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Incendios en Australia: Otra señal para tomar en serio

Un bombero trata de apagar el fuego en Nowra, Nueva Gales del Sur, Australia (Foto: Reuters)

MIAMI, Estados Unidos. – La llegada de cada nuevo año toma Sidney como punto de referencia. En verdad, la ciudad australiana no es la primera en pasar la barrera que indica el término de un ciclo más en ese infinito viaje de la Tierra alrededor del Sol. Pero todos los sitios del planeta esperan ese instante justo para iniciar el conteo de los minutos que les acercan al desate de fuegos artificiales y la algarabía que anuncia el advenimiento de otro año. Este que acaba de finalizar coincidió con un hecho terrible que puso otros colores y ambiente a la cita anual de la urbe austral. Fuegos reales y el humo mortal que estos provocaban, fueron el escenario en el que los pobladores de la isla continente recibieron este 2020.

Desde semanas antes a las fechas de Navidad una explosiva ola incendiaria comenzó a arrasar de manera catastrófica diversos territorios australianos, en particular los estados de Nueva Gales del Sur y Victoria. Imágenes apocalípticas mostraban destrucción, muerte y desolación, sin que ningún esfuerzo pudiera contener un desastre ante el que solo quedaba abierta la vía del escape. Una huida en busca del límite costero al que llegaban miles de personas para ser evacuadas en barcos y helicópteros. Un verdadero horror ante el que, aún con las llamas ardiendo, deja abierta muchas interrogantes y  una evidencia sobre la emergencia que suponen el cambio climático y otros problemas relacionados.

Desde Brasil el presidente Bolsonaro se refirió a los incendios australianos para reclamar la misma atención y seguimiento que centraron en el mundo los siniestros del Amazonas (que él insiste en señalar como falsos) y que el mandatario considera desmedidos. Y en cierta medida, Bolsonaro tiene razón: los fuegos australianos no han tenido el mismo trato de atención que los de la amazonia. Ciertamente, mucho más que los reportados en las selvas africanas. Es de señalar que si bien es cierto que este nuevo episodio ocupó (y sigue ocupando) espacios principales en la mayoría de los medios informativos, en otros la noticia no aparece reflejada con la misma connotación y siquiera con el seguimiento que este hecho merece, por su envergadura destructiva y lo que parece avisar. De nada vale argüir que son agencias dedicadas a noticias locales, en las que solo parece importar acontecimientos de crónica amarilla, politiquería casera o aquellos asuntos relacionados con grupos de interés socio político local. Peor aún si a la hora de colocar esta noticia en un plano secundario, casi relegada, ello tuviera que ver con la inconveniencia que encierra su divulgación para poderosos intereses.

Los múltiples incendios que devastan Australia no son los primeros en ocurrir en esa nación. La crónica recoge otros, tal vez más mortíferos: el del 2009 con 173 víctimas mortales, los de 1983 y el de 1939, con cifras que rondaban el centenar de muertes.  Pero la diferencia en esta  ocasión está marcada por la época en que se produce, las temperaturas extremas que lo alimentaron, la extensa sequía que ayudó su expansión y, sobre todo, la dimensión destructiva que asoló un territorio equivalente a Irlanda. A esto hay que sumar la impotencia para controlarlo en un país desarrollado, que cuenta con la tecnología que hace suponer una efectividad que en verdad apenas ha sido posible lograr, pues poco han podido hacer las fuerzas destacadas para combatir el avance arrollador de este siniestro.

Todavía es pronto para establecer causas, consecuencias, medir alcance de pérdidas -sobre todo en el entorno natural- o siquiera establecer medidas de contingencia para evitar nuevas catástrofes. No obstante, algunos datos que salen a luz revelan diversos problemas en los que la constante es la acción humana. Algunas causales se sabían de antemano, pero fueron ignorados de manera irresponsable. Una de ellas se remonta a la época colonial, cuando la prepotencia europea no solo ignoró la sabiduría aborigen que durante miles de años supo cuidar e interactuar con el medio natural en el que vivían. Una postura soberbia con pretensiones de superioridad racista que en panes dos siglos contribuyó a destruir aquello que los nativos cuidaron por generaciones, incluyendo la memoria heredada de esos conocimientos. Todo para imponer la extensión programada de árboles y cultivos reclamados por utilidades industriales y mercantiles, convertidos luego en alimento para el desastre.

Como indican varios expertos, los incendios van de la mano con una explotación descontrolada de los recursos y realidad de un cambio climático con incidencia de los gases invernaderos y otros factores contaminantes.  Aunque los escépticos de la teoría climática han desplegado una campaña para acusar la intencionalidad del caos como parte de un plan dirigido por miembros de organizaciones medioambientalistas, se conoce que el origen de estos fuegos deliberados se debe a la irresponsabilidad de fogatas con fines lúdicos o para quemar matojales, colillas de cigarros a medio apagar o simplemente accidentes involuntarios como puede ser la chispa de un escape automotor, entre tantas.

Un factor a destacar en esta crisis es la actitud del actual premier australiano Scott Morrison, quien, a pesar de los acontecimientos, lanzó amenaza con convertir en delito cualquier boicot contra empresas consideradas responsables en la destrucción medio ambiental, una actitud que tiene que ver con su defensa a ultranza de la industria del carbón, en cuyo renglón su Australia ocupa el segundo lugar mundial entre los exportadores, superado solo por Estados Unidos.  En esta postura destaca por igual la visión “negacionista” del gobierno de Morrison sobre las cuestiones climáticas y medioambientales, una perspectiva que se ha visto resquebrajada ante las numerosas críticas que está recibiendo el primer ministro, enfrentado a un desastre de consecuencias incalculables. Declaraciones recientes suyas pudieran ser la primera reacción ante un fenómenos donde irresponsabilidad política y falta de conciencia medioambientalista conforman un conjunto peligroso. Tal vez el hecho catastrófico lleve a Morrison y sus seguidores a tomar distancia de la promesa electoral que les llevó a seguir a Rusia, Turquía y Brasil en la amenaza de retirarse del Acuerdo de París y que hizo efectiva el mandatario Donald Trump.

Mientras en Australia aún arden los bosques y siguen muriendo personas y animales, quedando dañada de manera inexorable una naturaleza única, los que no quieren ver siguen manteniendo sus axiomas. Como si no bastara con lo que este fenómeno ha expuesto, los detractores de la necesidad de cuidar y defender el medio ambiente, siguen en sus treces, más enfocados en lograr metas gananciales que en preocuparse en la sobrevivencia de la civilización humana.  Precisamente por estos días el presidente Donald Trump ha lanzado una propuesta para reformar la Ley Nacional de Política Ambiental aprobada durante el gobierno de Nixon, cuando un derrame petrolero en Santa Bárbara (California) prendió los ánimos de la indignación ciudadana. Olvidando las causas que provocaron la puesta en práctica de dicha ley, demostrando su menosprecio indolente ante lo que debe significar la protección medio ambiental y aún con los testimonios que siguen llegando desde Australia y la evidencia de la columna de humo que cruzó el Pacífico hasta Chile, el presidente norteamericano se empeña en legislar para favorecer proyectos financiados y regentados por manos privadas que no tendrán que evaluar el impacto ambiental que pudieran provocar sus propósitos empresariales y menos informar sobre ello al interés público.

Entre tanto, en Australia ha llegado la lluvia salvadora que se ausentó por tres años. La propia Naturaleza pone así remedio a la impotencia del hombre frente a una catástrofe que algunas voces han bautizado como el infierno sobre la Tierra. ¿Habrá que lamentar nuevos y peores eventos parecidos para despertar la conciencia de los que aún niegan que nuestro planeta necesita una atención emergente?

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