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Cuba descubre la desigualdad

No hay muchos lugares en el mundo como la Fábrica de Arte Cubana, una vieja planta de aceite de cocina reconvertida en galería de arte, sala de conciertos y club nocturno que sirve de escaparate para la cultura cubana. Es jueves. El país acaba de elegir a Miguel Díaz-Canel y en la entrada hacen cola expatriados, cubanos y turistas, todos vestidos para matar en la sensual noche habanera. Por un laberinto de varias plantas, donde la música y la iluminación crean distintos ecosistemas, se derrama la fotografía, las vídeo-instalaciones, la pintura y el diseño industrial. Todo es vanguardista, exquisito y provocador. Nada que ver con lo que uno esperaría de un país aislado durante décadas y donde impera la censura. Una de las obras enfrenta a dos soldados cubanos, uno con la cara pintada de payaso. En otra se besan una anciana negra y una blanca.

Abierta hace cuatro años, la Fábrica es un negocio mixto de la iniciativa privada y el Estado cubano, uno de los símbolos de los nuevos tiempos que corren en la isla. Después de muchas décadas de comunismo sin fisuras, que hizo de La Habana un erial para el consumismo y creo una sociedad notablemente igualitaria, por más que fuera a la baja, la irrupción del capitalismo está creando oportunidades, pero también nuevos desajustes propios de la concentración de la riqueza. La mayoría de cubanos no pueden pagar los 7 euros que cuesta una copa en la Fábrica o el Fantaxy, una discoteca abierta no muy lejos de allí por Sandro Castro Arteaga, uno de los nietos de Fidel y Raúl. Por no hablar de las tiendas de Mont Blanc Cannon que destellan junto a los ruinosos edificios de La Habana Vieja.

Inversión y turismo

La nueva economía está creando una Cuba de dos velocidades, la que tiene acceso a las divisas de la inversión extranjera y el turismo y la que no. O, dicho de otra manera, la que cobra en pesos convertibles (CUC) y la que cobra en pesos cubanos (CUP). En esa fractura influyen también las remesas extranjeras, que se han doblado desde el inicio del mandato de Raúl Castro en 2008, al igual que el turismo. Muchos de los que reciben remesas están abriendo restaurantes, cerrajerías o peluquerías y acicalando sus casas para alquilarlas a los visitantes. Uno de cada cuatro cubanos trabaja ya en el sector privado.

“El dinero nunca había tenido tanto peso en Cuba como ahora”, dice un periodista que prefiere no dar su nombre. “Con Fidel casi todo era gratis o estaba muy subvencionado. Pagaban los rusos y a veces hasta había que avisar a la gente para que fuera a recoger sus salarios”. Los cambios iniciados durante la presidencia de Raúl Castro también finiquitaron la prohibición que impedía a los cubanos entrar en los hoteles y restaurantes reservados para turistas, comer langosta o acceder a las tiendas con productos importados. Ni siquiera se permitía la compra-venta de coches y casas, restricciones que convirtieron a la población en ciudadanos apestados de tercera. El Estado sospecha todavía de la acumulación de la riqueza y se asegura de que buena parte de los beneficios de la iniciativa privada recalen en las arcas públicas. Entre los privilegiados, pocos se están haciendo ricos. Como dicen en la calle: “el éxito en Cuba es más peligroso que el fracaso”.

Clase media

La nueva y pujante clase media convive con la masa de cubanos que trabaja para el Estado y cobra unos salarios medios de 25 euros mensuales en peso cubano, una miseria con la que es casi imposible salir adelante. O esos pensionistas que agonizan con menos de 10 euros, después de que muchos se jugaran la vida por la Revolución internacionalista en Angola, Etiopía o Nicaragua. “Con el salario estatal no te puedes ni comprar una bici”, dice Marisela Díaz, el nombre ficticio de una mujer de 54 años que trabaja en una de las ‘bodegas’ donde se recoge la dieta pírrica de la cartilla de racionamiento. “Aquí solo se arreglan los que tienen familia en el extranjero o cobran en divisas. Los demás somos unos muertos de hambre. El Gobierno dice que somos todos iguales, pero claro que hay clases”.

La élite incluye a los altos cargos del Estado y los militares, que disfrutan de prebendas y una economía ventajosa. Algunos de ellos viven en las mansiones de barrios como Siboney, donde un día vivió la oligarquía del régimen de Batista. Para el resto, la penuria obliga a toda clase de indignidades y pequeños actos de corrupción. Desde el jineterismo, que es una forma de prostitución, al hurto en el lugar de trabajo para sacar unos pesos extra en la calle. Otros simplemente optan por marcharse o dejan sus trabajos como maestros o médicos para trabajar con los turistas.

Mayor desafío

La economía es de largo el mayor desafío que tiene el nuevo Gobierno de Díaz-Canel porque el grueso de los cubanos tiende a pasar olímpicamente de la política para no meterse en problemas. “Es por puro miedo porque si protestas pierdes el trabajo y te hacen la vida un yogur”, dice otra cubana. En la última década el país ha crecido poco más de un 2% de media anual, una cifra demasiado baja para impulsar el desarrollo que necesita y sigue enfrentándose al embargo estadounidense, que impide al Gobierno acceder al crédito internacional, prohíbe la inversión directa estadounidense y castiga a muchas compañías internacionales que hacen negocios con Cuba.

Objetivamente el embargo ya no tiene ninguna justificación, por más que no le guste el régimen cubano, porque Cuba no representa ninguna amenaza para EEUU. Solo el presupuesto del Pentágono es ocho veces mayor que el PIB del país caribeño. No es más que un castigo colectivo como el que Israel impone en Gaza con el bloqueo. Nada indica, sin embargo, que vaya a cambiar con la Administración Trump.