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La “Revolución” y el fin de la familia en Cuba

Cubano mira al horizonte, desde el malecón en la Ermita de la Caridad del Cobre, Miami (Foto: The New York Times)

LA HABANA, Cuba. – Conozco a una mujer, llamémosla Eva, que ha vuelto a llorar la ausencia de su hijo. En estos días, y entre lágrimas, ha estado recordando cada uno de los cuidados que dedicara a su embarazo. Eva describe, en sus detalles, los “meneos” del bebé en su “barriga” y se emociona tanto que da la impresión de que los revive, que volvió a sentir la primera “patada de su hijo en la barriga”. Ya transcurrieron más de treinta años pero Eva no olvida, y ahora menos.

Ella se asustó con la primera náusea, pero las bendijo luego,  cuando miró la “mata de pelos” de su hijo, esa a la que achacó los espasmos, la insoportable repugnancia. Eva recordó en estos días la primera regurgitación del bebé, esa a la que ella llama “el primer buche”. Tampoco olvida el primer atoro ni esa jornada en la que su muchacho inició la vida escolar, la queja inicial de la maestra.

Esta madre recuerda. En estos días repasó emocionada aquella jornada en la que su hijo recibió el título de médico -y mira el pergamino que cuelga de una de las paredes de la sala. Ese diploma la reconcilió con cada uno de sus sacrificios, con su maternidad solitaria, con todas las lágrimas que derramó cuando despidió a su muchacho, a ese doctor que “decidió” auscultar el corazón y los pulmones de muchos venezolanos en esa misión a la que llaman “Barrio adentro”.

Eva ha esperado mucho la vuelta de su hijo, ese regreso que se volvió más increíble cuando él decidió abandonar la “misión” y viajar a los Estados Unidos, a la Florida. Mucho ha llorado esa mujer desde que supuso esas tardanzas que la alejarían del reencuentro con su muchacho, con el nieto que nació en los Estados Unidos y al que tanto añoró conocer. Eva esperó cinco años. Ella marcó su almanaque, encerró en un círculo rojo la fecha en la que llegarían a La Habana y se preparó para el recibimiento.

Lo malo fue la llamada que le advirtió, solo unas horas antes, que solo harían el viaje el nieto y la nuera. El hijo se vio obligado a abandonar el avión, las esperanzas de hacer el viaje hasta La Habana. El médico supo que no podría entrar a la isla después de abandonar la “misión”, “la voluntad solidaria de la revolución”. El médico no podría entrar al país aunque fuera tan suyo como de los temibles decisores de su desgracia. El hijo de Eva no llegó a La Habana, se quedó en Miami, con todas las ganas de abrazar a su madre, de contemplarla mientras cargaba a su nieto.

Eva no deja de llorar y maldice la decisión y a sus ejecutores. Eva no consigue entender el desprecio que dedican los comunistas a la familia ni la arbitrariedad de esa sentencia. Eva mira a su nieto, lo carga y llora echando un vistazo a las fotos que hace su nuera con el celular, y en las que no aparece el hijo, piensa en la casa que pudo ser una fiesta si no le hubieran negado la entrada a su vástago.

La abuela mira al nieto y piensa en los venezolanos a los que el padre sacó de la muerte;  a esos venezolanos quisiera preguntarles qué opinión les provoca una arbitrariedad como la que ella sufre. Eva recuerda el tiempo que vivió con el “corazón en la boca”, pensando en las revueltas de ese país, en la violencia tan común, en todo el dinero que el gobierno cubano se embolsó “a costa del trabajo su hijo”.  Ella cree que no podrá perdonar este atropello.

A esta mujer la mortifica mucho que a su hijo lo tilden de desertor, y se pregunta de qué huyó, para responderse luego que su muchacho se escapó de la mentira, que no hizo otra cosa que fugársele  al hambre, que abandonó la indigencia, que se alejó del miedo, que renunció al atropello, que desistió porque se cansó de toda la injusticia a la que estuvo sometido durante años en Venezuela, en Cuba.

El hijo de Eva no llegó a pesar de todo cuanto ella lo esperara, y ella se pregunta cuándo volverá a abrazarlo. Eva, en medio de su desesperación, deja muy en claro sus diferencias con esa Mariana Grajales que incitó a sus hijos a hacer la guerra, y relata cada súplica que hiciera a su muchacho para que desistiera del viaje a Venezuela. Eva nunca creyó en esa vocación internacionalista que separa a las familias, que pone en riesgo a sus profesionales, y para probarlo recuerda a los dos médicos secuestrados en África.

El vástago de Eva no hizo nada excepcional, no fue un capricho lo que lo llevó al norte. Ese joven hizo un viaje tan arriesgado porque añoraba un mejor futuro, ese que no encontraría en Venezuela y mucho menos en La Habana. “Ese viaje fue “el Moncada de mi hijo”, dice irónica, y también que respeta mucho su decisión. Esa madre reconoce que su muchacho es una víctima de ese circo político que en Cuba tiene una carpa enorme, aunque desvencijada y renga.

Eva cree que su hijo fue víctima de un “secuestro”, de un chantaje del que muchos cubanos somos cómplices. El hijo de Eva, como otros tantos, es un mártir de una manipulación que se esconde detrás de la espectacularidad, detrás de unos tintes vanos. Hoy son muchos los que tienen la certeza de que no son más que víctimas de un fantasma, de una sombra con la que el comunismo enceguece a sus sometidos. Eva y su hijo son los mártires de un cliché que instrumentaron los Castro, Eva y su hijo son las víctimas de una fórmula que idearon para que imagináramos ser parte de una existencia “divina”, esa que la dictadura nos endilga, obligándonos a reverenciarla, a morir por ella.

La madre de ese médico al que le negaron la entrada a su país asegura que no está en contra de eso que desde hace tanto se califica como solidaridad, pero supone que sería mejor una ayuda real, espontánea, que cualquier médico pueda escoger entre múltiples posibilidades, que tenga el derecho de decidir entre hacer unas vacaciones en Estambul o salvar vidas en Nigeria. Ningún gobierno debe tener la posibilidad de coartar la libertad de movimiento como han hecho con el hijo de Eva, con muchos a quienes se les llama desertores por el simple hecho de conquistar la libertad que aquí perdieron.

Eva llora, maldice las disposiciones del gobierno, y a quienes prohibieron la entrada de su hijo a la isla. Eva defiende el derecho de su vástago a moverse libremente y llora; no puede creer que deban pasar diez años para que pueda abrazar a su muchacho. “¿Quién decide por nosotros? ¿Raúl Castro? ¿Díaz Canel? Eva maldice a los comunistas que la privan de hacer conexiones cercanas con su hijo. Eva insulta, como seguro hacen las madres de los deportistas que “desertan” cada día. Eva espera, y llora, y maldice a esa dictadura a la que alguna vez llamó “revolución”. Eva se ha llenado de rencores, y cómo no iban a asistirla esos resentimientos si los comunistas dividieron, sin remilgos, a su familia.