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Cuba y Cataluña, la invención de la propaganda independentista Cubanet

Un manifestante pro independencia (AFP)

PARÍS, Francia.- La gestión de la crisis catalana prueba que España siempre ha sido una pésima comunicadora. Sus gobernantes inspirados la mayor parte del tiempo por valores cristianos, nunca han comprendido cómo cierto protestantismo, acaba siempre ganando la “batalla de las ideas”. Tal vez por esa razón, no opusieron resistencia a las patrañas de la Leyenda Negra ―alimentada con los escritos de sus propios intelectuales―, creyendo ingenuamente que como las obras son amores, la verdad acabaría saliendo a flote. Durante el siglo XIX, colmo de su ceguera política, el Imperio prohibió la circulación de los trabajos de Humboldt, quien repetidamente manifestó su admiración por el modelo de sociedad multicultural que había hecho de América una de las regiones más prósperas del mundo.

El grito independentista de los españoles de Cuba en 1868 no fue una excepción a esta regla. Cuando se consultan los documentos de época, se comprende de inmediato que los rebeldes a pesar de no haber ganado jamás ninguna batalla significativa, supieron presentar a la opinión pública internacional un riquísimo relato, que no sólo despertó simpatías inmediatas fuera de la isla, sino que sirvió de sustento posterior a la invención de la nación cubana.

Criollos responsables de su suerte

Los españoles de Cuba, preocupados por la influencia que alcanzaban en Madrid la ideas abolicionistas, encontraron en el comercio peninsular y sus negreros ―entre los que destacaba el bisabuelo del catalán Arturo Más―, unos aliados incondicionales a la hora de exigir en 1837, a las Cortes del reino la segregación de la isla del ámbito constitucional. En efecto, los criollos dueños de la agricultura habían conseguido hasta esa fecha una relación ventajosa a su favor; pensaban justamente que, mientras las arcas del Estado siguieran alimentándose con sus impuestos, continuarían manteniendo el poder real dentro de la isla. En ese sentido la asonada de 1868 carecía de sustento ideológico, y hubiera sido fácil probar que fueron sus propios coterráneos quienes les habían privado de los derechos civiles que ahora estaban reclamando con las armas, y no Madrid.

La verdad es que en aquella Habana alegre y vestida de azul, que celebraba en la acera del Louvre y el Teatro Villanueva las “victorias” de Céspedes y la debilidad de un Capitán General que llegó ingenuamente con la mano tendida, no tenía razones para quejarse. La vida era dulce y la prosperidad evidente. Sin llegar a los altos índices de saneamiento que alcanzaban algunas ciudades norteamericanas, la capital se acomodaba con lo que tenía, que no era poco. La juventud podía dedicarse a las elucubraciones románticas y al estudio de los misterios del Gran arquitecto del universo, gracias a las rentas de sus fincas movidas por la mano esclava; se informaba de las últimas noticias del mundo, por el cable submarino que funcionaba desde 1867, mientras que dejaba en manos del gobierno y de la Iglesia algo tan importante como la salud de las dotaciones bien alimentadas y menos diezmadas por la viruela desde la introducción de la vacuna en 1803. El 11 de octubre de 1868, mientras las desordenadas tropas de Céspedes sufrían su primera derrota en Yara; desde el Diario de la Marina, se invitaba a los interesados a presentarse en la iglesia de Jesús del Monte y en la Beneficencia para hacerse vacunar.

A esa misma hora, desde el puerto La Habana se despachaban seis buques para los Estados Unidos, Sudamérica y Europa, y se estaban cargando otros 13. La navegación de cabotaje tampoco se dejaba al azar. Los comerciantes de la ciudad podían desplazarse cómodamente a cualquier punto del país en modernos navíos de vapor o de vela. De la misma manera, en el puerto atracaban los vapores para travesías más largas, cuyos destinos, por sólo 100 pesos, pondrían a soñar a cualquier cubano en la actualidad: Veracruz, Nueva Orleans, Hamburgo, Southampton y Saint Nazaire…

La vida capitalina se animaba con frecuencia por el sorteo de la lotería y por rifas organizadas por compañías de seguros; sin olvidar las representaciones teatrales cotidianas en el Villanueva, bailes, prostitutas y otros regocijos al alcance de todas las bolsas. Pero todo eso contó poco cuando los españoles de Cuba se declararon la guerra y empezaron a matarse entre ellos, exactamente igual que ocurrió con la guerras Carlistas en la Península.

La razón no puede nada

Sin embargo, como está ocurriendo en estos días con Cataluña, el Gobierno creyó suficiente oponerse a la ideología independentista con imparables argumentos legales y económicos ―sin omitir llegado el caso la fuerza bruta―, creyendo que de ese modo se conseguirían apagar las románticas veleidades de sus paisanos. Como sabemos, los cálculos de unos y otros se vieron frustrados por los acontecimientos, y hoy Cuba ya no forma de España y los cubanos creen de verdad que son una raza aparte, excepcional y única en su género.

Mientras que, a pesar de la guerra, la prensa y las Cortes del reino trataban el tema de Cuba de manera puntual, los cotidianos de los Estados Unidos se interesaron en la misma desde finales del de 1868. Al año siguiente, las noticias que llegaban desde Cuba dando parte del conflicto crecieron de manera exponencial. Incluso comenzó a circular un librejo con un sugerente título: The book of blood, donde aparecían los nombres de todos los fusilados por los malvados voluntarios entre 1868 y 1873.  El portal de internet latinamericanstudies.org referencia no menos de dos mil cuatrocientas entradas, sólo para ese año. Dichos periódicos alimentaban cotidianamente la sed de saber de sus lectores con noticias falsas. Entre ellos, tres creadores de opinión, El New York Times, el New York Herald y el New York Tribune, cuyos administradores y dueños, pagados crasamente por los emigrantes, tomaron partido por la causa cubana, publicando indiscriminadamente las informaciones que les suministraba la Junta Cubana de Nueva York.

El interés por Cuba no era nuevo en el país, pero la guerra civil y el fantasma de la próxima anexión ―animada  por la prensa, pero sobre todo, por las atrevidas declaraciones de los propios insurrectos―, exacerbaron el interés de muchos de los desmovilizados de la recién concluida Guerra de Secesión. Del mismo modo, no pocos aventureros europeos, que salieron huyendo del viejo continente después de 1848, vieron la oportunidad de enriquecerse, apoderándose por la fuerza de tierras en la isla. Para muchos norteamericanos la perla del Caribe era un país fabuloso y próspero. En todo caso, la aventura cubana se les antojaba una alternativa menos arriesgada que la de exponerse a perder el cuero cabelludo entre las manos de algún apache. Es evidente que la prensa anglosajona siempre ha preferido destacar las maldades de España que las propias, y la verdad es que la primera guerra civil de Cuba permitió que la opinión pública norteamericana se concentrara más en lo que pasaba en la isla que en el Arizona. Si a esto añadimos los enganches de mercenarios que se producían a la vista de las autoridades a principios de 1869, se comprende mejor la expectativa que este conflicto generó y el interés de la prensa en el mismo.

Victoria simbólica

Los españoles de Cuba, educados en el extranjero, sabían que no podían ganar la guerra real, pero que sí podían vencer en la contienda simbólica manipulando a los medios de comunicación. Hay que decir que lo tenían fácil. España los consideraba como a ciudadanos de segunda zona, casi salvajes sin taparrabo (esto último no ha cambiado hasta hoy, basta ir a hacer alguna gestión al consulado general en La Habana para comprobarlo). Para contrarrestar esta situación poco se podía hacer desde la Península; si todavía en 1898 Leopoldo Alas fue acusado de traidor por atreverse a calificar aquel conflicto como una guerra civil entre españoles, en 1868 mantener una posición distinta a la oficial era cuando menos un suicidio.

Por esa razón, la contrapropaganda no se estructuró de manera eficaz, y los esfuerzos por crear un órgano periodístico en los Estados Unidos destinado a ese fin fueron infructuosos. Hoy se le echa en cara al gobierno de Mariano Rajoy su incapacidad para oponerse a los independentistas en el terreno simbólico, sin embargo vemos que durante la Guerra de Cuba se produjo el mismo fenómeno. La cancillería española, convencida sin dudas de sus buenas razones, fue incapaz de proponer otro relato a sus interlocutores internacionales, dejando toda la iniciativa en ese campo a los rebeldes, que no la desaprovecharon. La contrapropaganda se quedó en La Habana, limitándose a los razonados artículos del Diario de la Marina o a los exacerbados discursos de G. Castañón desde la Voz de Cuba. El Moro Muza por su parte, se burlaba de los insurrectos con sus divertidas caricaturas, pero ninguno de ellos consiguió superar el marco de sus lectores ganados a la causa, y mucho menos trascender fuera de la isla. Demás está recordar que ese mismo circo se repitió en 1895, y aunque esta vez fue denunciado por el único corresponsal decente, George Bronson Rea, que salió de su hotel en La Habana para enterarse realmente de lo que estaba ocurriendo en Cuba, no fue suficiente.

Como sabemos los cubanos ―y  no quiere recordarlo España―, la prensa amarilla, sumada a la propaganda de la Junta Separatista, consiguieron su objetivo, precipitar la intervención de los Estados Unidos en la guerra civil y la ruina de Cuba.