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El hambre es el mejor condimento Cubanet

Un baracoense utiliza los escombros que dejó el huracán Matthew tras su paso para improvisar una cocina (Foto: EFE)

LA HABANA, Cuba.- Mi abuela paterna solía decir que el hambriento recibía agradecido el peor plato. Luego supe que Cicerón, el romano, aquel que también fue político y orador, dijo algo más sobresaliente antes que ella: “El hambre es el mejor condimento”, aseguró el senador, y aunque no tengo la certeza de que conociera el hambre en carne propia, de retórica sí sabía más que mi abuela.

Pero el hambre no es retórica. El hambre es mucho más que una palabra, y aun cuando los discursos la usen para explicar el vacío del estómago, no la aplacan, y de eso sabemos los cubanos. Apaciguar el hambre con retórica es lo que han hecho durante siglos los políticos, sabiendo incluso que ella inutiliza y mata. Entonces los filósofos intentan explicar la duda, y con ella el hambre; quien no lo crea que recuerde al asno que sirvió a Buridán para explicar esa duda, aquella especie de crisis de elección que entorpece. Aquel burro se encontró con dos posibilidades idénticas, dos pacas de heno de exacta apariencia, pero no supo decidir y murió de hambre.

Los cubanos jamás encontramos dos posibilidades, y como bien sabemos si no hay más de una posibilidad la elección desaparece, y con ella la libertad. Eso le sucede a Marina, una señora de setenta y cinco años que no conocía otra posibilidad de alimentarse que fuera más allá de lo que ofrece la cartilla de racionamiento. Marina sabe que sus huesos andan mal, y peor después de la fractura. Ella conoce las bondades del calcio, y también que la leche es una ilusión.

Para conseguir una bolsa de leche tiene que pagar mucho más de la mitad de su pensión. Ella sabe que el pescado tiene virtudes insospechadas, pero no encuentra la manera de pagarlo. Marina, con tantos años, se levanta temprano y sale a ver lo que aparece. Algunas veces, cuando sus huesos lo permiten, limpia una iglesia evangélica por unos pesos y algo de comer. Hay días en que lava sábanas y toallas en una guardería infantil que tiene una vecina. Marina consigue algo de dinero, consigue algo de comer, pero jamás lo suficiente. Ese desamparo es la razón de su tristeza.

Francisco también está marchito, y no solo por sus ochenta años. Él supone que su agotamiento tiene que ver con la vida que lleva, con el miedo que lo acompaña todavía. Francisco asegura que pasó sus días en medio de grandes equivocaciones. Siempre odió la guerra pero se fue al Escambray para hacérsela a unos “bandidos”, y luego anduvo por Angola, y conoció una guerra ajena y el paludismo. Francisco sabe que ninguno de esos “servicios” que hizo a la “patria” le matará el hambre, por eso trabaja en un mercado agropecuario, a pesar de sus ochenta años. A su edad lo único que le preocupa es morir sin hambre pero tiene miedo.

Otro que lucha para procurarse el sustento es Carlos, que trabajó en el puerto durante mucho tiempo. Allí consiguió una pensión miserable, y luego puso un “negocito”. Decidió dar de comer a los santos, propiciar que cada ceremonia de agradecimiento sirviera a su sustento. Carlos preparó el negocio en la misma sala de su casa del Cerro. Llenó el espacio de todo lo que podrían necesitar los fieles deudores. Y si alguien le pedía caramelos o una jutía para agradar a Elegguá, él se empeñaba y encontraba cada cosa. Carlos vendía cascarilla, y también una gallina si es que Orula la pedía, y para los fieles de Obatalá lograba guanábana y anón. Los encargos para Yemayá eran muy frecuentes y hacía cualquier cosa para tener, el día fijado, lo mismo un melón que un pato blanco, y alguna vez hasta consiguió una anguila por la que cobró un “pocotón”, como él dice; para Osaín buscaba lo mismo una jicotea que una cotorra o un catey.

Las maneras de Carlos para procurar esos encargos que garantizaban su sustento le trajeron problemas con las autoridades, y se vio obligado a cerrar su negocito, pero no dejó de inventar; bien conoce que el bosque de La Habana da de comer. Ahora recoge muchas de las ofrendas que otros dejaron entre los árboles. Allí espera cada día, algunas veces tiene suerte pero otras no. “El bosque es impredecible”. Hay jornadas en las que aparecen ahijados y padrinos queriendo dar sangre de carnero a una palma, y él aprovecha.

Pronto el animal quedará solo y degollado en medio de la vastísima vegetación. Me espanta cuando asegura que lo seducen los berridos del carnero degollado. Y ahí está él, con su jaba abierta, con el carnero dentro. Lo demás será limpiar bien el animal para venderlo luego. Siempre se queda con un pedacito. Hay días en que algo aparece más cerca de su casa. Algunas veces carga con el pollo al que torcieron el cuello después que hicieran la “limpieza”, después que lo dejaran en alguna esquina. Ese día Carlos come mejor y hasta invita al nieto, que ya lo ayudó algunas veces en sus gestas.

Carlos no siente vergüenza, supone que los santos lo perdonan. Él tiene la certeza de que procurarse la comida no es delito. “Yo no mato a nadie. Yo le robo a los santos, aunque debía robar al gobierno que me roba”. Así dice, y quiere saber mi dirección para, en caso de que encuentre un carnerito en el bosque, llevarme un pedazo. “Yo soy vegetariano”, le digo, y él sonríe, porque sabe que es mentira.

Marina, Francisco y Carlos dan pruebas de la ancianidad miserable que soportan en Cuba los más viejos, y también de que no comulgan con tanto frenesí antidemocrático, con esa propaganda que intenta someterlos, incluso al hambre. Carlos, el más hablador de los tres, asegura que esa “libretica”, la que da prueba de lo poco y mal que comemos, es una trampa. Este, quien roba las ofrendas de los santos aunque sea hijo de Changó, cree que la “libretica de abastecimiento” que controla cada cosa que comemos, también intenta dominarlo, someterlo. Y yo creo en lo que dice, y supongo que esa cartilla procura la contención, y manipula, y violenta.

Francisco, quien estuvo en el Escambray y en Angola, supone que esas guerras son culpables del hambre que él pasa ahora. Marina advierte que si su hijo no se hubiera muerto después de la puñalada, ahora la estaría ayudando. Carlos cree que lo peor es la docilidad, y está claro que piense así, a fin de cuentas es capaz de exigir hasta a los santos, y les arranca lo que supone merecer. Estos cubanos no han perdido ese conato que mantiene vivo el “apetito” de sobrevivencia, pero la mayoría sí. Sin dudas Cicerón tenía más razón que mi abuela. Es cierto que el hambre es el mejor condimento para comer como dicen que Dios manda, y no como mandan otros. Quizá alguna vez llegue la democracia, al menos a la cocina, y tengamos, como el asno de Buridán, al menos dos opciones.