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La corrupción, el fin de la impunidad y las pandillas políticas latinoamericanas Cubanet

Lula y la expresidenta Dilma Rousseff (AFP)

LA HABANA.- Con el reciente encarcelamiento del expresidente brasileño, Luiz Inácio Lula da Silva, la izquierda regional acaba de recibir otro duro revés. De hecho, casi podría afirmarse que la caída en desgracia de Lula ha sido el más grave golpe sufrido por la progresía latinoamericana en medio de la implacable andanada que viene cayendo en los últimos tiempos sobre sus líderes.

Lula es, sin dudas, uno de los pocos Jefes de Estado de la izquierda bajo cuyo gobierno (2003-2011) se produjo el extraordinario despegue económico y social de su país, reflejado en una alta tasa de crecimiento del PIB, el aumento de las exportaciones, la liquidación anticipada de las deudas externas, el fortalecimiento del mercado nacional, una significativa disminución del desempleo, el aumento de los salarios y la creación y diversificación de microcréditos, entre otras importantes reformas.

Si Brasil en apenas ocho años alcanzó un puesto relevante en la economía mundial, y si alguna vez los países en desarrollo miraron con esperanza lo que se conoció en su momento como “el milagro brasileño”, se le debe en gran medida al talento político y a las reformas económicas impulsadas por Lula, lo que explica su enorme popularidad en su país y el considerable capital político con el que todavía cuenta, incluso en medio del proceso judicial –una trama de corrupción aún no concluida– que lo ha llevado a la cárcel.

Pero, en el caso de Lula, a todos los méritos enumerados antes se suma ese otro componente esencial de los mejores exponentes del populismo político: una mezcla de carisma e histrionismo que el reo ha desplegado astutamente, al más puro estilo de los culebrones de televisión producidos por su país, para manipular a su favor los exaltados ánimos de sus seguidores. Mantenerse en el juego político, pese a todo, es uno de los ardides más comunes de los líderes populistas, con independencia de su alineación ideológica.

La bufonada alcanzó su clímax precisamente al final de las 48 horas del fin de semana en que se mantuvo bajo resistencia –auto encarcelado, podría decirse– frente a la orden de entregarse a las autoridades para comenzar a purgar una condena de 12 años de cárcel, cuando, rodeado de militantes de su propio partido (Partido de los Trabajadores, PT) y de otros partidos aliados –entre los que no podía faltar la sempiterna sombra escarlata de los comunistas– Lula se valió de la sensiblería popular invocando sin miramientos la memoria de su difunta esposa en el primer aniversario de su deceso, con una misa que dio cierre a un capítulo de lo que promete ser una saga extensa y complicada.

A renglón seguido, antes de entregarse a las autoridades, llegó el arranque de mesianismo y megalomanía de quien, ahora purificado por el castigo, se asume a sí mismo metamorfoseado en el Iluminado de los pobres, para arengar el discurso encendido, en actitud mística: “No voy a parar porque ya no soy un ser humano, soy una idea (…) mezclada con vuestra idea”. Y “en el pueblo hay muchos Lulas”. Apoteosis de pueblo. La muchedumbre lo aclamó delirante, abundaron las lágrimas y menudearon los abrazos al mártir. Telón.

No es nada personal. Es sabido que hasta desde la guillotina la defensa del condenado debe estar permitida y hasta los ahorcados patalean. No obstante, hasta donde ha trascendido, Luiz Inácio Lula da Silva fue procesado con las correspondientes garantías que pauta el sistema judicial brasileño y está siendo condenado por delito de corrupción, no por sus ideas políticas.

Ergo, por más que la caída de Lula beneficie a sus adversarios políticos, fue el propio Lula quien –al cometer el delito– perjudicó profundamente al PT y ensució “la causa” de sus seguidores. No se trata, entonces, de un “juicio político”, tal como lo quieren hacer ver sus aliados de la izquierda regional, algunos de los cuales ya empiezan a temer por las salpicaduras que les podrían alcanzar en toda esta gran maraña de pudrición.

Más allá de todo lo que Lula hizo bien, nadie está por encima de la Ley. A fin de cuentas, todos los corruptos deberían ser enjuiciados y encerrados en prisión, especialmente los que ocupan cargos políticos. Cierto que, en buena lid –y a juzgar por los escándalos de corrupción que se vienen destapando en los últimos años entre las clases políticas de cualquier alineación– diríase que para internar a los servidores públicos deshonestos habría que multiplicar aceleradamente las capacidades carcelarias, sobre todo en Latinoamérica.

En realidad, la historia de nuestra región es tan pródiga en ejemplos de podredumbre política y administrativa a todos los niveles que no debería sorprender a nadie este último descorche, que continúa sacando a la luz largas cadenas de corruptelas e implicando a numerosos altos políticos. Lo novedoso –y esto, solo hasta cierto punto– es que se les juzgue, se les condene y se les encierre.

No hay que olvidar el caso del también expresidente brasileño Fernando Collor de Mello (quien gobernó entre marzo de 1990 y octubre de 1992), el joven político que asumió la primera presidencia de Brasil en democracia. Ganó las elecciones en segunda vuelta –precisamente contra Lula da Silva–, por el derechista Partido de la Reconstrucción Nacional, con la promesa de acabar con el enriquecimiento ilícito de los funcionarios públicos.

Paradójicamente, poco más de dos años después, Collor de Mello se vio forzado a renunciar al cargo debido a las investigaciones sobre corrupción –aceptación de sobornos a cambio de favores políticos– y tráfico de influencias, seguidas en su contra por un Congreso que solicitó oficialmente su destitución. Un tecnicismo que impidió demostrar su culpabilidad por corrupción política ante los tribunales lo salvó de la cárcel. No obstante, el Congreso sí lo consideró culpable y lo condenó a ocho años de supresión de sus derechos políticos. Hasta el momento, Collor de Mello no ha logrado tener éxito en la carrera política, pese a que ha incursionado nuevamente en ella.

Ahora bien, que en su momento Collor de Mello pidiese a sus partidarios manifestarse públicamente en contra de lo que llamó “golpe de estado”, parece formar parte de un recurso desesperado seguido por presidentes caídos en desgracia, más allá de su color político. Años después sería exactamente ésta la posición de Dilma Rousseff al enfrentar su propia destitución.

Y estos son solo referencias brasileñas. También podrían mencionarse casos recientes de ángeles caídos en otros países de la región, como la expresidenta argentina de izquierdas, Cristina Fernández –dizque también “perseguida política”, la pobrecita–, o el expresidente peruano de derechas, Pedro Pablo Kusinski. Lo dicho, la corrupción no es una enfermedad ideológica, sino moral.

Y mientras la espiral de corrupción continúa ampliándose, arrastrando en su vertiginoso cono a más y más figuras prominentes de la política regional, los latinoamericanos seguidores de un líder u otro –o de un partido o tendencia u otra– siguen haciendo gala de una inmadurez cívica y un infantilismo político proverbiales.

Así pues, en lugar de asumir el reto del momento y abrazar el fin de la impunidad como un principio esencial que en lo adelante rija para todos los servidores públicos, sin distinción ni privilegios, prefieren proyectarse como si todo esto se tratase de una reyerta entre pandillas, donde lo que realmente importa no es demostrar la inocencia propia sino acentuar la culpabilidad del adversario. No es que “el mío” sea corrupto, sino que “el tuyo” lo es más. Y así parece que seguiremos hanta el fin de los tiempos.

Parafraseando a un conocido poeta cubano: es Latinoamérica, no os asombréis de nada.