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Habana 500: el bazar de los menesterosos

Vista del bazar de los menesterosos en la calle Apodaca, Habana Vieja. (La Habana). Foto del autor

LA HABANA, Cuba.- Hay varios niveles de comercio en Cuba, en La Habana. El pico más alto lo ocupan quienes pueden comprar en dólares gracias a una “estrategia” recientemente implementada por el gobierno, pensando “en el desarrollo del país”, según declaró el Vicepresidente Salvador Valdés Mesa.

A continuación se ubican, en orden descendente, los escaños de una economía que oscila entre el magro sustento y la supervivencia, para acabar en el estrato más pobre del comercio callejero que se ventila, precisamente, en los portales de La Habana que otrora abrigaron elegantes establecimientos donde la población encontraba cuanto pudiera necesitar, sin que las variaciones en cuanto a poder adquisitivo fueran un problema.

Este toma y daca de miseria ha invadido las principales avenidas de La Habana, desde Monte y Reina hasta Carlos III e Infanta; algunas más deprimentes que otras desde el punto de vista constructivo, higiénico y humano. Cuadra tras cuadra, aflora una carestía largamente acumulada, el detritus social buscando salvar el día como sea, vendiendo lo que aparezca, sin importar las rondas de las patrullas y los policías que miran con mala cara.

Nada importa cuando hay hambre, cuando se ha tocado fondo y la prisión, lejos de parecer algo terrible, representa la garantía de un plato de comida diario y un lugar donde dormir sin los sobresaltos de vivir las veinticuatro horas a la intemperie.

La Habana se llena de indigentes, individuos de uno y otro sexo que viven de la basura, rescatando lo que creen recuperable, vendible, canjeable por algo que necesiten, que por lo general es muy poco, quizás medio litro de ron o un pan con buena fortuna. Concienzudamente hurgan en los contenedores cercanos en busca de zapatos viejos  ̶ si hallan el par, es como sacarse la lotería ̶ , ropa en regular estado, cubiertos, piezas de plomería, madera para encofrar, electrodomésticos rotos, carteras y cuanto desecha la cristiandad para provecho de estos recolectores del siglo XXI, alcohólicos en su mayoría, aunque también hay ancianos y discapacitados que viven en condiciones de extrema pobreza.

Los que aún pueden enhebrar una aguja se dan a la tarea de remendar los ajuares encontrados y lavarlos. A veces los ajustan para usarlos ellos mismos, pero más a menudo aplican un rústico zurcido aquí y allá, para ponerlos en venta. La mayoría de esas prendas muestran tal deterioro que no en balde acabaron en la basura. Sin embargo, por increíble que parezca, hay una clientela dispuesta a adquirirlas; gente muy desesperada que no puede permitirse siquiera comprar en las tiendas de ropa reciclada en moneda nacional, y acude a husmear, con la esperanza de que la suerte le haya sonreído a uno de los “buzos” y poder comprar, por dos o tres pesos, un par de tenis que todavía aguantan más “traqueteo”, un pulóver con un remiendo discreto, un pantalón de caqui para trabajar o un codo de zinc galvanizado que, en buen estado, puede ser revendido luego hasta en cincuenta pesos.

Es un sistema comercial nacido y estructurado en la pobreza; una actividad de estilo medieval que no es exigente a la hora de admitir pagos tanto en dinero como en especies. El soportal que enlaza las calles de Apodaca y Egido (Avenida de Bélgica), en la Habana Vieja, es uno de los nodos más efervescentes de la indigencia capitalina, donde no solo se vende y compra. Algunos vagabundos pernoctan allí. Durante el día, el hediondo piso de granito cumple la función de vitrina; y en las noches, apretados contra las paredes, duermen los olvidados de la Revolución.

A pocos pasos, en el perímetro arbolado que rodea al antiguo Palacio de Balboa  ̶ hoy sede del Gobierno Provincial de La Habana ̶ , se asean, lavan sus ropas en cubetas mugrosas y las secan al sol, colgándolas en el enrejado que protege la edificación. Todo un muestrario de la miseria nacional a pocos pasos de la Artística Gallega que hoy acoge presentaciones del Buena Vista Social Club. Los autos de lujo y el turismo que allí llega dispuesto a dejarse desplumar por el régimen, nada tienen que ver con esa triste imagen que se reproduce a gran escala en el corazón mismo de la que fuera una de las ciudades más hermosas de América Latina.

Así espera La Habana su 500 aniversario, con una pompa que busca atraer las cámaras hacia los parques reparados, los negocios estatales rehabilitados y los regalos o préstamos que nos han procurado otras naciones para poder celebrar tan importante suceso con menos estrechez. De las muchas heridas que arrastra esta legendaria capital camino a su onomástico, no se ha dicho una palabra, y nadie las quiere ver aunque cada día amanezcan ahí, ante los ojos de todos.

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