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Explosión en el Saratoga: de la tragedia a la paranoia

LA HABANA, Cuba. — Sobre el mediodía de ayer, en las calles aledañas al hotel Saratoga todo era caos. Los bomberos y las brigadas de rescate trabajaban contrarreloj en el lugar del siniestro, mientras la policía trazaba un amplio perímetro de seguridad para que las ambulancias y otros vehículos circularan libremente, y también para reducir al mínimo los daños de una posible segunda explosión. Centenares de curiosos se aglomeraban en los soportales de la calle Monte, sin cuidarse del peligro potencial, sacudidos por las imágenes de una tragedia que los remitía a las historias de los atentados perpetrados en los años noventa en hoteles de La Habana.

Ya la prensa oficialista había declarado en reiteradas ocasiones que lo ocurrido fue producto de un lamentable accidente; pero la gente evocaba al fantasma del enemigo, la posibilidad de la bomba, del terrorismo, de la guerra. Aparte de los detalles escabrosos del siniestro, abundaban las especulaciones en torno a esa enorme bala de gas que milagrosamente no explotó, y que a esta hora tiene a media Cuba dudando de la versión oficial sobre los hechos.

“Nunca vamos a saber lo que de verdad pasó, pero esa historia está muy mal contada”, alegaba un hombre en las inmediaciones de Monte y Cárdenas, donde un grupo de vecinos comentaba el terrible suceso alrededor del pequeño ómnibus Transtur (4233) que había quedado aplastado por los escombros. Algunos procuraban dar explicaciones más o menos científicas de por qué la bala de gas no había estallado, pero ante la magnitud del desastre emergía la misma incógnita: ¿y la candela de dónde salió?

Acostumbrados a vivir entre negligencias y azares, los cubanos reparan poco o nada en el peligro que los acecha a diario. En los municipios céntricos de la capital hay intersecciones —como la de Zanja y Belascoaín— donde se percibe un fuerte olor a gas. Si no ha ocurrido una desgracia de proporciones bíblicas es porque la amenaza está a la intemperie; pero lo mismo sucede en edificios multifamiliares, donde los salideros de gas y agua potable son males cotidianos.

En los municipios que se abastecen con gas licuado es habitual ver a las personas trasvasando el contenido de una balita a otra sin tomar ningún tipo de precaución, a pesar de las reiteradas advertencias sobre lo peligroso de esa operación. Los cubanos viven sin conciencia de esta clase de riesgos, porque “nunca pasa nada”. Hasta un día.

La negligencia ya es parte del ADN nacional; tal vez por eso a la gente le parece demasiado banal la explicación del accidente y se ha dedicado a elucubrar sobre terrorismos y “acciones desestabilizadoras”. Otra cosa no podría esperarse de un pueblo al que durante seis décadas se le ha exigido vivir en combatividad permanente y para el cual todo es una batalla, desde cumplir un plan productivo hasta comprar el pollo que le toca.

No hay nada extraño en la paranoia colectiva que se abre paso en las calles y en las redes sociales. Lo que sí resultaba muy sospechoso ayer, en medio de tanta gente desconsolada y atormentada, era la presencia de ciertos individuos que se empeñaban en relacionar lo ocurrido en el Saratoga con el cambio que tantos cubanos anhelan.

En el soportal de la calle Bernaza esquina a Muralla, donde estaban reunidos algunos de los damnificados que residían en el edificio de la calle Prado, contiguo al hotel, una mujer repetía sin descanso que si el cambio venía con explosiones como esa, ella prefería seguir pasando hambre. Es obvio que estaba muy afectada por el accidente, o era un agente de opinión que se enredaba en su propia arenga sin sentido.

Al igual que ella, en otros puntos de la zona varios sujetos insinuaban que la explosión debía servir como un aviso de lo que podría suceder si el pueblo seguía insistiendo en cambiar esto. Las especulaciones politizadas tributaban en todo momento a la permanencia del régimen, y al mismo tiempo acrecentaban la paranoia de que el accidente no fuera tal.

Demasiado pronto, consideran algunos, el youtuber castrista conocido como Guerrero Cubano sembró la hipótesis de que el siniestro había sido provocado presuntamente por el traspaso de gas licuado. Quince minutos después de la explosión, dicha narrativa se esparcía por las redes sociales, lo cual condujo a la sospecha de que el régimen intentaba tapar algo.

Algunas teorías conspirativas apuntan a que las autoridades se apresuraron en descartar la posibilidad del atentado porque una noticia de esa envergadura sería nefasta para el sector del turismo, que no acaba de despegar. Justo cuando se intenta relanzar Cuba como destino para los visitantes foráneos, en un escenario altamente competitivo, hablar de sabotaje sería un suicidio. Otros opinan que, de haber sido un atentado, el régimen se habría apresurado a practicar con fruición su deporte preferido: culpar al gobierno de Estados Unidos, o a la “mafia” de Miami.

Todo se resume a qué sería más provechoso en este momento para la cúpula: reconocer el presunto sabotaje y victimizarse como siempre lo ha hecho, o mantener la versión del accidente —probablemente la verdadera— para que no cunda el pánico. A fin de cuentas, cuando se trata de vidas cubanas, la responsabilidad es muy fácil de eludir.

Accidente o no, lo ocurrido suma una carga de dolor indescriptible para un pueblo que no ha hecho otra cosa que sufrir en los últimos tres años. Habrá quienes se apresuren a corregirme y aclarar que el sufrimiento comenzó en enero de 1959, lo cual es cierto. Pero no se puede negar que desde que fuera anunciada “la coyuntura”, en septiembre de 2019, los cubanos han conocido una clase de miseria profunda y singular, distinta a la experimentada en crisis anteriores.

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