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Nayib Bukele: la democracia salvadoreña en juego

La llegada de Nayib Bukele al Palacio Legislativo de El Salvador con un gran despliegue de tropas disparó las alarmas democráticas (Foto: Reuters)

LA HABANA, Cuba. – Gracias a la amplia cobertura que ha recibido el tema, todos estamos informados sobre el espasmo autoritario que en días recientes tuvo lugar en El Salvador. La llegada al Palacio Legislativo de ese país del presidente Nayib Bukele, con gran despliegue de tropas, disparó las alarmas democráticas.

No les falta razón a quienes han expresado sus aprensiones con ese motivo. Desde hechos de indudable trascendencia histórica universal —como la trepa al poder de Adolfo Hitler en Alemania— hasta episodios de significación más local y aun folclórica —como el autogolpe de Alberto Fujimori en Perú—, no han faltado ejemplos de gobernantes electos en forma más o menos democrática, pero que después, desde los cargos que ocupaban de manera legítima, usurparon facultades de otros órganos del Estado.

Pese a la evidente intentona análoga realizada por Bukele, en la edición de El Nuevo Herald del pasado martes hemos leído un artículo escrito por el mismo mandamás salvadoreño. En él se brinda una versión bien distinta de lo sucedido. En un párrafo rebosante de una versión edulcorada de los hechos, Don Nayib Bukele escribe lo siguiente:

“Mi gobierno estaba profundamente preocupado por un levantamiento popular de salvadoreños frustrados que se movilizaron en contra de la Asamblea Legislativa. Es por ello que solicitamos a la Fuerza Armada que estuviera presente, en caso de que hubiese actos violentos…”

Como se puede apreciar, ni una palabra acerca de que fue él mismo —Bukele— quien convocó a sus simpatizantes a congregarse ante la sede de la representación nacional como forma de intimidar a los parlamentarios para que aprobasen el empréstito solicitado por el Ejecutivo. Pero, bueno, aquí cabe citar una frase hecha algo cínica: “La defensa es permitida”.

En una serie de otros planteamientos que hace no le falta razón al Presidente de El Salvador: La tremenda implantación que han ganado en el país las terribles maras; la inoperancia que, en ese terreno, han mostrado los gobiernos —tanto de derechas (ARENA) como de izquierdas (FMLN)— que se han alternado en el poder durante decenios; la corrupción que permea a la clase política.

El problema radica en que, para luchar contra esos males, no resulta procedente añadir a ellos otro más: la alteración del orden constitucional. Éste (aunque con problemas indudables) ha subsistido en el país centroamericano desde el fin de la sangrienta y destructiva guerra civil desatada por subversivos procomunistas y alentada desde Cuba por el castrismo.

En una democracia es perfectamente admisible que se ejerza presión sobre los funcionarios públicos para que actúen en uno u otro sentido. En este caso, era lícito que quienes apoyan la solicitud del Presidente de dotar a los cuerpos armados con medios mejores para enfrentar la delincuencia organizada, presionaran a sus representantes para que aprobasen el préstamo necesario para ello.

Pero para alcanzar tan justo fin, en una democracia, conviene utilizar únicamente medios democráticos: Peticiones suscritas por números significativos de ciudadanos; artículos de opinión; actos públicos en los que se apoye la medida solicitada; la amenaza —implícita en esas acciones— de castigar con el voto adverso, en la elección siguiente, a aquellos políticos que no presten oídos a la voluntad popular. Todo eso es válido; no la irrupción de soldados en la sede del Poder Legislativo.

Dicho lo anterior, resulta conveniente aludir a otro aspecto de la cuestión, el cual tiene un carácter más institucional. Después que en 2013 Raúl Castro autorizó en principio a sus súbditos a hacer viajes temporales al extranjero y antes de ser “regulado” en 2018, tuve ocasión de asistir a una serie de reuniones de demócratas. En una de ellas escuché la queja formulada por un prominente político, también centroamericano.

“En mi país no se puede gobernar”, expresó con un dejo melancólico. Y acto seguido expresó la razón de su dicho: “Hay siete u ocho partidos. Cada cuatro años, todos aspiran a sacarse el premio gordo: la Presidencia. Pero quienquiera que gane, deberá enfrentar a un Congreso en el que sus opositores serán mayoría y que, con el ojo puesto en la siguiente elección, se opondrá en forma sistemática a cualquier iniciativa gubernamental”.

No se trata de oponerse a la partición de los poderes públicos: Tal cosa equivaldría a renunciar a uno de los aspectos fundamentales de la democracia. Pero sí es conveniente que los mecanismos electorales propicien que haya una colaboración efectiva y fructífera entre ellos; sobre todo entre los que dependen directamente del voto popular: el Legislativo y el Ejecutivo.

El sistema diseñado a fines del siglo XVIII por los padres fundadores de los Estados Unidos —aun con los problemas y tropezones inevitables en toda obra humana— ha propiciado esa coordinación. Aunque con matices, podemos decir lo mismo de lo creado por los constituyentes cubanos de 1901 y 1940. Pero bien distinta es la situación en El Salvador.

El partido de Nayib Bukele, que ganó ampliamente en la segunda vuelta de la elección presidencial, posee menos del diez por ciento de las bancas en la Asamblea Legislativa. Tanto ARENA como el FMNL tienen un número de diputados mucho mayor. Creo que, en vista de la intentona de días pasados en El Salvador, no sería desacertado situar buena parte de la responsabilidad en los defectos del sistema electoral de ese país.

Tenía razón el otro político centroamericano que, ante un pequeño grupo de oyentes, planteaba que así resultaba harto difícil gobernar. Pero aquí podríamos repetir, para beneficio de Nayib Bukele y sus partidarios, una frase popular de Cuba: “Con esos bueyes hay que arar”. No hay otra.

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