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Gente de corazón cubano, en la lucha y resistiendo

LA HABANA, Cuba.- Fue en el 2014 cuando en los barrios de La Habana comenzó a circular, de memoria flash a disco duro, la película independiente y “naif” Corazón cubano, un filme del tipo “trash cinema”, concebido, producido, dirigido y actuado por un grupo de vecinos del barrio de Jesús María, famoso en toda Cuba por las expresiones de marginalidad que lo han caracterizado en todos los tiempos.

Sin ningún tipo de experiencias ni dominio de técnicas cinematográficas y de actuación y, aún más difícil, sin garantías de distribución para su obra en un momento en que la internet era muchísimo menos asequible a los cubanos “de a pie”, una decena de hombres y mujeres jóvenes, “socios del barrio”, encabezados por Maikel Li Yuen, se lanzaron a la aventura de grabar una simulación de sus propias vidas y de la cotidianidad del lugar donde les tocó crecer.

Aunque por momentos narrado de manera hiperbólica, estrafalaria, y pleno de defectos de realización de todo tipo ‒no se les pudiera exigir mucho más a estos aficionados. Incluso juzgarlos como a profesionales sería ridículo‒, el resultado final fue una historia de tres horas de duración donde se testimonia desde la ficción una realidad social, cultural, política que pocas veces revelan obras cinematográficas de cierta factura estética, ya por no traspasar los límites que impone la censura o bien porque les resulta imposible captar la esencia de lo marginal al no pertenecer a ese grupo social que intentan describir o narrar infructuosamente.

Lo cierto es que Corazón cubano, con su sonido menos que directo, sus parlamentos improvisados y apenas entendibles, sus “cámara en mano” desesperantes y sus “licencias artísticas” nos sitúa en una realidad de prostitución, drogas, pandillerismo, miserias humanas, hacinamiento, insalubridad, criminalidad, tráfico y uso de armas de fuego, feminicidios, desocupación laboral, indiferencia política y otros muchos fenómenos que algunos persisten en no mirar de frente, queriendo negar así su existencia indiscutible en la “sociedad socialista”, tal vez porque creen que al dejar de nombrar, la realidad desaparecerá por sí sola.

La película, quizás sin proponérselo, solo con el simple golpe de las imágenes y los parlamentos de los personajes ‒que se nombran exactamente igual que los actores que los representan‒ desmonta ese rancioso discurso oficialista sobre el éxito en la “construcción del hombre nuevo” (en una de las escenas más violentas uno de los matones viste un pulóver con la imagen del Che) y los mitos sobre el país más culto de todos y la inexistencia en Cuba de los “males” que exclusivamente deberían afectar a las sociedades capitalistas.

Desde la primera escena, en que dos pandillas de narcotraficantes del barrio de Jesús María se enfrentan con armas de fuego, emulando la típica filmografía gansteril, mientras otro grupo consume drogas y alcohol a plena luz del día en una azotea, el filme da cuenta no tanto de una realidad como de un imaginario a tono con aquel que marca y define a una parte importante de la juventud cubana actual, y como prueba de ello solo bastaría con revisar los perfiles en redes sociales de esos adolescentes nuestros que hoy integran las centenares de tribus urbanas que tan solo con su peculiar lenguaje nos envían un mensaje bien claro sobre la creciente incomunicación entre las nuevas y viejas generaciones de cubanos.

Un asunto que va más allá de los lenguajes y las jergas propias de cada grupo, y que en última instancia tendría que ver con la necesidad de establecer un territorio propio, independiente, autónomo, aunque solo sea mental o ciberespacial, como formas de reclamar lo que les ha sido arrebatado por un poder político que condena y criminaliza cualquier diferencia molesta.

De ahí muchas de las ofensivas desplegadas desde las instituciones culturales y policiales contra expresiones como el rap y el reggaetón con la misma o peor dosis de intolerancia con que ayer fueron atacadas la música rock o las canciones en inglés, incluso el vestir con lentejuelas o mascar “chicle”, usar los pantalones apretados o dejarse crecer la melena.

La mira del mismo rifle de ayer, aunque herrumbroso, hoy se ha posado en las espaldas de skaters, grafiteros, gamers, reguetoneros, repas, los to´durakos y los  to´tixxa, los BôySëcrëts y los ĞănĝBõys, los que escriben “Graxx” por “Gracia”; “durops” por “duro”; “brou” por “hermano” o que dicen “Tú saee” por “Tú sabes”; “échate beso ahí” por “te doy un beso”; “mi moll” por “mi amor”; “habla un cami” por “dímelo” o todo aquel “raro” que no calce ese rígido patrón porque no “le da la gana” de reproducir la infructuosa obediencia de sus ancestros y necesitan, como beber agua, ser “#Siempre_Real_Nunca_Fake”.

La voluntad de anular individualidades que no son más que actitudes de resistencia conscientes o inconscientes, el poder suele disimularla muchas veces en campañas a favor del “buen uso del lenguaje” y en las cruzadas por “rescatar la cultura”, de modo que estas suelen confundir y atraer adeptos de todos los bandos cuando en lo cierto son verdaderas redadas contra las diferencias y contra aquello que se escapa al control de un poder en extremo conservador y, en consecuencia, incapaz de ponerse al día con los tiempos.

Mientras el oficialismo aburre, “marea”, se “pone fula”, con consignas y compromisos ideológicos bajo promesas de prosperidad económica, una parte considerable de la sociedad cubana, esa que lucha a diario por sobrevivir a los continuos desencantos y frustraciones, enrumba por otros caminos nada fáciles ni luminosos que llevan por meta la emigración o, al menos, la creación de un micromundo personal, lo más independiente posible, donde queden fuera las pesadillas cotidianas del hambre y el conformismo.

El traficante, el pandillero, la jinetera, el proxeneta, el abakuá, el apuntador de la bolita y el rey del barrio, recreados en ese rústico Corazón cubano de hace cinco años atrás, sin demasiado mérito ni pretensiones más allá de un retozo juvenil, aún están ahí, en carne y hueso, resistiendo.

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