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Cuba y la represión de terciopelo

Chequeo de Inmigración en el Aeropuerto Internacional José Martí (habanalinda.com)

LA HABANA, Cuba.- El pasado 26 de abril fui citada por la Dirección de Identidad, Inmigración y Extranjería (DIIE) de La Habana. Allí, un oficial de la Seguridad del Estado (SE) que se presentó como capitán Jorge, se dedicó a calumniar a mis colegas Augusto César San Martín y Rudy Cabrera, antes de iniciar una seguidilla de amenazas veladas en mi contra.

Ingenuamente, achaqué su pasiva agresividad al cambio de gobierno y pensé que me habían llamado porque era “mi turno en la cola” para recibir advertencias, como habían hecho ya con otros periodistas independientes.

Salí de mi error el 16 de mayo en el aeropuerto internacional José Martí, cuando fui detenida en el Punto de Control de Inmigración y un agente de la DIIE me informó que no podía viajar. Las razones él no las sabía, puesto que solo cumplía órdenes de la Seguridad del Estado. Rompió mi pase de abordar y me escoltó hasta el buró de Air Canada para notificar mi caso y me fuera devuelto mi equipaje.

No voy a detenerme en los pormenores del peloteo y la burocracia. Basta decir que regresé a mi casa a media mañana y mi maleta se fue a Toronto porque no dio tiempo a sacarla del avión. La recuperé al día siguiente, con mis pertenencias intactas.

En los últimos meses la SE ha impedido salir del país a casi todos los periodistas independientes, activistas y opositores, sin que las víctimas cuenten con recursos legales para cuestionar y defenderse de tales métodos.

La prohibición de salida me fue informada el mismo día en que el canciller cubano Bruno Rodríguez Parrilla afirmaba ante la ONU que en Cuba se respetan los derechos humanos. El cinismo y la desvergüenza de los diplomáticos de la Isla no conocen límites, como tampoco la complicidad de ciertos organismos internacionales que tienen la responsabilidad moral de velar por los derechos civiles.

En nombre de la educación y salud pública “gratuitas” los cubanos hemos sido despojados de nuestras restantes libertades ciudadanas, sin disponer de vías legales para recuperarlas. Los periodistas independientes somos regulados, criminalizados y tratados como amenazas a la seguridad nacional; formas sutiles de violencia que tienen un efecto nocivo desde el punto de vista psicológico y emocional.

Mi viaje a Canadá era de turismo. Como muchos cubanos, he vivido ajustada al esquema de “dinero para comer y vacaciones para arreglar la casa”; así que mis amigos me invitaron a disfrutar de mis primeras vacaciones reales.

Ahorré durante meses para comprar los pasajes, consciente de que podía darse el caso de que no me dejaran salir, y no quería que ellos perdieran su dinero. Lo hice con la enorme satisfacción de no depender totalmente de la generosidad de otros —como han tenido que hacer los cubanos durante décadas—, y poder pagarme el viaje con el fruto de un trabajo honesto en un país donde la subsistencia depende en gran medida del robo y otras ilegalidades.

No soy de los que colapsan cuando no pueden viajar, porque no me dedico a traer mercancía para vender, ni sufro comparando la Plaza Carlos III con el Dolphin Mall. Pero me interesa conocer la vida que existe más allá de este feudo rodeado de agua, para que el poder no se cebe con mi ignorancia como lo ha hecho con la de tantas generaciones de cubanos.

Recuerdo que durante aquella entrevista el capitán intimidador de mujeres me advirtió: “(…) una vez que la Seguridad del Estado te pone la mano, es para toda la vida”. Nadie cree que funcione de esta manera, ni el alcance que tiene el miedo infundido por la policía política cubana.

Cuando mi amiga supo que no me habían dejado subir al avión, pensó que era una broma. Fue de la ira a la tristeza, luego a la decepción y finalmente me hizo saber lo siguiente: “…de más está decirte que cuando hables con ellos (la Seguridad) o lo que sea que pase, nos dejes fuera del asunto, ni siquiera menciones mi nombre. Lo último que quiero es una reunioncita con la Seguridad en mi próximo viaje a Cuba”.

Es un terror con raíces tan profundas que ella, aún siendo ciudadana canadiense, amparada por otras leyes y otra Constitución, se convirtió de repente en un ser paranoico que incluso me culpa por lo sucedido, porque en lugar de emigrar decidí quedarme en un país sin democracia, donde el gobierno arremete con impunidad contra sus ciudadanos. A su modo de ver, si algo peor me ocurre, la culpa es mía.

Con ese miedo irracional que no desaparece ni poniendo mar de por medio, cuenta la Seguridad del Estado para violar los derechos de los periodistas; atropellos deliberadamente ignorados por entidades internacionales que conocen muy bien el proceder dictatorial del gobierno cubano en materia de libertades civiles.

La mayoría de los insulares están convencidos de que no vale la pena alzar la voz y la decisión más segura es irse. Yo elegí quedarme y joderme; pero acuso al gobierno cubano y la Seguridad del Estado por ocasionarme daños emocionales y económicos. El problema no es el viaje perdido, sino la injusta circunstancia de no poder emplear recursos legales para defenderme de un poder unilateral que secuestra mis derechos y amenaza a mis seres queridos.

En Cuba nada ha cambiado. Las largas condenas en prisión han sido reemplazadas por intimidación, detenciones breves, decomisos, allanamientos, citaciones, difamación, prohibición de viajar… No es como la Primavera Negra, es un sistema de agresiones sostenidas con el fin de desgastar a la persona. Una represión de terciopelo, que también sirve para estrangular.