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Poemitas mierderos

Raúl Castro, junto al Comandante de la Revolución Ramiro Valdés y al vicepresidente del Consejo de Estado, Miguel Díaz-Canel (AP)

Raúl Castro, junto al Comandante de la Revolución Ramiro Valdés y al vicepresidente del Consejo de Estado, Miguel Díaz-Canel (AP)

SAN SEBASTIÁN, España.- Como el que festeja la llegada de un nuevo siglo, este señor que se acaba de ir tuvo la saña imperdonable de fusilar bestialmente a tres cubanos en 2003 porque, por ellos, él sabía que nadie pondría la mano en el fuego, los tres eran negros y pobres. Fue un cálculo cobarde, pocos se inmutaron y los del estamento se tragaron aquello con un casi unánime “¡qué se jodan!”.

Entonces cabe una pregunta: ¿Qué pueden esperar estos señores el día que el pueblo cubano tenga la oportunidad de expresar libremente lo que siente? La respuesta la da todos los días Raúl Castro cuando advierte que no habrá cambio en Cuba. El general-presidente conoce la fragilidad de las cosas humanas y seguramente sospecha que todo cambio hacia un contexto democrático sería un salto al vacío en el que —como dicen los franceses— las moscas cambiarían de asno.

Al morir, el Fusilador Mayor nos ha dejado también a los albaceas de segunda línea,  muchos de ellos simples personas que nunca mataron y que no ostentan el perfil criminógeno de la banda armada, aun cuando en sus años mozos fueran, por obligación o por convicción, “jóvenes integrados al proceso”. Entiéndase: al proceso de destrucción de nuestro país.

Hoy, los aterrados alabarderos y paniaguados rondan los sesenta abriles con la certeza in petto de que lo que queda en aquel país son los miedos polimorfos: el miedo al cambio, el miedo al exilio con su inapelable obligación de doblar el lomo, el miedo a los tiranosaurios habaneros en salmuera en fin, un miedo infundido que se menea orondo entre la realidad y la novela pero que es el vector paralizador y provocador del consabido “yo no me meto en na’”.

En Cuba todo el mundo ha tenido el tiempo suficiente para discernir discretamente la verdad del  paripé y hablo aquí de ese artificio alucinante en que ha vivido el país con sus comandantes, sus generales y coroneles, sin olvidar —¡Dios me libre!— sus modernos ejércitos, la indestructible amistad entre los pueblos, la agricultura urbana, las vacas enanas y la fumigación del marabú por pilotos suicidas inhalando defoliantes a todo tren.

Después que pase todo esto, después que se mueran todos los fusiladores, entonces los historiadores y universitarios del mundo escribirán, en cónclaves y comisiones ad hoc, “El verdadero libro de la historia de Cuba”, un volumen que relegará el Cantar del Mío Cid y el Popol Vuh en la categoría de los poemitas mierderos.