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Fidel Castro de policía es el gorila que los cubanos llevamos dentro

Foto captura de pantalla

LAS TUNAS, Cuba.- La noche del pasado sábado, cual ícono de marca patentada, en el noticiero de la televisión estatal vimos la imagen clásica de Fidel Castro, barbado y tocado con boina y, de pronto, transformado en gendarme. Cual metamorfosis kafkiana apareció el rechoncho cuerpo de un policía uniformado de azul bajo la fotografía de busto. Despojado su comandante de la sempiterna guerrera verde oliva, ¡qué dirían los viejos oficiales de la Seguridad del Estado…! Ellos que, salvo excepciones, miraban a los policías azules como inferiores.

¡Policía…! Fidel Castro en tan ingrato oficio… ¿Error, burla o sublimación? En esta nueva guerra los policías son héroes y los coleros, acaparadores y revendedores, villanos; ni un dólar debe escapar de las arcas de “papá Fidel”, como algunos decían, refiriéndose a las propiedades del Estado.

Vamos a ver: con sólo un puñado de hombres armados, Fidel Castro comprendió la importancia estratégica de la propaganda política y, sobre todo, de su imagen pública; tan temprano como el 17 de febrero de 1957, cual obra teatral, hizo pasar a los alzados una y otra vez delante de Herbert Matthews, engañando al editorialista de The New York Time, como si la suya fuera una guerrilla consolidada.

Poco después apareció Radio Rebelde, cuna de lo que “sólo hay en los noticieros de la televisión”, a decir del cubano que encuentra los comercios desabastecidos mientras los reportajes de la prensa oficial hablan de la producción de huevos, carne, leche y toda suerte de bendiciones.

Desde el nivel municipal hasta el nacional hoy la cadena de radio y televisión estatal cubana, la única permitida en Cuba, posee 100 emisoras de radio y 42 canales de televisión, según dijo el pasado 18 de mayo el presidente del Instituto Cubano de Radio y Televisión (ICRT).

Una tras otra, y en menos de diez años, Cuba sufrió dos guerras civiles. La primera fue a consecuencia del golpe de estado del 10 de marzo de 1952 y la consecuente dictadura de Fulgencio Batista; esa guerra se prolongó por dos años, desde diciembre de 1956 hasta diciembre de 1958.

La segunda guerra civil comenzó en el mismo año 1959, contra el comunismo naciente, y se prolongó hasta julio de 1965 —más de seis años—, el triple de lo que duró la lucha contra la dictadura de Batista, con la agravante, si cabe, de ser una guerra con más odio, donde la población civil, como en tiempos del colonialismo español, fue arrancada de su tierra y trasplantada cautiva en otras provincias del país.

Y precisamente este sábado en la noche, en una serie de la televisión estatal que recrea desde la perspectiva de los vencedores esa otra guerra, en un coqueteo remedo de Hollywood, una miliciana castrista comisaria política dice a un miliciano jefe de escuadra de fusileros que tiene que separarlos, a los victimarios de sus víctimas.

La serie televisiva dice de trasladar a unos, como si los criminales de guerra estuvieran en un bando, y no en los dos, y como si en solamente tres días, entre el 7 y el 9 de septiembre de 1963, más de 3000 personas integrantes de unas 500 familias no hubieran sido procesadas por ser “colaboradores de bandidos” y arrancadas de cuajo de las montañas del Escambray.

¿Será por esa “separación” de miles de personas de su tierra que hoy en las montañas del Escambray faltan brazos para cultivar y cosechar café? Hoy el café en Cuba es escaso y caro, como caras y escasas son la carne, la leche, los huevos, las viandas, los frijoles, el arroz, todo.

La ambigüedad al reportar la muerte del historiador de La Habana, Eusebio Leal Spengler, “víctima de una penosa enfermedad” —dijeron medios oficiales el pasado 31 de julio— nos recuerda que, en Cuba, las recreaciones históricas, y no precisamente con fines de entretenimiento, suelen tener preponderancia sobre el relato objetivo y la interpretación imparcial del suceso histórico.

Cabe preguntar: ¿Es bochornosa o denigrante la muerte por cáncer para los comunistas cubanos? ¿El cáncer, la tuberculosis, el sida, las enfermedades del corazón o la COVID-19 no son difíciles, tristes y mortales dolencias…? ¿Entonces, sencillamente, por qué no llamar las cosas por su nombre…?

No es propósito de este artículo hurgar cómo murió el recién finado historiador y restaurador de La Habana, ni repasar el hacer o dejar de hacer en su proceder. La Habana no es solo la vieja Habana, sino toda La Habana, con viejas y nuevas historias por contar y otros tantos sitios históricos por restaurar, ellos mismos, haciendo historia mientras se derrumban y sus moradores mueren aplastados bajo sus escombros, o… perecen de tristeza y desesperación, cuales codornices silvestres enjauladas, emparedados los sobrevivientes de los desastres en albergues sin hálito de hogar.

No, no es mi propósito disponer cual investigador de crímenes la autopsia del doctor Leal Spengler, cuando él mismo mostró sus entrañas al llamar “general presidente” a Raúl Castro Ruz, y cuando desde La Habana vino a Oriente, a la finca Birán, a despedir duelos personales del “general presidente” en el cementerio particular de la familia Castro Ruz.

Ya Robert Escarpit en Sociología de la literatura diseccionó las sinecuras del mecenazgo de Estado a cambio del servicio incondicional del hombre de letras; ese dar palabras a cambio de pensiones vitalicias o la atribución de funciones oficiales, como las de “historiógrafo del rey”.

Según Jorge Mañach, en su ensayo Para una filosofía de la vida, Editorial Lex, La Habana 1951, caracterizando al cubano, o a lo cubano dijo: “nuestro pueblo se alimenta demasiado de imaginaciones y anda expuesto de continuo al engaño y a la mentira que le bajan a menudo de los planos rectores de su vida pública.”

Si en el año 1951, cuando en Cuba, pese a todas las desigualdades existentes en lo político, lo económico y social había un gobierno democráticamente electo, con multiplicidad de opiniones críticas y de medios de comunicación masivos en manos privadas, donde fue posible presentar criterios que, de hecho y derecho nuestros pensadores expusieron, así y todo, uno de nuestros mejores ensayistas conceptuó que: “Nuestro pueblo se alimenta demasiado de imaginaciones y anda expuesto de continuo al engaño y a la mentira que le bajan a menudo de los planos rectores de su vida pública”. ¿Qué sucede hoy con los cubanos cuando todas las imágenes y todas las voces, no sólo las de los medios estatales sino también las comunicaciones personales de los ciudadanos, pasan por el filtro de la censura del Partido Comunista y la policía política?

El Fidel Castro vestido de policía que vimos en la televisión estatal es el gorila que, con mayor o menor nivel de contagio, los cubanos llevamos dentro, no importa si vivimos en Puerto Padre o en Miami. Salvo honrosas excepciones, de Cuba llevamos al policía castrista a Nueva York, Madrid, París o Moscú; en cualquier lugar el gendarme está con nosotros, en duermevela, despabilándose al instante cuando escucha el runrún de las maletas prontas a venir a Cuba.

¿No sacudirse los miedos es culpa de Fidel o Raúl Castro, o Ramiro Valdés o Machado Ventura, o de sus correveidiles? No señoras y señores, digo, si actuamos como personas cívicas y no reducidos a la condición de bueyes.

Viven muchos años atados al yugo los bueyes y, luego, mueren en el matadero. Pero, obligados a ser res preferible es ser toro de lidia. El toro de lidia vive breve, libre, y al final muere en la plaza, como vivió.

Fidel Castro y otros policías permanecerán dentro de los cubanos mientras no se cumplan los versos de Espronceda: Qué es la vida, si por perdida ya la di, cuando el yugo del esclavo, como un bravo sacudí.

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