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Expectativas no superadas por un funeral histórico

(EFE)

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MIAMI, Estados Unidos.- Por estos días me llega el recuerdo de una anécdota lejana. A mediados de los ochenta, saliendo de La Habana en un viaje interprovincial y al paso obligado frente a la Plaza de la Revolución, se sorprendía un niño ante un numeroso grupo de auras que habían hecho del monumento un sitio de reposo habitual. Unas en pose estática aprovechando los salientes y otras en su característico vuelo circular. La exclamación salió espontanea: “¡Mamá, parece que se ha muerto un caballo!”

Pudo haber dicho una vaca o un chivo, pero fue la figura del equino la que saltó del subconsciente de aquel pequeño. Quienes oyeron la exclamación abrieron los ojos con pavor. Uno de ellos, en actitud entre asombrada y burlona le preguntó si sabía lo que acababa de “insinuar”. Luego de tantos años la reminiscencia del vuelo de las tiñosas trae a la memoria aquella exclamación inocente.

Las imágenes difundidas desde la isla a partir del instante en que se dio a conocer la muerte del Comandante dejaban una extraña percepción sobre este momento histórico y las expectativas en torno a su realidad. Ni siquiera el decreto del novenario luctuoso, el silencio impuesto o la masiva movilización para celebrar las honras fúnebres, lograron el clima de solemnidad imaginado. Al menos no el que por largos años esperaba para cuando se produjeran las horas finales de quien gobernó los destinos de Cuba durante casi sesenta años.

Algunos medios han querido ofrecer un cuadro comparativo entre el homenaje fúnebre al exgobernante cubano y aquellas trágicas mascaradas que se montan en Pyongyang. “Tres días después de muerto se han visto ateos persignándose, fanáticas desplomarse del llanto y opositores no confesados rendir frases de admiración por Fidel”. Así describe Darío Alejandro Escobar el ambiente post mortuorio en la crónica titulada: “¿Qué nos deja Fidel Castro?” Nada acorde con lo percibido.

En el evento cubano la presencia de rostros llorosos en las tomas —sin poner en duda la sinceridad de su sentimiento— contrastaba con una expresión generalizada de seriedad marcada por la apatía, sin esas demostraciones de emoción colectiva que se describen pero que los lentes omiten captar. Completamente diferente si se compara con aquel magno tributo del año 1968 celebrado en la Plaza en memoria del Che Guevara, o el no menos impresionante acto en el mismo sitio por las víctimas del atentado de Barbados. Incluso el sentir popular que se notó con la muerte de Celia Sánchez cuando la gente pasaba frente a sus restos en 1980.

Algunos detalles resultan ilustrativos. Desde el vuelo de las tiñosas (en Corea del Norte jamás hubieran permitido que se produjera la imagen de aves de rapiña revoloteando con su calma habitual en el punto cimero donde los restos del Jefe reciben los últimos honores) hasta  el gesto curioso de centenares de personas que tomaban con celulares el último recorrido de la urna con las cenizas del Supremo o hasta la risa de algún estudiante provocada por alguna travesura de sus compañeros convocados al paso procesional.  A esto se suma el velatorio reservado a un estrecho círculo de participantes, mientras el pueblo tenía que conformarse con reverenciar ante un retrato amplificado de Fidel en la Sierra. Ausencias notables en las que destacan las de Putin y el presidente chino y presencias incómodas de Mugabe y Obiang, ambos sin mucha cobertura en la prensa cubana.

Testimonios de conocidos sorprendidos en la Isla por el acontecimiento terminaron por corroborar una primera impresión personal marcada por la subjetividad de la distancia y la ausencia. Las fotos de un amigo, ajeno a los tópicos políticos, muestran gestos que distan de lo solemne, aunque se lo propongan. En la escalinata de la Universidad estudiantes montan una guardia de honor junto al retrato del líder y una bandera cubana. La vestimenta poco formal de algunos contrastaba con el hecho, al punto de que una de las guardianas casi dejaba asomar el sobrepeso de sus encantos gracias al corto short que los contenía.

(Cortesía)

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Otra instantánea revela la existencia aún legible del letrero en el muro del Malecón, con un mensaje blasfemo hacia el desaparecido dirigente. Según el fotógrafo aficionado estuvo casi tres días sin tapar, pero los que asumieron la labor no pusieron mucho empeño en cubrirlo. Un aspecto relacionado con el  creciente descontento de gentes que no ocultan su desafección por la abstinencia de diversiones a la que fueron forzados por más de una semana, o las críticas por la aguda situación en que viven desde hace tiempo. Acritud matizada por una contradictoria rectificación en la que terminan reafirmando el sentir revolucionario y de reconocimiento a la figura del gobernante desaparecido al que agradecen estudios y otros beneficios. Junto a ello, el consenso mayoritario de un sentimiento de alivio tras la desaparición física del guía nacional. Un concepto que coincide en repetirse en la manifiesta esperanza de mayores cambios y velocidad en reformas que han sido aplicadas a marcha lenta y en muchos casos entorpecidas o paralizadas. Nueva coincidencia al señalar como posible responsable la influencia que ejerciera el exgobernante, alejado del poder directo pero con suficiente autoridad como para imponer su criterio.

Precisamente el juramento que firmaron los cubanos al pie de la foto del extinto inicia con el párrafo: “Revolución es sentido del momento histórico; es cambiar todo lo que debe ser cambiado; es igualdad y libertad plenas; es ser tratado y tratar a los demás como seres humanos; es emanciparnos por nosotros mismos y con nuestros propios esfuerzos”. Una singular manera de preservar las ideas del líder en sus propias palabras, aceptando la necesidad de cambiar todo aquello que merezca ser cambiado en pos a la continuidad. Pero cambiado en fin. Un texto que apareció hace años justo a la entrada de una de las mayores tiendas dolarizadas de La Habana y que en el 2004 fue motivo de uno de los escritos que hiciera entonces para CubaNet.

Lo menos de extrañar en todo este asunto es el vacío de monumentos que sirvan para preservar la memoria del ausente y por lo que algunos se obsesionan. Olvidan que Castro lega una cuantiosa reserva discursiva, el mejor obelisco contra los giros cambiantes de la historia. Las estatuas y lápidas pueden ser removidas, caer por la dejadez o por la furia desbordada de las víctimas. Pero la obra escrita queda en los estantes a la espera de ser releída, sea por críticos o seguidores. Un ejercicio que hace imperecedero a su autor.

Por ahora Cuba retorna a la normalidad. La vida continúa, como en todas partes. La muerte del líder solo significa el fin de una etapa. El retorno a la cotidianidad trae preocupaciones nuevas y renovadas. Planes por cumplir en una lucha que se avizora dura, pero fructífera. Y es lógico que así sea, pues ocurre incluso hasta en la anormalidad de la guerra, cuando la gente tiene la oportunidad del respiro de una tregua.