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Las migraciones de un mal gobierno

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LA HABANA, Cuba.- Hace apenas un año que Cuba ingresó a la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), donde se comprometió a trabajar para contribuir con sus propósitos.

Veremos si puede.

Recordemos el éxodo de Camarioca, y el del Mariel, cuando más de 125 mil cubanos llegaron a Estados Unidos, entre ellos grupos de dementes y presidiarios por orden estatal. El éxodo de 1994, provocado por Fidel Castro, en el que miles de cubanos fabricaron balsas rudimentarias, unos llegaron a Estados Unidos, otros miles murieron en el mar. O el éxodo más grave: cientos de miles de cubanos que viajan engañados a países centroamericanos, donde muchos encuentran la muerte en selvas amazónicas a manos de coyotes y traficantes.

Pronto pudiéramos tener otro éxodo, a no ser que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, continúe con su clara y certera política hacia Cuba, pues el conflicto de los cubanos no es escapar del comunismo, sino tratar de arrancarlo de raíz.

La válvula de escape que representan las migraciones para la Isla es poderosa, sobre todo la de Estados Unidos, desde donde un alto por ciento de cubanos envía remesas a Cuba.

El régimen castrista, que no acepta su derrota frente a sus migraciones, las llama “fenómeno creciente” y asegura que “es necesario fomentar el respeto a la dignidad humana y el bienestar de los migrantes”.

Pero, si se quiere respetar la dignidad humana, ¿por qué en 2006 más de veinte mil cubanos, provenientes de las provincias orientales, fueron expulsados de forma humillante de La Habana y devueltos a su lugar de origen? ¿Por qué se les sigue expulsando, aunque con cierta discreción, desde que se comenzó a ver en las paredes aquello de “Que se vayan primero Fidel Castro y Raúl, que también son orientales”?

La emigración en Cuba es producto de la pauperación económica que sufre el país. Ni siquiera en 1997, cuando se emitió el decreto ley 217 para evitar que la población de La Habana aumentara, se resolvió “el fenómeno”, y los asentamientos de residentes ilegales en la capital del país han crecido por día.

Para la dictadura castrista es una vergüenza saber que no hay decreto que pueda amortiguar, y mucho menos frenar, estos barrios marginales, como por ejemplo el “Llega y Pon” en el municipio habanero de San Miguel del Padrón, donde viven actualmente miles de ilegales, en su mayoría orientales, llamados peyorativamente “palestinos”; y el de La Luz Brillante o El Bajo, este último en la localidad de Santa Fe, al este de La Habana, con miles de indocumentados provenientes de diversas provincias del país.

Tan grave es este “fenómeno”, que los que se van del campo no lo hacen siguiendo el patrón de aquellos pocos que lo hicieron años anteriores a 1959: del campo al municipio, del municipio a la cabecera provincial, y al final, a otra provincia. Hoy vienen directamente a La Habana, donde se mantienen ilegales, hasta después incluso de construir una vivienda con desechos de basura.

En julio de 1966, durante uno de sus discursos, Fidel Castro hizo referencia a las medidas que debían de tomarse para el control y la prosperidad de la metrópoli, así como de las zonas rurales. “Si nosotros no nos ocupamos de desarrollar el interior del país, el fenómeno de querer mudarse para La Habana seguirá creciendo, y el problema de la capital será cada vez peor”.

Así es: el problema es peor.

Tal vez no recordó el brillante estadista, quien tuvo gran parte de culpa, que, a partir de 1959, como dueño del país, entregó el Hotel Havana Libre a miles de campesinos, que se alojaron allí por largos meses, y que luego destinó las residencias de Miramar para que vivieran y estudiaran, lo que ocasionó que se negaran a regresar al campo.

Me contó un amigo tunero que, en la provincia oriental han surgido nuevos asentamientos ilegales llamados Palancón, Los Sin Tierra y Jericó, con miles de habitantes, muchos de ellos expulsados de La Habana.

Este “fenómeno”, convertido hoy en una gran tragedia, es producto de un socialismo impuesto por Fidel Castro aquel 15 de abril, frente a cientos de milicianos, que por disciplina aprobaron una declaración frente a lo que se requería en realidad: elecciones generales para una verdadera democracia.