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El socialismo cuartelero y la paz de los sepulcros

(Foto de archivo)

LA HABANA, Cuba. – Aunque no hay nada más cierto que ese temor irracional a la muerte, pareciera que un número creciente de cubanos persiste en convertirse en cadáveres. No solo me refiero al perturbador lanzamiento desde una azotea, a la decisión de asfixiarse con una soga alrededor del cuello, al consumo instantáneo de varias docenas de píldoras tranquilizantes o de porciones letales de veneno para roedores, sino a esa muerte a plazos provocada por la ingestión de bebidas alcohólicas.

Y es que, en Cuba, el suicidio sigue siendo una de las primeras causas de fallecimiento, aunque la prensa oficialista insista en ocultar las cifras que apuntan a la existencia de un serio problema psicosocial, agudizado a partir de la de la crisis económica que comenzó en 1991, hasta la actualidad, producto de la suspensión de las ayudas provenientes del otrora llamado campo socialista.

En la capital es muy natural toparse con grupos de bebedores empedernidos y de personas que han perdido el juicio, muchos de ellos a partir de la acumulación de infortunios y la ausencia de esperanzas de beneficiarse tan siquiera con soluciones parciales. El alcohol, incluso el industrial, previamente destilado para menguar sus efectos nocivos, se consume con total ligereza por este segmento poblacional, víctima de la enajenación y donde se hace notar la presencia, cada vez mayor, de mujeres y hombres jóvenes.

Se trata de un fenómeno que desmiente el entusiasmo barato del gobierno respecto a los éxitos de su gestión en todos los aspectos del acontecer nacional.

Los administradores del neocastrismo se jactan del número de graduados universitarios cada año, de su capacidad para organizar multitudinarias marchas patrióticas, de la inexistencia de analfabetos, del acceso gratuito a la salud pública y la conservación de las entregas mensuales de productos racionados, entre otros logros, no menos publicitados, a pesar de los contratiempos económicos, que achacan, única y exclusivamente, al embargo estadounidense.

En aras de la objetividad, sería oportuno añadir el revelador número de alcohólicos, potencialmente suicidas, y de orates que deambulan por las calles y duermen en los portales de las maltrechas edificaciones.

El salto adelante que describen los reportajes de la televisión y la radio, y que aparecen, tan o más espectaculares, en las páginas de la prensa plana, es puro espejismo. En realidad, la vida en Cuba tiene que ver con sobresaltos y fugas, nada que ver con la prosperidad o las aproximaciones a los ámbitos de la racionalidad y el sosiego.

Precisamente, el alcohol es una ruta de escape a expensas de atiborrarse de caminantes en los años por venir. Vivir como un zombi es parte de un proceso determinado por las circunstancias.

No es fácil, tener que robar para satisfacer una porción mínima de las necesidades básicas, cobijarse en un cuartucho en peligro de derrumbe, dormir sobre un colchón mugriento y destartalado y bañarse con una astilla de jabón y medio cubo de agua. Millones de cubanos enfrentan esas calamidades a diario, desde hace décadas, y para colmo no pueden ni quejarse en alta voz. Deben hacerlo con discreción o de lo contrario guardar silencio. Las multas por escándalo público y las condenas por desacato están siempre disponibles para los que se exceden en mostrar su descontento.

La cotidianidad está permeada de esas agonías que cada cual alivia a su manera. Unos se emborrachan, pensando en la fatalidad del agua por todas partes. Otros, se las ingenian para romper el cerco del Mar Caribe y contar las penas desde otras orillas. El asunto es evadirse de una existencia indigna y con escasas posibilidades de cambio, bajo la hegemonía absoluta del partido comunista.

Para muchos, el suicidio es la puerta de escape. Como falta el valor para morir a través de un acto desesperado, algunos prefieren irse de este mundo lentamente con las vísceras saturadas de alcohol. Cerca de una veintena de amigos y conocidos han optado por este tipo de fuga. Otros languidecen paso a paso, con sus rostros deformados por la embriaguez y los rasponazos de las caídas y las broncas que ocurren en la plenitud de las borracheras.