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¿Más que médicos o masque médicos?

LA HABANA, Cuba. – Un entumecimiento en los dedos meñique y anular de la mano izquierda me hicieron procurar asistencia médica hace unos días, y no encontré otro remedio que decidir una visita a esa figura que la “revolución”, erigiéndose en creadora, definiera como “médico de la familia”, aunque mis abuelos lo llamaran del mismo modo mucho antes de que los barbudos bajaran de las montañas orientales.

Sentado y esperando mi turno advertí los vientres ligeramente abultados de dos muchachas; luego vendría el chillido que salió de la garganta de la también lozana médica, recordando a la enfermera que ese día estaba dedicado a la “captación de embarazadas”; y, como si los cuatro “gatos” que esperábamos no hubiéramos escuchado, la mujer de la cofia nos repitió “la nueva”.

“¿Escucharon? …Hoy solo se atenderá a las em-ba-ra-za-das”, y tras el silabeo se ajustó la cofia para darnos la espalda luego. La mujer que me antecedía en la cola también se decidió por los gritos, advirtiendo que no se iba de allí sin que la doctora mirara sus análisis; estaba más que segura de su anemia y necesitaba tratamiento. Yo quedé quieto, reconciliado, al menos en apariencias, con la espera.

Cuatro horas con treinta y siete minutos soporte el caos, sentado al lado de un hombre de facciones mongoloides que se comunicaba confusamente con su anciana madre. Y soñé el instante en que me tocara el turno, pero vi llenarse el saloncito sin impedir el paso de tantísimos “intrusos” que sin pedir el último buscaron el encuentro con la joven médica cargando pozuelos plásticos que dejaban escapar olores deliciosos.

La espera desespera, tanto, que hasta pude imaginar a esa doctora en el instante en el que hacía su juramento a Hipócrates, y creí que debía ponerme a chillar, exigir a la enfermera, a la médica, al ministro, al presidente, para que me atendieran de una vez…, pero no lo hice.

Y decidí dejar que pasara el tiempo, lo ocupé haciéndome preguntas, respondiéndolas. Pensé en la precariedad del sistema de salud cubano, en el desamparo de los enfermos y en los tantos médicos que andan por el mundo. En esa espera intenté enumerar las cacareadas bondades del sistema de salud que “llegó” con Fidel Castro, quien no se cansó de hacer notar los 6286 galenos con que contaba la isla en 1959, y los 3000 que se fueron  tras su llegada.

Y Fidel Castro culpó a Eisenhower del éxodo; asegurando que fue este, y no el temor de los profesionales cubanos, quien armó la debacle “propiciando” la salida de casi la mitad de los galenos con los que contaba el país, sin mencionar a ese gobierno comunista que tras el primer éxodo que dejó tan menguado al “ejército de batas blancas”, envió su primer “regimiento níveo” a esa lejana geografía que es Argelia.

Estaba yo por nacer cuando el pueblo donde nací se quedó sin dentista, porque Rosita, la única odontóloga, hizo el viaje a la lejana África, al Magreb, para ocuparse arreglando los dientes de un montón de bereberes tras la llegada al poder de Ben Bella, un poco antes de que también se hiciera notar el nombre de Houari Boumedienne, aquel otro argelino que estuvo en el poder durante trece años y que fuera tan amigo de Fidel Castro.

Fue así que comenzó el tan cacareado “amanecer” del  “internacionalismo médico cubano”. Miles de profesionales se graduaron para terminar en África, en América Latina, en Asia. Tan imprescindible se volvió nuestro “oro blanco” que las graduaciones fueron cada vez más sustanciosas, aun en detrimento de la formación. Y luego se decidió municipalizar la enseñanza universitaria, y un médico recién graduado, y sin especialización alguna, daba clases a bisoños estudiantes en cualquier pueblito cubano o en un cerro caraqueño.

Así fue que se prostituyó la enseñanza, que se hizo tan común comprar el examen que permitía conocer, y con mucha anticipación, las preguntas para preparar las respuestas; y ahora se molesta el gobierno porque Brasil exige que los títulos sean revalidados. Se incomodan con el presidente electo y llueven los vilipendios, y vemos como los galenos llegados discursean, lagrimean, recordando a esos pacientes que dejaron atrás, sin que antes se molestaran por los enfermos cubanos que dejaron de asistir, por esos que, como yo, tenemos que esperar muchas horas para recibir una mínima atención.

Hoy se hace común el lagrimeo, pero la razón de tanto llanto no es otra que los dólares que dejaron de ganar, la pacotilla que les quedó por comprar. El llanto puede estar emparentado con la certeza de que cuando la mesa esté servida no aparecerá en la memoria esa “moqueca de pescado”, y que sus paladares no volverán a reconocer esa otra sopa repleta de camarones a la que llaman “tacacá”.

Pobre de esos médicos cuando coman un potaje, en Cuba, recordando la “feijoada” colmadita de carne. ¿Cuánto sufrirán cuando recuerden esos “churrascos” de carne de vaca y  el zarapatel?  ¿A quién culparán entonces? Supongo que, hablando con la almohada, culpen al gobierno, a esa “Sociedad comercializadora de servicios médicos, S.A”, que cobra el tantísimo dinero que va a las arcas de no se sabe quién.

Esos profesionales esquilmados se conforman con las migajas porque siempre es algo más que el salario miserable que ganan en un consultorio del médico de la familia e incluso como especialistas de primer grado. Estos son los nuevos héroes, los que dejan en el olvido a Tomás Romay e incluso a Finlay. ¿Quién menciona en Cuba a ese médico que fue el General Juan Bruno Zayas, y a Arístides Agramonte Simoni, a Carlos Manuel de Céspedes y Quesada?

No por gusto, durante las tantas horas que duró mi espera, estuve pensando en “El médico a palos” de Moliere, y también después, cuando la doctora me recetó unas inyecciones de Truabin y me alcanzó la receta, para advertirme luego que si lo conseguía volviera para indicarme cómo usarlo. Y no lo conseguí en la farmacia, donde tiene un precio cercano a los 27 pesos, pero sí en la calle, donde me entregaron los diez bulbos que debo usar después de pagar 5 CUC.

Sin dudas la medicina cubana me devuelve íntegro al Moliere que hace decir a un personaje: “Así va el mundo. Muchos adquieren opinión de doctor, no por lo que efectivamente saben, sino por el concepto que forma de ellos la ignorancia de los demás”. Y ahora que están de vuelta a la Patria esos médicos, ahora que escasea tanto el pan, no podríamos asombrarnos si esa consigna que advierte: “Más que médicos”, se convierte por obra y gracia del ingenio popular en “masque médicos”, hasta que aparezca otro lugar a donde se les pueda enviar para esquilmarlos.