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«Este es el único país donde hay que pagar para entrar a un mercado”

VILLA CLARA.- Cerca de las cuatro de la mañana a Jacinto lo despierta el sonido de alguna sirena o la luz de un auto que le pasa cercano. Por más que ha intentado mantenerse de pie desde hace una hora y media, el sueño acumulado ha logrado vencerlo. Lo hace todos los sábados, y espera el amanecer del domingo recostado en las aceras próximas al mercado Buen Viaje de Santa Clara.

A Jacinto lo circundan otras personas “que están en lo mismo que él”.  O no, él no se dedica a “correr colas” como los otros, ni a vender los puestos de la fila que a esa hora se va formando: la larga cadena de gente para comprar carne de cerdo que expende el estado a 16 pesos por libra.

Jacinto está viejo, jubilado. Su hija le dice que no, que no salga a esa hora. “Papi, que te vas a enfermar”, suplica ella, divorciada, con dos niños. Pero él se escapa de la casa y marca de primero, o de segundo, o de tercero. “Tiene suerte”, dirán quienes lo ven pasearse con la bolsa sanguinolenta ya de regreso a las 10 de la mañana. Otros, que llegan minutos antes de que el carnicero arranca a picotear la mole, solo alcanzan puro recorte y grasa.

“La carne de cerdo no se vende hasta que arranca el día —especifica Jacinto—, pero si quieres resolver algo tienes que estar desde la madrugada, o antes, desde la noche anterior. Aquí hay gente que hace cola desde las doce. Sacan pocos perniles y están los revendedores, y los que hacen negocio, y ya, tú sabes, soborno de por medio. Hay quien amanece a las seis aquí y no llega a comprar más que pellejo”.

Jacinto no se explica por qué los periódicos hablan de grandes superproducciones de carne de cerdo, y que Placetas sea la cuna de la fibra típica nacional y que no llegue nunca a los mercados. Luego de que el gobierno en Villa Clara estableció el pasado mes el tope de los precios para muchos productos alimenticios “la cosa se puso más mala”, asegura Alfredo, alias “el chino”, un carretillero que decidió dejar de vender en la calle. “Simplemente, no me da negocio, porque tengo que sacarle algo a lo que me traen. Yo también tengo que vivir”.

Hace cuatro semanas, el Consejo de la Administración Provincial decretó que los precios serían evaluados con frecuencia trimestral y que la medida tendría un “carácter temporal” para evitar el “acaparamiento y especulación por parte de personas inescrupulosas”.

A partir de entonces, los puntos de venta de particulares exhiben los mismos (pocos) productos que los mercados estatales. “No es que no los tengamos, es que a esos precios no nos conviene venderlos y, por eso, no los sacamos a la calle”, explica este cuentapropista.

Muchos revendedores de viandas y hortalizas se nutren por incontables intermediarios que establecen determinado costo a sus productos. A su vez, los primeros le suben un peso o dos por encima para sacarle algún provecho. Después del pasado 7 de junio, los llamados “carretilleros” o “particulares”, que antes se situaban en áreas del conocido mercado de Santa Clara, decidieron vender “por la izquierda” o hacerlo a escondidas, para evitar multas y retiros de patentes.

Olga Jiménez tiene que salir temprano del trabajo y recoger a su esposo para ir de compras. Si va sola, le venden menos. Y es que, a raíz del tope de los precios, en las tiendas de la cadena CIMEX, se suspendió la venta de pollo congelado por cajas y solo se permite, de manera fraccionada, a solo un kilogramo por cliente, al igual que los embutidos, así como las salchichas, que fueron racionadas a cinco paquetes por persona.

“Mira, este picadillo dice que tiene 400 gramos”, muestra la cliente indignada. “Solo me permiten, entonces, llevarme dos. Eso, no los comemos nosotros en un día, porque somos muchos en la casa y si hubiera una papa o algo para agrandarlo, pero no, no hay nada de eso. La vianda está más perdía que la carne de res. Además, no te queda otro remedio que morder con lo de las shoppings, porque la carne de cerdo también desapareció. ¿Se pensarán que uno tiene un tubo de dinero? Además, a veces, ni picadillo ni perro caliente encuentras en ninguna parte.”, apunta ella con la queja de todas las madres cubanas que mantienen una familia con salarios precarios.

En tiendas de dicha cadena, los únicos productos cárnicos “asequibles” son los mencionados paquetes de pollo, el picadillo importado, y los fardos de diez salchichas. Sin embargo, se agotan rápidamente dejando los estantes colmados de latas de atún que sobrepasan los 8 CUC, adquisición impensable para el cubano “de a pie”.

Solamente, un paquete de las referidas salchichas, asciende al monto de 1.10 CUC, cerca de cincuenta pesos en moneda nacional. Para quienes no tienen “otra entrada” que el salario del estado, la comida diaria se convierte en la preocupación esencial de su existencia. “Cuando termina el mes, no me queda ni para tomarme un refresco”, reafirma Olga.

A la entrada del mercado Buen Viaje se levanta un cartel grandilocuente que anuncia la llegada al “Recinto ferial”. Hace meses, el gobierno decidió eliminar las ferias agropecuarias que se realizaban en diferentes puntos de la ciudad y establecer, en dicha área, el único sitio para que se reunieran las cooperativas y los cuentapropistas para vender sus productos. Los domingos, el pueblo de Santa Clara amanece en esta sucia explanada repleta de cáscaras de plátano y envoltorios de galletas. La mayoría de las familias, incluso algunas de las que caminan desde repartos alejados, parten a casa con las bolsas semivacías.

En la calle, a pleno sol, se arman dos filas que van siendo engullidas por un edificio semejante a un estadio deportivo. A cada cliente se le cobra un peso por la entrada al mercado, y le asignan un tiquete que luego despedaza el guardia dispuesto en la puerta, para que no sea transferido a segundas manos.

“Aquí hay más cola que en aeropuerto José Martí”, espeta un señor mayor al tiempo que se seca el sudor de la frente. Son las diez de la mañana y la fila no avanza. “Óyeme, yo he viajado, y este es el único país donde hay que pagar para entrar a un mercado”. Y, en efecto, nadie conoce a ciencia cierta a dónde va a parar ese dinero, aunque han escuchado que será destinado al fondo de la Sectorial Provincial de Cultura para las “fiestas populares”.

“Esto es lo que tengo, hermano”, advierte uno de los compradores al dependiente con unos centavos CUC en la mano. Lleva consigo cuatro mangos y un paquete de bijol. En los diferentes estantes solo se encuentra esta fruta junto con algunos boniatos y plátanos en mal estado, ajo, cebolla, ají, y una que otra calabaza. Más allá, se acumula el tumulto sobre un montón de pajas de maíz porque el vendedor prometió que traería más. Es temprano en la mañana, pero, a esa hora, no se consigue carne. Tampoco, en ningún sitio de Santa Clara se puede comprar ensalada alguna. No hay.

A la salida, en el espacio permitido para los cuentapropistas, se percibe una oferta un tanto mayor que en el establecimiento estatal. Siempre, sobre la base de lo permitido y con los precios que el gobierno regula. Una mujer indaga por malanga y el negociante le hace una seña para que se aparte de los demás. Le apunta hacia una dirección extraña. La mujer visitará algún escondrijo donde le resolverán su problema, porque tiene una madre encamada, quizá, o un hijo pequeño que alimentar.

Mientras, una turba de almas en pena da la vuelta hacia un sitio particular al que llaman “la casa del lechón”. “Ahora viene un puerco para acá. Cálmense”, implora el carnicero. Y la escena se lanza pintoresca entre reclamos y ovaciones por la buena nueva. En otro punto hay una casa reconocida como “La Boutique”, donde “hay de todo, pero no puede ir mucha gente, por las sospechas, ¿entiendes?”, explica un muchacho a la señora que lo segunda en la cola. “Esto es hambre y lo demás es bobería”, dictamina un anciano que arma parsimonioso sus ramas de ajo puerro frente aquel panorama. “Ni encontrándose una botija se come. Ni así”.