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Cubanos sin dinero en medio de la pandemia

LA HABANA, Cuba.- Papito es chofer de bicitaxi. Hasta el 11 de abril, fecha en que el gobierno cubano decidió suspender todo el transporte público y privado, su rutina laboral comenzaba a las 7 de la mañana, con un alto a la una de la tarde para almorzar y echar una siesta, y retomar la faena hasta las 8 o 9 de la noche. Cuenta que cada día se iba a casa con una ganancia neta de 25 o 30 CUC por transportar pasajeros en la bici solo dentro de los límites de la Habana Vieja. También reconoce que terminaba molido, con un dolor matador en la espalda baja que lo obligaba a destinar parte de sus ganancias al bolsillo del comerciante de medicamentos de su cuadra, seguro proveedor de analgésicos y relajantes musculares.

Papito solía decir que en cualquier momento dejaba la bici, que no podía más. A pesar de hallarse en sus cuarenta y tantos, y de considerarse un luchador, opina que manejar un bicitaxi está entre los trabajos más duros que existen en Cuba, con el añadido de una implacable persecución policial que incluye multas, arrestos y decomisos.

La llegada de la COVID-19 y el plan de contingencia proyectado por el régimen no le dieron tiempo a decidir. Está cesante desde hace más de un mes y su esposa Sonia, que limpiaba casas de alquiler a turistas, ha tenido que invertir sus escasos ahorros en la compra de artículos de primera necesidad para revender.

Entre ambos crían dos hijas en edad escolar. En casa todo se comparte y todos tienen responsabilidades; pero la reorganización de la vida familiar y un severo plan administrativo no han sido suficientes para soportar las consecuencias del paro laboral. La familia consumió a inicios de mayo lo que quedaba de sus reservas, y con la nueva medida que obliga a los residentes de Habana Vieja a comprar con una tarjeta específica los productos racionados, el negocio de reventa se ha visto muy perjudicado y también la limitada ayuda que Sonia podía llevarle a su madre, una mujer de 76 años que vive en El Cerro.

La situación ha obligado a Papito a convertirse en colero. Se levanta a las cinco de la madrugada y sin desayunar sale a marcar en todos los mercados cercanos. Para asegurar su turno toma fotos de las personas que tiene delante y solo cuando ve la cola crecida y encaminada regresa a su casa, donde ya Sonia está preparando la primera comida del día. A las nueve en punto, horario de apertura de las tiendas, Papito y su esposa están en sus respectivos puntos de control. Como hay una sola tarjeta para los dos, toman la precaución de marcar dejando veinte o treinta personas por delante; o van rotando, para darle tiempo al otro de comprar y regresar con el bendito pedazo de cartulina.

Las peores colas son para el pollo y el aseo. Hay mucha policía y mayor vigilancia a las personas de la cola, para ver quién repite. En algunas tiendas escanean el carné de identidad para evitar que el cliente vuelva a comprar hasta pasadas 72 horas, y en otras un oficial anota en una libreta el número de la tarjeta de cada cliente, para luego chequear quiénes compran varias veces. Según explicó a CubaNet una cajera que prefirió no revelar su identidad, la persona que compre tres veces o más en la misma tienda durante la semana, puede ser considerada acaparadora.

Papito y Sonia procuran comprar los cárnicos más baratos, dígase picadillo y salchichas, sucedáneos de plato fuerte que pueden ser aumentados con papitas fritas o vegetales. El pollo que consiguen se queda en casa, y una parte para la madre de Sonia. El grueso de la factura consiste en puré de tomate, aceite, jabones, leche —evaporada o entera— y confituras.

Con esos productos Papito prepara un bulto de acuerdo a las cantidades que legalmente puede tener encima un ciudadano, y en la bicicleta que le alquila un vecino se va a repartos lejanos (Mantilla, Párraga, Palatino, Monterrey, zonas del Cotorro, Santos Suárez, Lawton) para revender cada tubo de picadillo que cuesta 1.40 CUC en 60 pesos; el paquete de salchichas de 1 CUC a 50 pesos; la botella de aceite de 2 CUC en 3 o 4 CUC; cada jabón de 0.30 centavos CUC en 20 pesos y así sucesivamente. Es un negocio tan poco redituable que el pobre hombre piensa en sus hijas para obligarse a seguir sin quejarse.

Admite que las chucherías tienen buena salida porque los niños en aislamiento comen más. Se ha hecho de clientes fijos que lo llaman por teléfono y le encargan cosas, pero el número de pedidos es muy superior a lo que puede comprar con la tarjeta; así que aunque él y su esposa hacen colas todos los días, los viajes a los repartos son tres o cuatro veces por semana, luego de haber acumulado mercancía suficiente para que el esfuerzo de pedalear tantos kilómetros rinda frutos.

“Nunca me imaginé estar metido en esto”, afirma mientras se presiona a intervalos la parte baja de la espalda. Confiesa que ese trapicheo lo tiene con el corazón en la boca por el miedo a la policía, y ruega porque el virus se vaya para volver a su bici, que ya no le parece tan brutal.

Papito teme que el control por parte del Estado se haga más férreo y pongan un escáner electrónico en todas las tiendas para que la gente no pueda comprar seguido. No entiende cómo es posible que el gobierno haya dejado a tantas personas sin tener de dónde agarrarse. Considera que en el caso de los bicitaxis hubiera sido suficiente con orientar que cada chofer tuviera su pepino de agua con cloro para limpiarlo bien, y poner inspectores para chequear la desinfección de los vehículos entre una carrera y otra.

“Si total, los molotes no se han acabado (…) Entre mi asiento y el del pasajero hay un metro, pero a nadie le interesa qué pasa con mi familia cuando se acaba el dinero (…) Yo no quiero andar en esto pero todo está para’o y me quedé sin un centavo, nada, no tenía nada”.

Sin ayuda del gobierno ni ahorros considerables, el plan alternativo de muchos trabajadores para sobrevivir durante la pandemia ha sido delinquir. En Cuba todos los caminos conducen al delito, quiéralo o no la persona, porque la posibilidad de que miles de ciudadanos quedaran en cero, sin dinero ni comida, y además con hijos, no fue jamás ponderada por el régimen a la hora de tomar decisiones para enfrentar la crisis.

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