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Niños cubanos, cruzando fronteras entre cadáveres y criminales

CIUDAD JUÁREZ, México. – Sólo conoció sus olores. Imaginó sus nombres, sueños y hasta sus historias. Siguió caminando. Para matar el miedo intentó no deslizar su mirada por el profundo barranco. No alcanzó a verlos. Sólo a olerlos. Sintió náuseas.

En las lomas entre Colombia y Panamá supo que hay algo peor que aspirar el hedor de cadáveres: convertirse en uno de ellos y no ser nunca encontrada. Hasta que se desaparece del todo: hasta el olor.

Hay experiencias que se convierten en tatuajes de dolor. Que se quedan impregnadas, como sentir cómo huele la muerte. Y más con 15 años de edad. Los que tiene Rosabel Matos Camacho, de Ciego de Ávila (Cuba), que espera ser médico.

— ¿Qué es lo que has aprendido de la travesía?, le pregunto en Ciudad Juárez, México.

— Que la vida hay que valorarla demasiado, hay que arriesgarse pero no tanto. (El viaje) es como una película de terror y yo, la protagonista.

Rosabel, de rostro angelical, está vestida desde hace tres semanas con unos pantalones cortos. Con ellos se ha protegido de las mañanas y noches frías del desierto de esta ciudad fronteriza con Estados Unidos, rociadas por días de viento feroz en esta época del año. Son los únicos que tiene, los únicos que pudo salvar de su trayecto.

Salió de Cuba hace poco más de un año, el 25 de marzo de 2018. Primero, en avión hasta Guyana.

“Pasé la selva para llegar a Brasil, caminando y luego en combi”.

En Uruguay se acabó el dinero. Su madre y padrastro comenzaron a trabajar, y ella a estudiar. Cuando finalizó el curso, decidieron proseguir su camino.

Lleva más de un mes en la última frontera que atravesará. En Ciudad Juárez (México) aguarda su turno para cruzar ordenadamente a Estados Unidos y solicitar con su familia el asilo político.

— ¿Qué fue lo peor?

— Las lomas inclinadas que algunas llegan hasta la luna, las cascadas. Cuando llueve es complicado, ahí en la selva de Darién uno ve esqueletos de gente, una mamá con su bebé en los brazos… Pasé mucho miedo. Nos robaron. Temí a ser violada.

En su viaje hacia Estados Unidos, Carlos Manuel Jiménez, de 13 años, y su madre Midersis han fortalecido su amor y fortaleza (foto del autor)

Carlos Manuel Jiménez Labrada es un amor. No deja de dar abrazos y besos a su madre, Midersis. Los dos sonríen como si supieran que no puede sucederles algo peor.

Atrás quedó ese 29 de diciembre de 2018, en la localidad costera colombiana de Capurganá, frontera con Panamá. Son las 9 de la noche. El mar parece un quebranto de horror. La embarcación comienza a llenarse de agua.

La mamá de Carlos Manuel sólo alcanza a gritar, a llorar. Imagina que es el fin. “Pensé que nos íbamos a quedar en el mar”. En lancha con más de treinta personas hay uno que no llora, que guarda la calma y que no sabe nadar. Tiene 13 años.

“Tranquila mamá, no va a pasar nada”, dice acariciando su espalda. Pero él también teme que la muerte se acerca en el agujero negro que vio.

Cuando una ola grande sube a la barca por los aires piensan que se acabaron los gritos, los lloros, los sueños. Todo.

Pero lo que llegó fue su salvación: con el impacto, el agua que inundaba el bote fue saliendo y todos remaron con sus manos para poder alcanzar llegar hasta la orilla.

Carlos Manuel rondaba los 9 años: cuando su viaje hacia Estados Unidos comenzó. Hace casi cuatro años. Nunca sospechó que una travesía tan larga en el tiempo ni situaciones al límite. De Cienfuegos (Cuba) a Guyana, Basil, Bolivia, Chile, Perú, Ecuador, Colombia, Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras y México. En avión, autobús, lancha y caminando. Con sed, sin comer por días. Trabajando duro por el camino. Con esperanza.

En Chile, donde vivieron por un año y ocho meses,  perdió en el camino a su adorado hermano mayor. Se enamoró. Ahora tiene a una sobrina, chilena, recién nacida.

En la temida selva de Darién, entre Colombia y Panamá, subió la llamada loma de la muerte con ampollas que llagaron sus pies de niño. Bebió agua del río, siguió caminando entre animales salvajes e intentando esquivar a los asaltantes. Supo lo que se siente al no comer nada por cinco días. También supo de bondad: un señor  los encontró. Eran 19 cubanos, del grupo original de 32 personas. Al verlos agotados, les preparó una cazuela de sopa de pollo y arroz.

— ¿Lo volverías a hacer?

— No, porque es muy peligroso, porque me dio mucho miedo.

Carlos Manuel espera en un albergue de Ciudad Juárez a que las autoridades mexicanas anuncien su número anotado en una lista no oficial, donde los inmigrantes se registran para poder ser entregados a los agentes estadounidenses en la mitad del puente internacional Paso del Norte-Santa Fe, donde cruzarán al lado estadounidense de la frontera, a El Paso, Texas.

En una bolsa de plástico de supermercado hay un tesoro guardado: monedas y billetes de cada país por el que pasó, incluso de los países originarios de personas que conoció en su camino. Al arribar a Estados Unidos asegura que comprará un álbum donde conservarlos. Escribirá las historias del dinero que recopiló. Son sus recuerdos y lecciones aprendidas. Sus triunfos:

“Aprendí a hablar portugués, a ser valiente, a no tener miedo en la vida”.

Hay niños que no pueden expresar aún su travesía en palabras, porque apenas saben hablar. Como Khalilah de la Caridad Morales Moreno, que tiene casi dos añitos. Lo hacen de otras maneras: con menos sonrisas, llanto y fiebre alta.

Aimara, su madre, me enseña fotos que recuerdan cómo era antes su niña y no la reconozco. Es gordita pero ahora está delgadísima. Ha perdido seis kilos de peso. Tomaron agua del río cuando cruzaban la selva, estuvieron una semana sin comer. Aunque los padres de la pequeña también  están enfermos, a Khalilah le afectó brutalmente cruzar más de una docena de fronteras. En Ciudad Juárez ya ha sido trasladada dos veces de emergencia al hospital. Tener 39 grados de fiebre por tres semanas puede ser mortal para una niña de su edad.

Aunque la mayoría de los cubanos que llegan a Juárez son adultos solos, cada vez hay más familias enteras o madres con sus niños que viajan para reunirse con sus esposos ya asentados en Estados Unidos y que mientras solicitan su asilo político, aspiran a prolongar su estancia en el país para poder solicitar su residencia estadounidense al año y al día de permanecer en él, un beneficio que se concede a todos los cubanos. Es la Ley de Ajuste Cubano.

Un perfil diferente a los centroamericanos, que arriban a Ciudad Juárez huyendo de la extrema violencia de sus países, y que en su mayoría llegan acompañados de uno de sus niños menores.

Si hasta hace unos días, el 70 por ciento de los inmigrantes que se registraban, en una lista en Ciudad Juárez para cruzar legalmente, eran cubanos, esta semana lo son el 90 por ciento de los que se apuntan, según Enrique Valenzuela, director de la Comisión Estatal de Población y Atención a Migrantes (Crespo).

Cientos de centroamericanos siguen arriesgándose cada día a cruzar ilegalmente la frontera. Para ellos apenas hay ahora opciones de que obtengan su asilo e incluso de que puedan esperar la resolución de sus casos en Estados Unidos, o de que permanezcan ilegalmente si pierden su proceso, como lo hacían hasta ahora. Aquí, en esta frontera mexicana donde unos cuatro mil isleños están a punto de alcanzar su sueño americano, se acaba para la mayoría de los centroamericanos con los que han convivido, que se topan con la realidad.

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La niña Hany Paumier Pompa, con su madre Yusnely, ve desde la frontera mexicana cada vez más cerca su objetivo de llegar a Estados Unidos, aunque en el camino se salvó de la muerte (foto del autor)

Hany Pausier Pompa, de La Habana, imagina cómo será su llegada a Estados Unidos viendo desde el lado mexicano de la frontera los edificios de El Paso, Texas. Viaja hasta con su abuelo. Además de sus padres y hermanos.

Lo peor fue también la lancha.

“Sentí miedo a ahogarme y a que mi familia, la que dejé en Cuba, se enterara de que me hubiera muerto y sufrieran” .

Este suceso fue para ella más duro que sufrir un accidente en Perú: el vehículo volteó, rodó y quedó destrozado. Todos se salvaron. O cruzar la selva de Darién y enfrentarse a una serpiente.

“No me ha gustado nada (el viaje) y es muy duro”.

Hany sabe, a sus 12 años de edad, lo que muchos no logran dilucidar ni de adultos: sentir la muerte atroz. En tres ocasiones. Y aprender a cómo seguir soñando.