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Rusia y Cuba: una historia de importaciones

LA HABANA, Cuba.- La masividad siempre fue una obsesión de los comunistas cubanos. Recuerdo que en la década setenta del pasado siglo, y para congraciarse con los amos del este, a alguien, supongo que a Fidel Castro, se le ocurrió hacer masiva la enseñanza del idioma ruso, y para ello escogieron las frecuencias radiales, y hasta se imprimieron con muchísima premura unos cuadernos que servían de guía a esos cursos, y que eran recibidos a vuelta de correo por los matriculados. No tengo noticias de otros empeños para la enseñanza de un idioma foráneo que se apoyara en el kilohertz.

La ingenuidad del niño que fui me hizo creer que yo podría hablar fluidamente el ruso, para que luego me resultara fácil la comunicación con algún muchacho que se llamara… Serguei, Aliocha, Vladimir, Nikita, o con una niña que volteara la cabeza si yo pronunciaba Olenka en voz alta, o Katiuska o Masha, Ekaterina, Polina y Pashenka, pero el niño que fui se aburrió con el paso de los meses y arrinconó para siempre el ruso, aunque todavía recuerdo pronunciar: “ya izuchayu russkiyk yazyk po radio”, pero como mi teclado solo tiene el alfabeto latino me veo imposibilitado de escribir en ruso esa frase, una de las pocas que recuerdo, esa que advertía que yo estudiaba el ruso por radio.

No serían escasos los muchachos cubanos que tuvieron que atender a las clases de ruso, ya no por radio, y si en un aula, cuando se intentó que ese idioma compitiera con el inglés en la enseñanza secundaria y preuniversitaria, y luchar a brazo partido con aquel raro alfabeto, sabiendo que con tan pedestre educación jamás podríamos leer en sus lenguas originales a Nikolai Gogol o a Fyodor Dostoevsky. No hay entonces espacio para la duda de que uno de los primeros intentos de hacer importaciones rusas sería la introducción del idioma ruso, y del comunismo que se propagaba, mayormente, en esa lengua.

Además de la lengua recibimos también otros envíos que fueron decididos por allá, exactamente en el Kremlin, como aquellos enormes y peligrosos proyectiles autopropulsados que estuvieron apuntando al territorio norteamericano y que provocaron una crisis a la que se le dio el nombre del décimo mes del año, esa que aún nos para los pelos de punta y que se reconoce como la Crisis de Octubre, que puso al mundo al borde de un holocausto. Así que desde allí importamos un idioma que pudo convertirse en nuestra segunda lengua, y también misiles, y también se dice que importamos algunas máquinas de escribir en las que en que cada tecla había una “señal cirílica”.

Desde allá lejos nos llegó esa lengua que Fidel Castro supuso que sería la del porvenir, una lengua que no llegaba porque era la de Tolstoi y Gogol, Chejov, Pushkin, nos llegaba porque era la del socialismo en sus momentos de mayores apogeos, en esos días en los que las librerías cubanas estaban repletas de Shólojov, Lenin, Tíjonov, Gorki…, mientras otros eran defenestrados. Esa herencia nos llegó de los soviéticos, desde allí importamos el realismo socialista y la censura. Desde allí heredamos también las prohibiciones.

Y acá tuvimos también algún que otro “Archipiélago Gulag”, algún que otro Solzhenitsyn, algún Babel y Maldelstam, tuvimos, porque importamos muchos horrores desde Rusia, nuestros Pasternak, nuestras Akhmátova y Tsvetáyeva. Heredamos, importamos, el horror soviético, la persecución a esos escritores y artistas, desde allí trajimos la carne rusa y también las palabras a los intelectuales, los campos de concentración, las represiones, los encierros, los fusilamientos y la muertes en vida. Los soviéticos nos enseñaron a ser peores, a reconcentrar, a matar. Desde allí nos llegó lo peor en demasía, y el caviar, solo para unos pocos.

Desde Rusia nos llegan, en los bolsos de los viajeros cubanos que cruzan hasta allí, sin que precisen una visa de entrada, piezas para los autos Lada, para los Moskvitch, y quizá hasta para esos Volgas que alguna vez fueron el medio de transporte de algunos jefes. Desde Rusia nos llegaron muchas cosas feas, el comunismo entre ellas, y también esos tomos, de tosca cubierta azul, que explican la anatomía humana a los que los estudiantes de medicina, y sus maestros, llaman el “Prives”. De Rusia nos llegó el radio VEF, la lavadora Aurika, los ventiladores plásticos y el reloj Poljot, los nombres Serguei y Liudmila y muchas cosas más, casi todas malas, y las que no son malas es porque son peores.

A cuenta de esos rusos nos llegó hasta un templo religioso consagrado a la Kazanskaya: una iglesia ortodoxa y rusa, Nuestra señora de Kasán, con seis cúpulas. Una de las pocas que se han levantado tras el fatal cincuenta y nueve, en un coqueteo con el Patriarca Kirill y con el poder ruso. Todo eso hemos importado de Rusia, y en los últimos años algunas otras cosillas que traen esos cubanos que hacen el camino de 9 550 kilómetros para traer pacotilla que revenden en cualquier punto de la isla, pero sin duda lo más significativo que nos llega ahora, por desgracia, son muchísimos viajeros contagiados con la COVID-19. Y de eso da prueba en las mañanas el epidemiólogo nacional, ese que nos advierte que el país que más viajeros infectados nos aporta es Rusia, esa misma geografía desde donde importamos el comunismo.

Cada mañana sabemos cuántos casos importados de COVID-19 llegaron el día anterior, algunos de España, otros de Italia, de la India, desde los Estados Unidos o República Dominicana, y que luego se suman a los autóctonos, esos que son de “producción nacional”. Pero la mayor importación la tributa Rusia. Desde Rusia recibimos el mayor número de nacionales que vienen contagiados con la COVID-19. Desde esa Rusia que nos puso al borde de la muerte en aquel octubre nos llegan ahora la mayoría de los enfermos, esos que fueron a comprar mercancías para revender en la isla a precios exorbitantes, quienes también se hacen acompañar del bicho chino. Sin dudas de Rusia hemos importado mucho, y mal. Desde Rusia se hizo fuerte el comunismo en Cuba, y ahora la COVID-19. Desde Rusia importamos lo peor.

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