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Cuba, los cubanos y un camino de rieles maltrechos

Foto de referencia

LA HABANA.- La imagen de un camión atascado debajo de un puente, al parecer en algún punto de La Habana, me puso a pensar en todo lo quebradiza que resulta la vida de los cubanos, y sobre todo en la fragilidad de nuestras expectativas. Los cubanos no podemos esperar mucho, pero aun sabiéndolo esperamos, siempre esperamos más, y hasta soñamos; lo terrible es que hacemos muy poco durante esa espera, quizá sea por eso que a muchos se nos apagan con frecuencia las expectativas, las esperanzas, quizá por eso nos hemos convertido en un pueblo de nómadas. En una isla de seres vagabundos, de gente errática.

¡De nosotros se dicen tantas cosas…! “Los cubanos son muy inquietos”; eso comentan quienes nos visitan con frecuencia, quienes escucharon hablar y luego hicieron conjeturas suponiendo que nos conocían bien, requetebién, incluso creyeron que podrían reconocer nuestras esencias. Y los cubanos también nos evaluamos a nosotros mismos, aunque creo que con demasiada benevolencia. “Los cubanos somos intranquilos”, así nos explicamos queriendo justificarnos.

Nosotros nos explicamos sin recato, y hasta alardeamos, y nos dejamos guiar por la impaciencia, nos desconcentramos con una facilidad pasmosa, lo que es, sin dudas, una manera de perder el centro, de mariposear, de hacer del vagabundeo vocación. Los cubanos revoloteamos y somos algo ansiosos, incluso hiperquinéticos. Todo eso se comenta para intentar explicar nuestros desplantes, nuestros fracasos. Los cubanos, en el discurso de los otros, y también en el nuestro, somos un desastre, una catástrofe que no se podría justificar, únicamente, con la “isleñidad”, con el mar y el sol por todas partes.

Nuestras intranquilidades, al menos en el discurso de los otros, son mucho mayores, más evidentes que las de un puertorriqueño, que las de un dominicano, que las de cualquier otra nacionalidad abrazada por el mar caribe. Sin dudas somos, para muchos, el “desastre” de esta zona, aunque en verdad no lo seamos tanto. Nosotros, que fuimos la más preciada perla del Caribe, nos convertimos con los años en un falso adorno. De nosotros se dicen muchas cosas, y algunas resuenan como infamias, pero muchas veces no son vistas de esa forma, y hasta las reconocemos como ciertas, y hasta nos jactamos.

Los cubanos, tristemente, hemos ganado galardones nada edificantes, galas que son deshonras, desprestigios, pero aun así seguimos presumiendo…, incluso de los errores, y hasta de los horrores. Y quizá todo sea culpa del pavoneo que el discurso oficial exhibe, un discurso que contradice la verdad, un discurso que todo el tiempo hace vanagloria y se jacta de minucias, que termina convirtiendo en heroicidad la nadería, aunque en la realidad pasemos todo el tiempo haciendo lo menos productivo, aunque pasemos todo el tiempo en el invento, en el “tíbiri tábara”, ese “tíbiri tábara” que cantaba Daniel Santos y que parece que inventamos los cubanos en medio de una improductiva e irresponsable gozadera.

Así pasamos la vida, tristemente y sin notar lo que pasa de verdad, sin advertir las responsabilidades que tenemos con el cambio, con el futuro de la isla. Los cubanos somos capaces de alabar a una vaca pinera, y hasta le hacemos estatuas como si se tratara de un prócer de la patria. Los cubanos aplaudimos sin recato lo que es inaplaudible, pero luego pensamos en el viaje, lo que más nos gusta, lo que nos destaca más. Nos gusta el viaje y la labia, el discurseo, eso que, sin dudas, no es locuacidad. A nosotros nos encanta el “conversao”, pero lo que más amamos sigue siendo el viaje, ese que ya nos hace parecer una tribu nómada.

Y es que los cubanos somos viajeros incansables, nómadas, errantes, o quizá lo mejor sea decir que también somos vagabundos. El viaje, la escapada es, en gran medida, nuestra esencia, al menos en los últimos sesenta años. Cuba, desde hace mucho, es un camino de rieles, una autopista llena de baches; pero, aun así, ese camino de rieles, ese asfalto ofrece a unos pocos algún cambio en sus destinos. Y el destino más socorrido es ese que va del este al oeste, del oriente al occidente, siempre buscando algo mejor, algo que parece inalcanzable “en casa”, que no se puede conseguir en ese sitio donde se está, ese que nunca es “donde mejor se está”.

Los cubanos tenemos en el centro al viaje, y mucho más si se está sobre el oriente, sobre el este, algo más desprotegido que la ciudad que es capital, que es el centro de las decisiones. Nosotros los cubanos salimos a probar suerte, y el primer empeño se realiza casi siempre en un tren que atiborramos de esperanzas, un tren que repletamos de miserias. Los cubanos hemos puesto sobre rieles, muchas veces, nuestra suerte, nuestros futuros, mientras los más inquietos se deciden por la autopista que atraviesa gran parte del caimán, esa que también tiene montones de chapucerías, infinitos baches, tantos que cualquiera de ellos podría poner frenos a todas las expectativas del viajero.

Nuestras expectativas dependen de una línea férrea por donde circula un tren, de una “línea férrea” que decide un partido que lo decide todo: las líneas férreas, las autopistas, las tortuosas y maltrechas carreteras, los caminos vecinales, las veredas y todo lo demás, hace que nuestras expectativas sean vulneradas fácilmente como sucede en esa imagen que muestra el atasco de un camión y de un camionero, que no supieron calcular las posibilidades que la realidad ofrece.

Eso nos sucede con frecuencia; no son pocos los que suponen que lo mejor es el movimiento, que el viaje es lo más prudente, que la otredad es la salvación. Los cubanos, al menos unos cuantos, quizá muchos, creemos que la garantía de un futuro mejor está sobre el camino de rieles, sobre el asfalto caliente de una “autopista”. Son muchos los que suponen que solo el viaje propiciará la salvación, que solo el viaje conseguirá la añoradísima otredad, esa posibilidad de ser otro que, suponemos, se consigue únicamente con el viaje.

Así, con el viaje, se ha desgastado la nación, se ha devastado el país. Así, con el viaje de tantos, ha sobrevivido el comunismo, y así, gracias al viaje de tantos, los “poderosos del poder” trazaron carreteras en las que ocurren cientos, quizá miles, de accidentes. Así hicimos el viaje sobre el camino de rieles,  así hicimos el camino sobre el asfalto y el bache, así vencimos la distancia en medio del mar embravecido, acosados por las furias de los vientos que acosan al avión. Así hemos viajado los cubanos, así se ha desangrado un país, en lugar de buscar las vías para restaurarse, en lugar de que el techo no nos quede bajo como a ese camión atascado de la imagen.

Quizá alguna vez conseguimos, entre todos, una vía que sea mucho más que una trunca línea de rieles, más que una autopista con agujeros, más que un espacio aéreo azotado por ciclones, más que un mar que se embravece con frecuencia que se traga a los viajeros, más que una deplorable carretera de provincia que haga volcarse a una rastra llena de palomas, mucho más que una “monumental” en la que una rastra corre el riesgo de trabarse si la altura de los puentes no resultan idóneas, si su altura no es capaz de superar las expectativas de los cubanos.

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Jorge Ángel Pérez

(Cuba) Nacido en 1963, es autor del libro de cuentos Lapsus calami (Premio David); la novela El paseante cándido, galardonada con el premio Cirilo Villaverde y el Grinzane Cavour de Italia; la novela Fumando espero, que dividió en polémico veredicto al jurado del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos 2005, resultando la primera finalista; En una estrofa de agua, distinguido con el Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar en 2008; y En La Habana no son tan elegantes, ganadora del Premio Alejo Carpentier de Cuento 2009 y el Premio Anual de la Crítica Literaria. Ha sido jurado en importantes premios nacionales e internacionales, entre ellos, el Casa de Las Américas