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Cuba: Una balsa náufraga

Una escena de una calle de La Habana  (Foto AP)

LA HABANA, Cuba. – Hace unos años viajaba yo en un “almendrón” escuchando al chofer que hacía la defensa de cierta teoría sobre el retorno de los cubanos a los instintos más esenciales, “los más dignos”. Aquel hombre, aferrado al timón, se empeñaba en describir el comportamiento de sus coterráneos; cobraba, daba vueltos y continuaba su monserga estableciendo símiles entre las cabezas erguidas y orgullosas de los cubanos con las de algunos animales que exhibían grandes cornamentas y que les resultaban de gran utilidad a la hora de enfrentar a sus depredadores. “Pueblo digno”, aseguraba aquel que daba apariencias de haber dedicado a Darwin alguna lecturita, y también a algunos de sus seguidores de la escuela psicológica de Chicago.

Hoy, y después de algunos años, he vuelto a recordar al chofer que me tuvo tan inquieto durante aquel viaje que, por suerte, no fue más allá de los veinte minutos. Resulta que esta mañana busqué, obcecado, algo de “jama” y pensé otra vez en Darwin, en el chofer del “almendrón” y en esas teorías que intentan explicar la psicología del hombre y su relación con el mundo animal. Hoy conseguí comprar picadillo de pavo, y…nada más, pero algo curioso sucedió después, cuando me crucé con muchísimos habaneros que ya no exhibían esa cabeza erguida que solo sería posible en la jactancia del “botero”; esos cubanos ya no miraban al frente, sus ojeadas hacían un camino descendente, en caída, que los obligaba a inclinar el cuello. Sus miradas terminaron siempre en mi jabita de nailon.

Y esos cubanos, angustiados, no ostentaban exuberantes cornamentas ni parecían dispuestos a defenderse de otro enemigo que no fuera el hambre. Sus mundos se reducían a un deseo, a una búsqueda, a la mirada indiscreta que les permitiría la supervivencia, y para eso había que doblar el cuello, bajar la mirada hasta la jaba y, lo que resultaba más extravagante, eran capaces de reconocer lo que yo guardara en ellas; y peor resultó que indagaran sin recato queriendo saber dónde había conseguido el picadillo de pavo, lo que me hacía imaginar a Darwin, y a sus seguidores, de paseo por La Habana de estos días. Sin dudas, la cabeza gacha y los ojos que hurgan en lo ajeno, la indiscreción, llevaría a cualquier darwiniano a suponer cierta involución.

Si Darwin viniera hoy a la isla, cosa improbable, conseguiría la certeza de que cualquier rincón cubano sería bueno hacer indagaciones, pero no en las cabezas erguidas y coronadas. Darwin y sus seguidores podrían tantear en las cabezas gachas, y plenas en desconciertos, de los isleños; podría teorizar atendiendo a nuestras expresiones corporales, a nuestras inspiraciones picarescas, pero también atendiendo a nuestros silencios, al miedo que nos asiste y que nos pone justo al lado de esos animales que intentan defenderse torpemente de cualquier adversidad.

Cuba está hoy llena de “pensadores” angustiados que se devanan los sesos inquiriendo a su futuro. Se les ve en cualquier sitio, sentados en la puerta de su casa o en un parque; el codo derecho sobre el muslo izquierdo, la palma abierta que sujeta al mentón y al miedo, al desamparo, a ese desasosiego que antecede al futuro más incierto, y posiblemente trágico. ¿Y en qué piensan esos cubanos pensadores? Sin dudas en el hambre, en la miseria y la desprotección.

Cuba vive en medio de una crisis, pero el gobierno sigue apostando por los grandes sacrificios, esos en los que jamás se implica. Esta isla es lo más parecido a una balsa ya vencida, y en la que sus desamparados navegantes no pueden hacer otra cosa que mirar hacia abajo, a las profundidades de un océano que puede tragarlos para siempre.