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La censura de los censurados Cubanet

‘Santa y Andrés’ junto a su director, Carlos Lechuga (Facebook)

LA HABANA, Cuba.- La censura que ejerce el régimen cubano sobre la expresión artística es severa y ocupa el núcleo duro de su política cultural, pero no puede ser ya tan hermética como en los años 70 y, además, tiene que lidiar con el asunto de la imagen del propio régimen, pues permitir ciertas críticas puede servir para exportar una apariencia muy útil de tolerancia y hasta de reformismo.

Por eso la censura no tiene un manual de instrucciones para aplicar fríamente a cada obra de arte o declaración de artista —pues, además de lo que este haga, está también lo que diga—, sino que es una reacción que depende de diversos factores en cada caso y que, incluso, puede variar y ceder ligeramente, como ocurrió con el documental Fuera de liga, de Ian Padrón.

Fresa y chocolate, hace más de veinte años, no fue bien vista por la censura, pero sirvió para mejorar la fotografía de la revolución y, en definitiva, no se mostró mucho al público cubano. Ahora, con Santa y Andrés, la segunda película de Carlos Lechuga —que tiene cierta semejanza con el filme de Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, pero va más allá y no endulza la píldora—, se nos viene a recordar con crudeza quién cree tener la última palabra.

Melaza (2012), primer largometraje de Lechuga, casi fue excluido del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano, pese al reconocimiento en otros festivales del mundo, experiencia que llevó al cineasta a indagar en la censura y la represión que se denuncian en documentales como Conducta impropia, de Néstor Almendro y Orlando Jiménez, y Seres extravagantes, de Manuel Zayas.

De ahí su segundo filme, Santa y Andrés, sobre el hostigamiento que sufre un escritor gay y contestatario que decidió permanecer en Cuba, pero que en los 80 no pudo soportar más y escapó del país. La película recorrió muchos eventos de Europa y las Américas, pero la mano peluda no se limitó a excluirla del último Festival habanero de cine y se extendió nada menos que hasta el corazón cultural de Estados Unidos.

Allí, la directora ejecutiva del Havana Film Festival de Nueva York, Carole Rosenberg, declaró que “sin que mediaran presiones de las autoridades cubanas”, había decidido excluir Santa y Andrés de la competencia oficial para no participar en “chismes políticos” y que el evento “permaneciera lo más apolítico posible”. Parecía una broma de mal gusto, pero era cierto.

Ese festival comenzó en el año 2000 gracias a la organización American Friends of The Ludwig Foundation of Cuba, que apoya a la Fundación Ludwig cubana, supuestamente “una institución cultural y artística no gubernamental, autónoma y sin fines de lucro en La Habana”. Toda una ONG. Este año, entre varios actores y directores cubanos, había sido invitado Carlos Lechuga con su nuevo filme. Y también el escritor y político Miguel Barnet.

Como se ha comentado, y resulta evidente —aparte de cualquier llamada desde el Instituto de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC)—, la Fundación Ludwig y Miguel Barnet tienen un papel muy importante en este iracundo acto de censura del régimen cubano que ha alargado su alcance hasta una ciudad donde la libertad y la pluralidad son norma, despertando la protesta de reconocidos críticos, artistas y entidades, no solo de cineastas.

Ya el director del ICAIC, Roberto Smith, había advertido que Santa y Andrés “presenta una imagen de la Revolución que la reduce a una expresión de intolerancia y violencia contra la cultura, hace un uso irresponsable de nuestros símbolos patrios y referencias inaceptables al compañero Fidel”.

Miguel Barnet compartió ese veredicto y cumplió su misión, aunque siempre ha asegurado haber sufrido mucho durante el llamado “quinquenio gris” que “para algunos fue un quinquenio visto con benevolencia, pero para otros —como para mí— fue un decenio negro”. Ese ostracismo no le dejó ninguna huella de rencor, dice él. ¿Y qué le dejó? ¿Acaso la convicción de que otros deben sufrir lo mismo?

El alto funcionario gubernamental no se considera “un escritor puro”, sino “algo así como un híbrido de halcón y jicotea: veo desde lo alto de las cumbres inasibles y expurgo en lo más raso de la tierra para recoger la savia y despejar los caminos de los residuos y el estiércol”. Más aún, confiesa: “Yo soy el que anda por ahí empujando un país. Con grandes piedras del camino y mis zapatos gigantes, he ido poco a poco empujando un país”.

Parece una broma de mal gusto, pero lo dice seriamente: “Contra los grandes vientos y la noche que chirría en sus goznes, he hecho lo indecible por empujar un país”. Y qué importan los otros: “Perdonen si no escucho las quejas de mis contemporáneos. Yo no puedo hacer otra cosa que seguir empujando un país”. Pobre país que debe ser empujado y arrastrado por encima de su gente, cuyas quejas no valen.

Para Carlos Lechuga lo más importante es que la gente vea su película. Y eso ocurrirá, porque ya todos vemos lo que queremos ver, aun con dificultades como la censura. Pero no en los cines. Para los que creen que en Cuba ocurren transformaciones, el director ha dicho que “hasta que no consiga exhibir en La Habana Santa y Andrés no podré decir si los tiempos cambiaron o no”.

El pasado día 15, un gran operativo de la Seguridad del Estado y la policía bloqueó el tráfico en la calle 10 entre 13 y 15, en El Vedado, para impedir la proyección en la Casa Galería El Círculo del documental independiente Nadie, de Miguel Coyula —premiado director de Cucarachas rojas y Memorias del desarrollo—. Basado en la vida y opiniones del poeta Rafael Alcides, Nadie fue laureado como Mejor Documental en el Festival de Cine Global Dominicano.

No sé si esto es un gesto de pánico o de prepotencia, pero creo que puede dar una idea a Lechuga, y a todo el que quiera saberlo, de cuáles son los vientos que soplan en el país.