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Daniel Chavarría y la Cuba de los maleducados

El escritor Daniel Chavarría (telesurtv.net)

LA HABANA, Cuba.- Luego de la primera edición uruguaya, en septiembre de 2013, acaba de ser publicado por la Editorial letras Cubanas Yo soy el Rufo y no me rindo, el más reciente libro del escritor uruguayo residente en Cuba Daniel Chavarría. Es una biografía novelada de Raúl Sendic, el líder de los Tupamaros, aquella guerrilla urbana que a inicios de los años 70 estuvo a un tilín de convertir a Uruguay, la llamada “Suiza de América” en uno de los muchos Vietnam por los que clamaba Che Guevara.

Chavarría, un guerrillero frustrado que se vino a Cuba en 1969 a bordo de una avioneta que secuestró a punta de pistola en Colombia, no siente hoy prurito alguno por la violencia revolucionaria de los Tupamaros, o terrorismo, llamémoslo por su nombre, que no fue otra cosa lo que practicaron, por muchos atenuantes y justificaciones que le quieran buscar.

Chavarría no se esfuerza en disimular que hace la apología de Sendic. Todo lo contrario. Advierte: “Esta biografía en formato novela proclama a Raúl Sendic Antonaccio, el mayor quijote que ha dado la historia de la República Oriental del Uruguay, y en ese tono quiero cantarle a mi descomunal compatriota, con toda la hipérbole que me inspira la hazaña de su vida”.

Los líderes revolucionarios mesiánicos, como Raúl Sendic, que se creía el continuador de Artigas, y Fidel Castro, el continuador de Martí, fascinan a Daniel Chavarría.

Su adoración por Fidel Castro mereció un punto y aparte. Confesó el escritor que de tanto que lo admiraba, en algunas recepciones, se puso impertinente.

Con varios tragos de más, después de una cena en el Palacio de la Revolución, le espetó al Comandante que era un error negar su condición de dictador, sólo que lo era a la manera de los dictadores de la República Romana, como Cincinato o Fabio Máximo.

En otra ocasión, en una casa de protocolo, desquiciado ante la presencia del Máximo Líder, se arrodilló, y con los brazos abiertos, le pidió abrazarlo. No conforme, todavía de rodillas y con los brazos en cruz, como un penitente ―o un aura tiñosa―, le imploró: “Déjeme darle un beso, Comandante”.

Daniel Chavarría explicaba que Fidel Castro lo enardecía, “pero con efectos insólitos, como el de trastornarme e inducirme a decir sandeces”.

Yo soy el Rufo y no me rindo, con sus introitos cervantinos, el exceso de uruguayismos y su panfletismo a pulso, más que cansón, me resultó revulsivo. Aunque la revulsión no fue tan vomitiva como la que me causó hace varios años Y el mundo sigue andando (Editorial Letras Cubanas, 2008), las memorias de Chavarría donde los cubanos, como pueblo, salimos bastante mal parados.

Chavarría dice amar a Cuba, donde ha vivido 48 años ―mucho más del doble del tiempo que vivió en su natal Uruguay― y ha escrito sus libros. Pero a juzgar por lo que dice en sus memorias, su amor no es por los cubanos, sino por solo uno de ellos: Fidel Castro. Y si acaso, cuando más, por los cinco agentes del G-2 que estuvieron presos en los Estados Unidos, y a los que dedicó el libro sobre Sendic.

Lo único que le reprochaba Chavarría a Fidel Castro era que no hubiese logrado reeducar a los cubanos.

Confesaba Chavarría en sus memorias que, cuando llegó a Cuba, el paraíso revolucionario regido por su idolatrado Fidel Castro lo desilusionó e hizo tambalear sus conceptos sobre la factibilidad del socialismo.

Explicaba el escritor que la gente andaba mal vestida, hablaba a gritos y era grosera y amargada; las calles estaban sucias, los baños públicos clausurados y los capitanes de los mal abastecidos y casi inaccesibles restaurantes trataban a los comensales como si fueran presidiarios.

El recién llegado uruguayo, que tenía que comprar turnos a los coleros para poder cenar en un restaurant, no habría tratado mejor que los capitanes a “aquel populacho mal vestido, que comía con modales horrendos, sorbía la sopa, se metía los dedos en la nariz y forrajeaba con sus bolsos”.

Para salir de su desencanto, Chavarría necesitó los consejos de otro aeropirata, un profesor argentino apellidado Irigoyen. Explicaba Chavarría: “Me hizo ver mi comportamiento de señorito burgués, escandalizado por el mal gusto de las zapatillas de plástico rosadas y por los eructos de los comensales, sin ver que en Cuba se había entronizado el milagro de una verdadera revolución popular; y que esas personas feas, maleducadas y peor vestidas que yo veía escupir sobre las losas pulidas de un restaurante y apretujar sus sobras en grandes bolsas de nylon, era el auténtico pueblo cubano”.

Irigoyen instó a Chavarría a “compartir las carencias de este pueblo y ayudarlo a que fuera un día más culto, tuviera mejor gusto, mejores zapatos y supiera comportarse en los restaurantes”.

Chavarría está convencido de que “el perfeccionamiento masivo de un pueblo requiere mucho tiempo”. Y pone el ejemplo de los franceses, que según afirma, empezaron a reeducarse en 1789, con la revolución, y por eso ya no escupen ni eructan en los restaurantes.

Supongo que a Daniel Chavarría ya no le importe ya que los cubanos aún no sean el pueblo mejor alimentado, vestido y calzado que él sueña, que aún eructen, escupan en el suelo, griten palabrotas, se rasquen la entrepierna y forrajeen en jabitas de nylon las sobras para alimentarse a sí y también a sus puercos, perros y gallinas.

¿De veras creerá Chavarría que siempre los cubanos fuimos así? ¿No barruntará que la culpa de todo ese desmadre es de la revolución de Fidel Castro, y que tal vez los uruguayos estuvieran por el estilo si Sendic y los Tupamaros se hubieran apoderado del poder por las armas?

Chavarría debe tener la certidumbre de que los males que no se han podido erradicar en Cuba, sino que más bien se han agravado, algún día, aunque ya no esté el Comandante, desaparecerán. Será en el año 2030, o dentro de dos siglos, cuando se logre materializar ―si es que alguna vez se logra― el socialismo próspero y sostenible del que hablan en los congresos del PCC. Con tantas sandeces como habla y escribe Chavarría, va y hasta se lo cree…

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