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Pobre el país que despedaza el futuro de inocentes criaturas

Homenaje a víctimas del remolcador 13 de marzo (EFE)

LA HABANA, Cuba.- Hellen Martínez Enríquez tendría ahora veinticuatro años, pero ni siquiera llegó a celebrar su primer aniversario. Sus padres no lograron que luciera la tela bordada de su bata en la primera de sus fiestas. No hubo tela, no hubo bata, ni fotógrafo que ocupara el lente y oprimiera el obturador al descubrir la mejor sonrisa de la niña. Hellen jamás tuvo cumpleaños. Hellen murió cuando solo había alcanzado los cinco meses de vida.

Hellen ni siquiera consiguió caminar, pero es posible que los suyos aplaudieran tras descubrir que ya lograba, y sin ayuda, ponerse boca arriba desde la posición contraria. Ella no pudo ir más allá del balbuceo, del intento de apresar una maruga o de una sonrisa breve. Hellen nunca fue a una escuela, con solo cinco meses murió en el mar en la madrugada más triste de la historia cubana.

Aquella bebita, tendría ahora veinticuatro años, podría engrosar la nómina de recién graduados de alguna universidad; pero el odio impidió que conquistara los primeros pasos, que pasara del balbuceo a la palabra trunca, que consiguiera finalmente la fluidez y la coherencia del discurso. Hellen nunca fue a la escuela, pero pudo ser muchas cosas, cualquiera de esas que en la vida se conquistan con muchos sacrificios, pero Hellen abordó, supongo que en brazos de su madre, el remolcador 13 de marzo aquella madrugada del 13 de julio de 1994 para abandonar el país donde sus padres no querían que viviera.

Esa niña no pudo decidir, no pudo entusiasmarse, como quizá hicieron algunos de los otros niños a los que también se tragó el mar, con una visita a Disneylandia. Hellen no sabía lo que era  “país”, “patria”, “fidelidad”, “revolución”. Ella no sabía lo que era navegar, viajar, soñar. Ella no era capaz de reconocer el remolcador en el que viajaba, ni el agua que lanzaban los otros tres para destrozarla. Nada sabía de Polargos asesinos.

Ella solo respondía con llanto al hambre y con sonrisas a los coqueteos de mamá, pero eso no importó para que estuviera entre los treinta y siete muertos que provocó el gobierno para impedir la escapada y escarmentar a los tantos miles que soñaban, sueñan todavía, con una salida semejante.

A Xicdy no le sirvieron sus dos años para explicar lo que era el odio, el escarmiento a los mayores, aún a costa de sus hijos, mientras que José Carlos y Ángel René, ambos de tres años, no debieron conformarse con la realidad de que se interrumpía el “paseo”. Ninguno de ellos estaba allí buscando la muerte, algo en lo que jamás piensa un niño, aunque el desprecio por la vida ajena se hiciera allí tan evidente. Giselle, Caridad, Juan, Yasser, Yousell y Eliecer, viajaban guiados por las manos de sus padres, los únicos que podían capitanear sus futuros.

Y esos niños no tuvieron un futuro, tampoco sabían lo que era. Esos niños no podían decidir, no tenían referencias de lo que era conveniente ni que gestión podía ser errática. Los niños no tienen proyecciones ni posibilidades de modificar las cosas. Solo sus padres pueden propiciar, y con todo derecho, el porvenir de sus hijos, como sea, en el lugar que sea. El futuro de un niño se construye por sus padres, no por un gobierno que es capaz de modificarlo, incluso con mortales estrategias.

“Pobre país mío” que inculca a sus pequeños, no a estudiar, no a jugar y a amar, si no a ser comunistas como un Che que hizo guerras después de abandonar a sus propios hijos, que decidió sobre la vida de los otros. Pobre país, irresponsable, que silencia el genocidio, que propicia el odio. Pobre del país que hasta hoy busca justificaciones a tantos desmanes, que olvida los chorros de agua tan fuertes que doblegaron toda la estructura de aquel remolcador cargado de vida, de sueños.

Hoy nadie mencionará a esos niños en los medios oficiales de la isla, ni la bandera se izará a media asta en señal de dolor. Esos niños, tan inocentes como los de Belén, aquellos que ajustició Herodes, cumplirán un año más de olvido. Y me pregunto si alguna de las maestras que tuvo sentando al frente a uno de esos pequeños, el día antes de abordar el remolcador, lo mencione, al menos en los “límites” de su clase.

Hoy volverán a ser cómplices quienes no hablen a sus hijos de la matanza de aquellos diez niños, quienes no culpen a un gobierno que se lava las manos después de masacrar a sus retoños, mientras alardea de propiciar la más feliz de las infancias. Hoy habrá que hablar de ellos, y también de sus padres, y de los asesinos que no permitieron que Hellen fuera más allá del balbuceo. Si llueve hoy, tanto como ayer, ellos no podrán olvidar esas muertes que decidieron, los chorros de agua que ayudaron en la masacre. Hoy habrá que hablar de esos niños, de sus padres, de todas las muertes, de los tantos asesinos…