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Rebelión en la finca de los Castro

MIAMI, Estados Unidos.- Mis hijos me llaman desde la manifestación que rinde justo tributo en los alrededores del emblemático restaurante Versailles, de Miami, a la rebelión nacional cubana del pasado domingo 11 de julio.

Al mayor logré rescatarlo del atasco castrista tan pronto me concedieron el asilo político en los Estados Unidos, por los años noventa. Ha fundado una familia hermosa y es un hombre de bien.

El más pequeño es nacido en Miami, acaba de cumplir 25 años, y también es una persona feliz, junto a su esposa.

Los dos se interesan sobre el destino de nuestra mítica y devastada isla. Uno vivió todos los suplicios de la dictadura, en carne propia, y el otro ha escuchado, con suma atención, las historias de nuestra ordalía y la de sus suegros, cuando ya no pudimos soportar más el castigo de no ser personas en el país que nos vio nacer y activamos las estrategias de fugas, con las cuales han debido lidiar los cubanos durante décadas ante el fracaso del experimento socialista.

Mis hijos reflexionan conmovidos, quieren que esta epopeya tenga resultados para sus sufridos coterráneos, merecedores de la misma vida que ellos disfrutan.

La hija de mi única hermana ha subido a Facebook una foto donde mi padre las recibe en el aeropuerto de Miami. La niña le tiende un abrazo a su abuelo y mi hermana llora. Estaban salvadas.

Mi sobrina nació en 1992 y cuenta, en perfecto inglés, su infancia dura. Del pan con azúcar cuando el hambre apretaba y de dormir en el balcón para sobrevivir el calor de los apagones, entre otras desventuras.

Ella ha sabido retribuir a su país de adopción. Se hizo de varios diplomas universitarios y fundó familia con un hombre bueno y el hijo que ambos engendraron acaba de cumplir un año, celebrado en familia, durante las vacaciones que cada verano disfrutan en Marco Island.

Estamos todos atónitos y expectantes con la rebelión espontánea en la ultrajada granja de los Castro. Esos que se han tirado a las calles sin ninguna otra protección que la de sus propios cuerpos pudimos haber sido nosotros.

Cubanos de todos los colores y procedencias, pero principalmente los más humildes, la mayoría, gritan y se enardecen, no toleran más la impotencia.

Trataron de hacerse entender pacíficamente pero el régimen ha puesto en marcha, otra vez, su acostumbrada maquinaria de violencia, solo que ahora no atacan de manera artera y cobarde como suelen hacer cuando arrinconan a valientes grupos de opositores, previamente desacreditados como mercenarios y anexionistas, sino a una parte sustancial del pueblo, sin líderes ni programa.

La desventaja es ostensible, la paz en medio del caos es una falacia. El castrismo no sabe de diálogos, nunca se ha sentado con sus potenciales antagonistas. Son sesenta y dos años de soberbia establecida por un dictador delirante y abusador que sus discípulos aventajados luego han practicado como política de estado.

La civilización empobrecida, familias que han perdido la capacidad de “resolver”, se enfrentan a la barbarie vulgar pero poderosa, abundante en recursos que solo disfruta el círculo más exclusivo de la nomenclatura partidista.

La solidaridad socialista es la ley del embudo, con la parte estrecha para esos que salen a las calles. “Juan Sin Nada” se hace valer con sus reclamos, trata de ser escuchado, pero ya le responden con disparos, la sangre comienza a encharcar las aceras y los contenes.

Entonces descubre el valor primitivo de una piedra pesada y la lanza con furia. Cuando la lluvia de objetos es insostenible, los represores reculan. Hay mucha frustración acumulada, ellos saben lo que enfrentan porque sufren junto a sus familias privaciones similares.

En sesenta y dos años la isla no ha vivido una sublevación de estas dimensiones. El “maleconazo” de 1994 fue una suerte de ensayo, pequeño, localizado en La Habana, rápidamente coartado por la presencia insufrible del propio dictador y de sus brigadas de “respuesta rápida”.

El régimen se ha visto obligado a desplegar sus mecanismos de propaganda para tratar de demostrar que la rebelión del pasado domingo fue apenas una escaramuza de confundidos y asalariados del gobierno de los Estados Unidos.

De tal modo se manifiestan amenazantes sus escribanos con la letanía cansona de que “la calle es de Fidel” y una colección de fotos donde los escenarios de las manifestaciones aparentan, el día después, la normalidad que ya no están seguros de garantizar. Vuelan los eufemismos al uso para tratar de atemperar la ríspida realidad: no hubo estallido social, sino desórdenes, dice un burócrata abyecto.

Por su parte, el gobernante que nadie eligió, inmerso en su primera e inesperada gran crisis, no ha hecho otra cosa que bravuconear y azuzar enfrentamientos entre sus compatriotas:  “La Revolución cubana no va a poner la otra mejilla a quienes la atacan en espacios virtuales y reales. Evitaremos la violencia revolucionaria, pero reprimiremos la violencia contrarrevolucionaria”.

Por ahora, no hay válvulas de escape a la vista. El éxodo masivo está descartado, la pandemia sigue horadando la salud, el turismo y las remesas miamenses han disminuido, Rusia, China y hasta Venezuela se ocupan de sus propias urgencias, mientras la improductividad e incapacidad de la dictadura para cubrir las necesidades perentorias de la sociedad se siguen atribuyendo al embargo. La dictadura ya no entiende de “rectificación de errores”.

La retórica castrista no puede mitigar la desesperación del país que estalló el domingo. Los cubanos saborearon la libertad por unas horas, es cuestión de poco tiempo para volver a reclamar la vida que les pertenece.

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