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El regaño de Ricardo Alarcón Cubanet

Ricardo Alarcón (EFE)

LA HABANA, Cuba.- Cuando hace varios meses la Editorial Ciencias Sociales publicó Diplomacia encubierta con Cuba. Historia de las negociaciones secretas entre Washington y La Habana (originalmente, Back Channel to Cuba. The hidden history of negotiations between Washington and Havana) de los norteamericanos William Leogrande y Peter Kornbluh, los editores del comisariado castrista creyeron preciso endilgarle, además del prólogo del académico de Harvard Jorge Domínguez, a modo de coletilla, otro prólogo a cargo de Ricardo Alarcón.

En dicho prólogo-coletilla, el exdiplomático y expresidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular se afana en negar que “los cinco” fueran espías y lamenta que Leogrande y Kornbluh hayan tropezado con “la misma piedra”.

Alarcón, que durante muchos años participó en muchas de esas negociaciones con los Estados Unidos, reconoce los méritos del libro, y en actitud de perdonavidas, disculpa a los autores por el afán de imparcialidad que, según afirma, les nubló “el rigor del análisis”. Hasta se muestra comprensivo con ellos, los pobrecitos, que no han logrado librarse del modo en que los norteamericanos se relacionan con el mundo.

Al respecto, Alarcón, tan pedante como suele ponerse, aun ahora que está en plan pijama y venido a menos, explica que lograr la objetividad “plantea un reto muy específico a quienes lo intentan desde la potencia hegemónica, se han formado dentro de su cultura, con sus valores, hábitos y costumbres, incluyendo una manera peculiar de interpretar lo que acontece más allá”.

Pareciera que Leogrande y Korbluh tuvieran que lamentar el hecho de ser norteamericanos, lo cual los descalificaría, por muy liberales que sean, para tratar asuntos internacionales.

Por lo regañón, es un prólogo inmerecido. ¿Qué más querían Alarcón y sus jefazos de Leogrande y Kornbluh? La actitud de ambos con relación al régimen castrista no pudo ser más comprensiva y conciliatoria. Tanto, que por momentos parecen agentes de influencia del castrismo.

Para apreciar la suavidad con que Leogrande y Kornbluh juzgan en el libro al régimen, baste citar el párrafo que dedican a la masacre del remolcador 13 de marzo, en 1994: “Algunas bandas armadas secuestraron remolcadores, transbordadores e incluso barcos de la armada cubana, lo que resultó en un significativo derramamiento de sangre. El episodio más espantoso tuvo lugar el 13 de julio, cuando un grupo de 68 cubanos secuestraron un remolcador y escaparon hacia Florida. Yendo en tres botes, la policía los persiguió. Ya sea intencionalmente (como creían los refugiados) o casualmente (como adujeron las autoridades cubanas), en la refriega el remolcador secuestrado se estrelló y se hundió. 37 personas murieron, incluyendo mujeres y niños. Una tragedia considerablemente embarazosa para el gobierno de Castro”. Sin comentarios.

Leogrande y Kornbluh, al hacer un pormenorizado y muy bien documentado recuento de las negociaciones secretas entre los dos países, con distintos resultados o falta de ellos, desde Kennedy hasta Obama, dan la impresión de que Fidel Castro siempre estuvo ansioso por normalizar las relaciones con los Estados Unidos, solo que los presidentes norteamericanos no lo entendían, lo menospreciaban, lo engañaban, no se adecuaban a las situaciones, no se atrevían a correr riesgos políticos o le exigían demandas desmesuradas, tales como que cortara sus vínculos militares con la Unión Soviética, dejara de exportar guerrillas a América Latina y tropas a África, legalizara los partidos políticos y realizara elecciones libres.

Los autores achacan a los gobiernos norteamericanos los fracasos de las negociaciones. Aun cuando instalaran en Cuba misiles nucleares soviéticos, diseminaran guerrillas por casi toda América Latina, se reforzara la presencia militar cubana en África, se alentaran éxodos masivos, se derribaran las avionetas de Hermanos al rescate, arreciara la represión contra la oposición, o cualquier otra barbaridad producto de una perreta, Kornbluh y Leogrande buscan el modo de achacarle la responsabilidad final a la incapacidad norteamericana para lidiar con el ego de Fidel Castro, quien se negaba a renunciar a sus principios, a hacer concesiones, y exigía negociar en condiciones de respeto e igualdad, o sea, que no interfirieran en lo que él entendía por “soberanía nacional”.

Todos los portazos de los castristas son justificados por los autores. Consideran que había que ser tolerantes con ellos, reírles sus pujos y majaderías. Había que soportar sus recelos paranoicos, su intransigencia, su discurso repetitivo, que se resistieran instintivamente a ceder ante las demandas norteamericanas, su insistencia en que los pasos que daban fueran entendidos como gestos y no como concesiones explícitas, su tendencia a subir la parada siempre. Todo había que aguantárselo. Después de todo, ellos, por muy matreros que fueran o precisamente por eso, no comprendían la burocracia del gobierno norteamericano.

El libro termina con un epílogo escrito por Kornbluh y Leogrande luego del restablecimiento de las relaciones diplomáticas. Quizás en la próxima edición cubana, si la hay, si hay papel y ganas de publicarla, decidan incluir otro epílogo más, u otro prólogo-coletilla, da igual, escrito por la adusta Josefina Vidal o por Bruno Rodríguez, el prospecto de canciller, en que refieran como en eso llegó Trump, y el régimen castrista, por exagerar en lo de hacerse el duro y subir la parada, perdió la oportunidad que Obama le ofreció en bandeja de plata.

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