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¿Podremos zafarnos de su sombra?

(cbc.ca)

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LA HABANA, Cuba.- La noche del 31 de julio de 2006, cuando Carlos Valenciaga leyó la proclama que anunciaba que Fidel Castro dejaba el poder provisionalmente por enfermedad, hubo apagón en mi barrio. Como desde por la tarde habían anunciado que a las ocho de la noche harían un anuncio muy importante, en cuanto vino la luz, alrededor de las 9, encendí el televisor, justo a tiempo para escuchar la parte final de la proclama, que ya no era leída por Valenciaga, sino por un bigotudo y peripatético locutor del Noticiero de Televisión. Tan pronto acabó de leerla, se vio en la pantalla un grupo de gente que bailaba frenéticamente en una discoteca, al compás de la música techno-house. De momento, pensé que estaban celebrando, pero no: era la telenovela brasileña, que se había reanudado en el punto donde la habían interrumpido para volver a leer el comunicado.

Luego, pasaron diez años en los que lo que las noticias que llegaban del Comandante, mientras sus sucesores parcheaban lo que iba quedando de su proyecto, eran las reflexiones apocalípticas que aparecían en el periódico Granma y en Cubadebate, y lo que comentaba alguno de los visitantes extranjeros que recibía.

Me enteré de la muerte de Fidel Castro, la medianoche del pasado 25 de noviembre, por un cintillo noticioso de Telesur, que corría, al pie de la pantalla del televisor, tan raudo que apenas daba tiempo para leer.  No esperé que ampliaran la noticia ni atiné a buscar en los canales nacionales: estaba demasiado cansado, soñoliento y con demasiados problemas  encima. Apagué el televisor —y también el teléfono, porque ya empezaban a llamarme para avisarme de la noticia— y me acosté a dormir.

Aunque tuviera 90 años y llevara más de 10 retirado del poder, nunca imaginé que tomaría con tanta parsimonia la noticia de la muerte de Fidel Castro. No soy un tipo rencoroso, me esfuerzo por no serlo, así que no me alegré, a pesar de que su revolución, si se mira bien, de una forma u otra, es la responsable de absolutamente todo lo malo que me ha pasado en la vida, y lo que aun me falta, que no dudo pueda ser peor.

Tampoco la mayoría de mis paisanos se impresionó demasiado. Al día siguiente del anuncio, a las siete de la mañana, monté en una guagua atestada y nadie hablaba del asunto. En la calle tampoco. No se notaba tristeza. Era cual si no pasara nada. Como si todos disimularan y no quisieran darse por enterados. Asustaba tanta tranquilidad…

Supongo que cuando avance el luto, se haga más riguroso y bajen las orientaciones pertinentes, empezarán a verse las muestras de pesar a lo norcoreano. Y durarán meses, no lo dudo.

Fidel Castro ha muerto y resucitado muchas veces. Mejor dicho, lo han matado y resucitado muchas veces. Tantas como han querido sus enemigos y como él quiso, solo por el placer de ver el entierro que le hacían.

¿Para qué negarlo? Lo hayamos querido o no, todos estuvimos en su película, siquiera como extras mal pagados. En Cuba o fuera de ella, no conseguimos librarnos. Fungimos de víctimas o victimarios, de adversarios o cómplices, de maestros o de discípulos más o menos aplicados, de delatores y delatados, de represores y reprimidos, de gritones y silenciados.

Fuimos clavos, tornillos y tuercas. Y el Máximo Líder, poseedor del yunque, manejaba a su antojo el martillo y el destornillador.

Pasarán años del gran funeral y su sombra nos seguirá. Tal vez muchos no podamos zafarnos de ella. Tal vez nunca logremos una existencia normal. Los malos recuerdos nos acecharán lo mismo en las gavetas que al doblar cualquier esquina. Lo más probable es que no consigamos olvidar.  Estamos condenados. No nos fue dada la posibilidad de escoger otro puñetero tiempo y lugar para vivir.

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