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Loas a Eusebio Leal: homenaje a la Cuba republicana

Eusebio Leal (Foto: Tounesna News)

LA HABANA, Cuba. – El hombre que, pese a no haber nacido cubano, fue sin dudas el que más aportó a nuestra independencia en el terreno militar —el generalísimo Máximo Gómez—, es autor de una caracterización alada y exacta de la índole de nuestros compatriotas. Después de elogiarnos como conglomerado humano, señaló lo que consideraba nuestro principal defecto: “O no llegan, o se pasan”.

He recordado esa expresión certera del ilustre banilejo al ver y escuchar la andanada de loas desenfrenadas y ditirambos exaltados con que la prensa oficialista de la Isla, a una sola voz, ha alabado al señor Eusebio Leal Spengler, quien fuera durante decenios Historiador de la Ciudad de La Habana y fallecido el pasado viernes.

Una prueba del desenfreno al cual he aludido lo vimos en la prensa plana del pasado domingo. Los dos periódicos a la venta ese día —el diario nacional Juventud Rebelde y el órgano local Tribuna de La Habana— consagraron sus primeras planas al finado ilustre.

Como es obvio, esa coincidencia no es casual. Ella sólo puede deberse a una consigna (“orientación”, se diría en la neo-lengua castrista) proveniente del Departamento Ideológico del Comité Central del único partido. Nunca más justificado que en este trance —pues— el adjetivo de “macabro” que tanto le cuadra a ese órgano de la agitación y la desinformación comunistas.

Según la historia oficial, el destacado hombre de letras falleció tras “una penosa enfermedad”. Se trata del eufemismo en boga para hablar del terrible cáncer. Hasta esos extremos llega la arbitrariedad del castrismo, que, falto de imaginación y rebosante de cursilería, pretende imponer su dictadura hasta en el tránsito hacia el Más Allá.

Pero no sólo las primeras planas estuvieron dedicadas al difunto Historiador. Más de la mitad del Juventud Rebelde dominical le está consagrada. Los títulos de los materiales hablan por sí mismos: “Leal al tiempo”, “Faro y vigía”, “Estamos urgidos de dejar espacios a la poesía”, “La ciudad: símbolo mundial de la resistencia de Cuba”, “El arte de remover conciencias”, “El privilegio de vivir el mismo tiempo que Eusebio”, “El silencio de los adoquines”. A no dudarlo, los castristas se pasaron.

Toda esa exaltación no ha tenido lugar cuando han muerto otros dirigentes castristas de análogo nivel. Algo especial —pues— deben haber encontrado en el personaje los jerarcas y alabarderos del régimen para dedicarle tantos esfuerzos. Supongo que en esto hayan incidido las espontáneas simpatías despertadas por Don Eusebio en los capitalinos de a pie.

Y ese apego popular no es infundado. Durante decenios, la ciudad de La Habana estuvo sumida por los castristas en un abandono total. El Palacio de las Convenciones y la Escuela Nacional de Arte (ENA) son los únicos aportes de alguna importancia que los nuevos mandantes hicieron al desarrollo urbanístico. (La última, por cierto, hoy en ruinas, lo cual constituye una elocuente demostración del sentido de futuro —o, para ser más preciso, la falta de él— de esos guerrilleros subversivos devenidos gobernantes).

Y el señor Leal Spengler, con su “Restauración”, empezó a arreglar siquiera en parte ese desaguisado. Es verdad que se trató de una enmienda tardía y parcial. Es cierto que a pocos metros de los edificios rehabilitados que hoy nos maravillan, siguieron existiendo inmuebles ruinosos, caracterizados por la promiscuidad, el apuntalamiento y la mugre. Pero, al menos, algo hizo.

Para mí, lo más curioso de toda esta situación son las razones que han llevado a los castristas a su desmedida exaltación de estos días. Las características del fallecido que han dado pie a los elogios son precisamente aquellas que lo colocan más cerca de los cubanos venerados de nuestra etapa republicana democrática y más lejos de los turbulentos tira-tiros erigidos en paradigmas de los tiempos que corren.

No me refiero —claro— al libre juego de las ideas ni al pluralismo político. En esto, el Historiador (que por sobre todas las cosas se consideraba y declaraba “fidelista”) no osaba salir del encasillamiento impuesto en ese campo por el castrismo. En todo caso, sólo se atrevía a ser un poco más original e innovador en sus loas al mandón de turno.

Me refiero a su catolicismo, que no negó ni en los tiempos de mayor auge del bárbaro “ateísmo científico” tan del gusto de “pericones” y neo-comunistas. También a su elocuencia de alto vuelo, que lo acerca a los oradores del pasado, como Sánchez de Bustamante o Cortina. O a Salvador García Agüero, que, pese a su ortodoxia bolchevique y su color negro, siempre fue mantenido en los segundos planos del “rojerío” cubano.

Y, por último, también me refiero a su veneración del pasado. Pero no el facilón de las guerras de independencia que el fundador de la dinastía, para tratar de legitimar su poder, siempre invocaba (¿Cómo olvidar su pretenciosa frase?: “Nosotros habríamos sido como ellos y ellos habrían sido como nosotros”). Sino el de edificaciones coloniales, heroicidades sin visos revolucionarios, iglesias vetustas, actas de cabildos y Protomedicato.

Es de ese modo que los castristas, siquiera de manera inconsciente y vergonzante, hacen su tributo al pasado luminoso (aunque no exento de algunas sombras) que durante más de medio siglo han pretendido ningunear: el de nuestra etapa republicana (que ellos llaman “neocolonial”).

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