujos migratorios que no cesan de dirigir sus pasos al próspero y seguro norte. La situación se agrava por catástrofes naturales, sequías y la actual pandemia que asola al mundo.

Precisamente, ha sido la administración saliente de la Casa Blanca la que ha contribuido a reforzar algunos puntos neurálgicos en crisis que han terminado repercutiendo en los bordes fronterizos norteamericano, sumándose a los derivados de otros conflictos originados en tiempos cercanos y por decisiones de otros gobiernos, tal vez con los mejores propósitos, pero que consiguieron peores resultados. Guerras bajo el supuesto fin de remover tiranías o promover democracias que al final no han conseguido esos objetivos o, si lo han logrado en parte, los resultados han sido peores que aquello que pretendían cambiar. Estado islámico, enfrentamientos tribales, radicalismos, problemas interétnicos, conforman parte de la explosión migratoria.

Sanciones y medidas punitivas de corte económico para castigar dictaduras solo han logrado provocar que la gente busque soluciones propias. La decisión de la administración Trump de clasificar a Cuba como país patrocinador del terrorismo, la eliminación de las vías de envíos de remesas, la prohibición de turistas norteamericanos a viajar a la Isla y otras medidas contra ese sector sensible de la economía insular, contribuyeron al agravamiento de un problema, que, si bien no es completamente ajeno a la manera en que lo gestiona el gobierno cubano, ha sido fundamental para su empeoramiento. Y qué decir de esa salomónica idea de cerrar trámites migratorios en la embajada norteamericana en La Habana para situarlos en sedes diplomáticas en territorio continental latinoamericano. Una salida que en verdad ha dado la cobertura a los que prefieren lanzarse a un largo y peligroso peregrinaje que les ofrece la opción de entrar ilegalmente a Estados Unidos, antes de seguir esperando la inseguridad de una costosa visa legal que tal vez nunca sea concedida. Algo similar ha ocurrido con las sanciones a Venezuela y la explosión de millones de sus ciudadanos escapando hacia cualquier destino que les permita rehacer sus vidas, no importa con cuanta incertidumbre. Medidas en su conjunto que han inyectado combustible al drama migratorio regional.

Hay otros problemas. El narcotráfico, la corrupción extendida en decenas de países y la inseguridad generada por violencias de distinta índole que viven las sociedades al sur del río Bravo y otras partes del mundo, son fuertes impulsores de esta crisis. Por otra parte, no deja de ser significativo que el flujo de las dos corrientes- la migratoria y la de los factores que la provocan- fluyan en la misma dirección. Y es que los principales centros de consumo de droga, tráfico humano, prostitución y otros males, se encuentran precisamente en esos sitios bendecidos por la prosperidad en los que la gente pone sus esperanzas.

La gravedad del asunto suscita debates agudos y propuestas de soluciones. Los demócratas presentan la llamada Ley Promesa y Sueño de Estados Unidos que da estado legal y ciudadanía a 700 000 soñadores y a 400 000 migrantes amparados bajo el programa de Estatus de Protección Temporal (TPS). Añaden la Ley de Modernización de Fuerza Laboral con promesas de permiso y residencia de trabajo a miles de trabajadores agrícolas. Frente a estas se levanta el llamado Plan Dignidad de los republicanos. Presentado por la congresista María Elvira Salazar, ofrece estatus legal renovable cada diez años a soñadores y trabajadores, pero sin darles ciudadanía. Cabe una interrogante sobre esta condición que supone dignificar la situación irregular de millones de emigrantes ya establecidos en Estados Unidos y otros que pudieran acogerse a los beneficios de la hipotética ley propuesta por Salazar y el grupo republicano. ¿Acaso la negación a conceder la ciudadanía sería aplicable a todos los considerados en este grupo, independientemente de la nacionalidad de su procedencia? ¿Supone la intención una forma de limitar en un futuro la posibilidad de voto a personas emigrantes en una maniobra de dejar sin ese derecho a posibles rivales ideológicos o partidarios haciendo del sistema electoral norteamericano un privilegio accesible a determinados grupos? Resulta contradictorio que tal propuesta venga precisamente de hijos de emigrantes asentados en un país cuyas raíces se extienden de manera universal, haciendo imposible a otros de igual condición el derecho a integrarse de manera ciudadana como hicieron sus ancestros. Vale señalar el origen extranjero y la forma irregular de ingreso al territorio que no pocas personalidades de Estados Unidos tienen en su pasado.

Otro fenómeno al que se presta particular atención en este fenómeno migratorio es el de los niños cruzando en solitario los pasos fronterizos. Evidente que esta ausencia de mayores responsables, padres, hermanos o tutores se debe al desespero de los que optan por poner a los más débiles en el camino de la salvación. O que en no pocos casos se trate precisamente de la situación irregular de sus mayores que viven en la parte norte de la frontera, provocando en parte esta especie de reunificación familiar en “extremis”. En cierta medida conecta con una situación parecida a la que en estos días se rinde tributo en un museo de Miami. Se trata de la operación Peter Pan organizada para recibir niños cubanos (poco más de 14 000) enviados por sus padres para que escaparan de la Cuba castrista en 1961. ¿Acaso aquella ola era más asimilable que esta que no tiene nombre ni apoyos institucionales, pero sí con sobradas razones y que espanta por las condiciones en que se realiza?

Finalmente, la cuestión de la amenaza invasora queda en la presunción de acuerdo con los datos aportados en un artículo de opinión publicado en El Nuevo Herald con la firma de Andrés Oppenheimer. En el escrito, el periodista se refiere al mito de la crisis migratoria y la necesidad desesperada de inmigrantes que tiene Estados Unidos, con una población envejecida, fuerza laboral con tendencia decreciente y tasas de fertilidad en caída. A esto se suma la disminución relativa de la emigración legal durante los cuatro años de Trump en la Casa Blanca en un drástico corte de 49 por ciento de los aceptados, según la Fundación Nacional para la Política Estadounidense, cita Oppenheimer. En este punto conviene recordar el hecho de que Trump concedió el TPS a los venezolanos apenas unas semanas antes de finalizar su mandato en una maniobra electoralista evidente.

Resolver este problema no es un asunto fácil. Es responsabilidad de los gobiernos garantizar la seguridad en las fronteras y evitar su traspaso ilegal. Pero del otro lado la presión no va a cesar. Hacen falta soluciones. En este contexto, el exmandatario dominicano Leonel Fernández llamaba el pasado enero a la creación de una reedición del Plan Marshall que ayudó a levantar a Europa de la posguerra, en esta ocasión dirigido a la recuperación de Latinoamérica. Un reto dirigido presumiblemente a Estados Unidos, pero que muy bien puede inferir a todas las naciones “felices” del mundo desarrollado, desbordadas por una profunda crisis global sin cuya solución el problema migratorio será siempre una amenaza latente para quienes lo temen, al resguardo de las fronteras que señalan los límites entre la prosperidad y la miseria.

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