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Mi verdad sobre Enrique de la Osa

Enrique de la Osa en los años 90 (Cortesía)

Enrique de la Osa en los años 90 (Cortesía)

LA HABANA, Cuba.- Dicen los antiguos chinos que no bastan veinte años para conocer a una persona. Seguramente es así, pero a mí me bastaron unos pocos para conocer a Enrique de la Osa (1909-1997), uno de los periodistas más sonados de la revista Bohema durante el siglo XX.

Decía que, a lo largo de sus años, solo había ambicionado un trabajo estable para mantener a su familia y limitadas responsabilidades para vivir tranquilo. Todo eso —no más— se lo proporcionó Fidel Castro el 16 julio de 1960, cuando  Miguel Ángel Quevedo pidió asilo en la Embajada de Venezuela y Bohemia se quedó sin su dueño y director.

Quevedo no quiso estar presente cuando los hombres de la guerrilla en el poder le impusieran como jefe a quien precisamente, a través de Enrique, había ayudado a dar los primeros pasos en la prensa y en su carrera política.

Dos días después, como estaba previsto, Fidel se apropió de  todas las revistas, sobre todo de Bohemia, y Enrique se sintió presionado por el propio comandante asumir el cargo de quien siempre se sintió ligado por un profundo agradecimiento.

En noviembre de 1961, cuando hice mi primer reportaje en Bohemia sobre Manuel Ascunce Domenech, lo conocí. Parecía un pez fuera del agua, siempre nervioso, como si guardara una carga de culpas demasiada pesada y temeroso no sé por qué.

Cuando entré a trabajar en Bohemia lo conocí mejor, ya convertido en un alcohólico, desinteresado de su trabajo, porque cumplía —así la llamó entre tragos y bromas— con una “condena”.

Estaba comprometido con la dictadura castrista hasta los tuétanos.

Esa “condena”, tenía sus razones. En un breve tiempo se supo que mucho de lo que Enrique había publicado en su famosa Sección “En Cuba” era falso o lo había exagerado: multiplicaba el número de bombas de los jóvenes terroristas en la lucha urbana, así como los ajusticiados por la policía de Batista. Pero sobre todo, inventó aquella cifra que se hizo histórica —la dictadura la siguió utilizando durante décadas—, donde afirmó que la guerra contra Batista había costado veinte mil muertos.

La sección “En Cuba”, es cierto, fue un fenómeno casi único en el periodismo latinoamericano.

“Un periodismo no solo para que sobresaliera en el panorama adocenado y chabacano de la prensa de la época”, según Enrique, sino una agresiva tribuna para la lucha del Movimiento 26 de Julio, dirigida por Fidel Castro.

Una tarde, cuando se habló sobre aquella sección en la redacción de la revista, a Enrique se le fue una frase que jamás pude olvidar: “Había que tumbar a Batista”. ¿Era su justificación?

Para confeccionar aquella sección, contaba con tracatanes politiqueros y periodistas no profesionales que le traían chismes y noticias que él redactaba y pagaba muy bien. Era un periodismo nada serio, anónimo, puesto que ni el nombre de Enrique aparecía como responsable.

Enrique de la Osa en compañia de Conchita Fernandez, Nicolás Guillén y otros (Cortesía)

Enrique de la Osa en compañia de Conchita Fernández, Nicolás Guillén y otros (Cortesía)

Aún así, el 17 de julio de 1957, en una carta que Fidel dirigió a Conchita Fernández, le dice: “Felicita a Enriquito de nuestra parte por el 14 aniversario de su sección: la leemos siempre con verdadera avidez; por nuestra parte le estamos infinitamente agradecidos, por las veces que tan espontáneamente nos ha defendido, por la orientación formidable que le ha venido dando a su sección en estos días críticos”.

A lo largo de su vida, Enrique de la Osa había sido, además de enemigo del chovinismo, defensor a rajatabla de la democracia, la libertad ciudadana y un gran enemigo de las dictaduras anteriores a la de Fidel. Seguramente por eso sus más íntimos no entendieron por qué se mantuvo en silencio al ver que no se restauraba la constitución del 40, ni Fidel convocaba a elecciones libres, después de tres años de Revolución.

La respuesta me la daba su forma de actuar: casi siempre estaba ebrio, bastante ausente de las actividades políticas a nivel nacional y delegando en su hermano Tony, jefe de Información,  para todo.

A partir de 1961, dejó de escribir. Ni siquiera intervenía en los editoriales, que venían ya hechos de la Oficina de Publicaciones del Consejo de Estado

En 1971 el gobierno lo envió para un pequeño apartamento. Ya no hacía falta. A finales de los años ochenta lo vi por última vez, con dos niños de las manos, en la calle San Rafael, a la salida del Cinecito. Con tremenda alegría conversamos y el nuevo Enrique que estaba frente a mí me presentaba a los hijos que, aunque bastante tarde, había tenido con Xiomara, aquella muchacha hermosa, dibujante de Bohemia, que, según comentarios, había amado a Enrique en silencio.

Fue la primera vez que lo vi feliz.