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Por qué las empresas estatales en Cuba no son empresas públicas

LA HABANA, Cuba. – En un país socialista como es Cuba –al menos en el discurso y la retórica oficial, porque en realidad es un capitalismo mercantilista militarizado– lo correcto, de acuerdo al marxismo, sería llamar empresas públicas a las empresas estatales, porque estas se financian con dinero público.

A algún iluso de los pocos que todavía confían en la perfectibilidad del socialismo castrista podría ocurrírsele espetar al director de una empresa estatal o a algún dirigente de la trinidad Partido-Estado-Gobierno el discurso de que como en el socialismo todo es de todos, deberíamos sentirnos accionistas y propietarios de las empresas, y no ser tiranizados por sus directores, que, en buena ley, debieran ser nuestros empleados, al igual que absolutamente todos los demás funcionarios del Gobierno y el Estado.

Sabemos qué pasaría si escucharan eso: se desmollejarían de la risa los jefazos y los jefecillos, que creen tener a Dios cogido por la barba y a sus empleados amarrados bien corto de la pata de su buró, si les hablaran de ser elegidos por los trabajadores y tener que darles cuenta a ellos de su gestión. Tanta risa como la que le daría a los ministros, el premier o el presidente (que es también el primer secretario del partido único)  si pensaran en la posibilidad de ser cuestionados por algún diputado del sanedrín de focas amaestradas y aplaudidoras que llaman Asamblea Nacional del Poder Popular y que pasa la mayor parte del año en barbecho.

“¿Y a nosotros qué nos importa?”, responderán socarrones y prepotentes los dirigentes de las empresas, aun de las más improductivas e ineficientes, incluso de esas que, por desastrosas, serán reconvertidas próximamente en Mipymes. Cualquiera de ellos tiene más ínfulas y ambiciones que si presidiera una transnacional. A ellos, omnipotentes, les tiene sin cuidado El Capital y todo lo demás que escribió Marx, si es que saben quién fue Marx.

Escribía hace unos años el periodista uruguayo Fernando Ravsberg, uno de los que todavía persiste en creer en la posibilidad de mejorar el socialismo castrista, que al hablar de empresas pertenecientes al Estado pareciera que el propietario fuera  “un ente difuso, etéreo, representado por cualquier burócrata que tenga un carguito, un buró, una secretaria y un carro estatal”.

Exactamente así, de esa forma, son percibidos por los cubanos de a pie, que son la mayoría, los directores de las empresas estatales. No hay modo de que un cubano se crea el cuento de que estas empresas “son de todos porque se financian con dinero público, con los recursos que aportan los cubanos con su trabajo, porque la plusvalía va a parar a las arcas del Estado”.

Resulta imposible hacerle creer a un trabajador cubano que si de veras hubiese socialismo en Cuba, según los postulados marxistas, ellos debían ser los accionistas y patrones, en vez de ser explotados por jefes despóticos, y que como andan de una reunión en otra, y de recholata en recholata, para nada tienen en cuenta sus quejas y opiniones. Peor sería convencer a los directivos empresariales de que solamente son servidores públicos. Prepárese para las consecuencias quien se atreva.

Las empresas estatales, por ser supuestamente de todos, a casi nadie les importan, solo a los mandamases de la continuidad, que siguen, a pesar de los reiterados fracasos, la terca y contraproducente apuesta por la hegemonía de la empresa estatal socialista sobre los demás actores económicos.

Es como si éstas no tuviesen dueños, sino demasiadas pulgas y garrapatas, cual perro callejero al que cualquiera le da un hueso o un trozo de pan, pero nadie se ocupa de bañarlo ni desparasitarlo.

Pero como no es tan así, las empresas –al menos hasta que los jefecillos con sus robos  importunen demasiado al gobierno, se cansen de darles cordel, les echen encima a la Contraloría General y el DTI, se los lleven esposados, a bordo de un carro patrullero y los acusen de algún delito de cuello blanco– son de un puñado de dirigentes y  burócratas corruptos y sus secuaces, que hacen como si con ellos no fuera… hasta que les conviene o deja de convenirles el desparpajo.

¿Y los trabajadores? ¿No dice un refrán que ladrón que roba a ladrón tiene cien años de perdón? Entonces, como los salarios no alcanzan, no hay modo de que alcancen con los precios de la Tarea Ordenamiento,  a robar se ha dicho… O mejor, para que no suene tan feo y no haya cargo de conciencia, que como quiera que sea, todos fuimos pioneritos por el socialismo y aprendimos a parlar en metalengua: a luchar, a inventar una búsqueda, a resolver como se pueda.

ARTÍCULO DE OPINIÓN
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